Diego Fischerman dirige una colección en Eterna Cadencia, llenando uno de los baches más obvios en el terreno de la producción intelectual argentina: el ensayo sobre música. La música en el Holocausto, los músicos del grupo Sur, Los Beatles, el jazz y otros temas desfilan por esta colección. Además, Fischerman acaba de publicar Después de la música, la edición ampliada y revisada de su libro sobre la música del siglo XX.
› Por Mariano del Mazo
Además de desempeñarse como periodista y crítico musical de este diario, Diego Fischerman es el director de una flamante colección de libros sobre música de la editorial Eterna Cadencia. También está al frente en el San Martín de un ciclo de divulgación musical al paso que se desarrolla en el hall del teatro. Y ejerce la curadoría de reediciones y ordenamiento de discos fundamentales, como el que acaba de salir de Mercedes Sosa. Y saca libros propios, como la reveladora biografía de Astor Piazzolla, El mal entendido, realizada junto a Abel Gilbert, y el flamante Después de la música. Y escribe ficción...
Se podría seguir: Fischerman no para, diversifica, abarca y hace de su insaciable curiosidad un credo del que salen materiales atractivos, que convocan al aprendizaje o al simple placer de descubrir abordajes diferentes de temas ya transitados: en varios casos, una pátina de incorrección política cubre amplia y saludablemente su trabajo, siempre llevado a cabo con la lupa de los obsesivos.
Los primeros títulos de la editorial fueron La música en el Holocausto de Shirli Gilbert, La música en el grupo Sur de Pablo Gianera y Después de la música del propio Fischerman, una edición revisada y actualizada de La música del siglo XX (1998). Están en lista de espera: Los Beatles como músicos de Walter Everett, El jazz. Historia y estética de Fischerman y la reedición del notable O juremos con gloria morir. Historia de una épica de Estado de Esteban Buch.
¿Cuál es la idea de la colección?
–El ensayo sobre música ha tenido un lugar muy secundario en el campo del pensamiento argentino. La idea es, sencillamente, abrir un espacio y creo que la novedad más importante, en ese sentido, es haber encargado libros, conversado con autores y pensado tanto en temas pendientes como en los intereses de quienes fueron convocados, e imaginar libros que uno querría leer y que, a partir de eso, podían ser escritos. Y, también, la idea pasa por la posibilidad de poner en circulación, en castellano, algunos textos importantes, como el de Shirli Gilbert acerca de la música en los campos de concentración y exterminio y en los guetos, durante el nazismo, o el monumental estudio de Everett sobre los Beatles.
¿Creés que hay un vacío académico en el análisis de la música popular?
–En todo caso ¿se puede analizar la música popular desde lo académico?
–La música popular plantea una serie de problemas para la academia y el primero de ellos es definir de qué se trata. Por lo menos, lo que yo puedo decir, es que no se trata de una sola cosa ni puede ser abordada toda de la misma manera. El rótulo de música popular les cabe tanto a Chick Corea, a Björk o a los complejísimos y extraordinarios arreglos de Emilio Balcarce para la Orquesta de Pugliese como a Green Day, Damas Gratis o a los Decadentes. Y es obvio que sus maneras de circulación, los parámetros con que sus respectivos oyentes establecen el valor y los objetivos que se proponen son absolutamente diferentes. No estoy hablando de que unas músicas sean mejores o superiores a otras sino, simplemente, que no son homologables ni pueden ser pensadas todas de la misma manera. La academia puede pensar en las músicas populares –y de hecho lo hace, desde hace tiempo– pero, desde ya, debe hacerlo con instrumentos adecuados.
Te metiste a hurgar en los archivos de los sellos discográficos. Acaba de salir un CD de Mercedes Sosa con algunos temas prohibidos, otros pertenecientes a discos simples... ¿Qué más hay dando vueltas plausible de ser editado en formato de disco compacto?
–Mucho. Me da bronca que algunos discos no existan en compacto. Julio Nudler solía pasarme unos vinilos impresionantes, pero lamentablemente no está más. Jorge Andrés también es un referente: uno cree que sabe mucho, pero siempre hay alguien que sabe más. Soy de una generación que toma la música como algo colectivo. A fines de los ’60, principios de los ’70 era muy común que alguien dijera: “Mirá, hay un pianista que la rompe que se llama Keith Jarrett, tengo el disco, vení a escucharlo”. Todo lo que hago está regido por esa necesidad de compartir música. Ahora con el sello Universal arrancamos con Mercedes Sosa censurada y con Romance de Juan Lavalle de Eduardo Falú y Ernesto Sabato. De Mercedes hay otros dos discos pensados: una serie de simples hechos en colaboración (con César Isella, con Horacio Molina, dos con Horacio Guarany, algunos simples que quedaron afuera del que ya salió) y uno en vivo en Brasil de 1977 que aquí nunca se editó. Después hay cosas de Mercedes Sosa que son tierra de nadie: por ejemplo, un disco cubano editado por Casa de las Américas, de 1975. Después me interesa Piazzolla completo en Polydor y Philips: materiales del Octeto y del Quinteto. También está el disco grabado en vivo en París en 1977, con Tommy Gubitsch en guitarra. Y Horacio Salgán de los años ‘60: los dos discos con Edmundo Rivero y otro instrumental, con la orquesta.
En el ciclo Música al mediodía del San Martín, Fischerman da rienda suelta, a través de grabaciones, a un heterogéneo arco musical que de algún modo lo define. Se hace en el hall del teatro, de martes a viernes de 13 a 14.30. “Es como si fuera un programa de radio. Paso cositas de dos o tres minutos... Suelo tener un eje como pretexto. Puede ser musical o no. El eje puede ser el Contrapunto, El mar, Solos o La risa.
¿Qué pasás?
–De tango hasta Schumman para piano, del Cuarteto Santa Ana a Pink Floyd. La otra vez pasé a Hank Jones tocando spirituals pegado a Hilda Herrera haciendo Yupanqui. Es bien variado. A veces el solo hecho de escuchar una música fuera de contexto produce un efecto diferente. Si escuchás al Cuchi Leguizamón en un programa de folklore escuchás una cosa, pero si lo hacés entre las “Petrushkas” de Stravinsky seguido de Thelonious Monk escuchás otra cosa bien diferente. Es como poner un cuadro sobre una pared amarilla y después ponerlo sobre una pared roja. Se ve diferente. Está bueno el ciclo. Provoca a la gente a buscar, a descubrir.
Es la idea de la música como algo colectivo.
–Exacto. Y la idea de reivindicar la curiosidad. Es la mejor forma de aprender. Yo soy curioso, reivindico la curiosidad y me gusta estimularla.
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