Dom 18.09.2011
libros

Sombra terrible

Con motivo de los doscientos años de su nacimiento, pero, sobre todo, para celebrar y discutir su notable vigencia política y literaria, se realiza hasta el 4 de octubre, en la Biblioteca Nacional, una muestra biblio-hemerográfica sobre Domingo Faustino Sarmiento. Mesas, exposiciones permanentes de dibujos y textos, debates y conferencias que se inauguraron esta semana con la presencia de Horacio González y Ricardo Piglia. Radar reproduce las exposiciones de ambos intelectuales, traza una crónica de la velada y ofrece una agenda de actividades para pasarse un mes a plena civilización (y barbarie).

› Por Juan Pablo Bertazza

En la inauguración de la muestra sobre Sarmiento que tuvo lugar el lunes pasado en la Biblioteca Nacional con motivo del bicentenario de su nacimiento (él mismo gustaba decir que se contaba entre los primeros argentinos), flotaba como un fantasma una idea algo abyecta que expositores y concurrentes parecían compartir, aunque nadie terminara de formular de manera explícita. Una idea que, en cierta forma, fue sugerida por el director de la Biblioteca, Horacio González, no bien tomó la palabra, al decir con acierto que todos alguna vez pronunciamos su nombre, con admiración algunas, con fuerte rechazo otras, pero, que sin lugar a dudas, la tarea de la Biblioteca Nacional es justamente ésa: formular las preguntas pertinentes en torno de una figura tan grande y tan polémica.

Esa idea implítica también fue atendida y esbozada en la brillante exposición de Ricardo Piglia al expresar, en resumidas cuentas, dos paradojas. La primera es que quienes mejor supieron leer a Sarmiento no fueron sus presuntos seguidores, aquellos que lograron congelarlo en una infructuosa canonización en aulas y manuales escolares, sino justamente sus detractores, los malditos nacionalistas. La segunda paradoja, tal vez más importante, tal vez aun más polémica, es que a Sarmiento –el fundador de aquella antinomia que, a su vez, fundó y fundió nuestra nación (civilización y barbarie)– acaso le atrajera demasiado esa misma barbarie de la que despotricaba en sus originales libros (sobre todo Facundo y Recuerdos de provincia) y en sus tan literarias epístolas. Además del texto que tenía preparado, Piglia sorprendió al público del auditorio Jorge Luis Borges, al aportar algunas anécdotas divertidas (Sarmiento fue uno de los primeros en tener línea telefónica y, sin embargo, solía escribir extensas misivas comentando sus brevísimos diálogos telefónicos), propuestas interesantes (habría que publicar en breve una edición con las cartas completas de Sarmiento, algo que sería excepcional y que hasta el momento sólo existe de manera dispersa; a lo que Horacio González respondió con una lacónico: “El Estado ha escuchado”) y hasta una teoría temeraria según la cual Sarmiento forma parte de la tríada de escritores locos argentinos, que completan Roberto Arlt y Macedonio Fernández.

Hubo, en efecto, mucha participación por parte del público en esta inauguración: algunos formulando interrogantes realmente valiosos como, por ejemplo, la duda acerca de si Sarmiento había efectivamente enviado la totalidad de las brillantes cartas escritas, otros denostando su figura por evidentes razones políticas y alguno reclamando su escasa presencia en los festejos por el Bicentenario de la Patria.

Lo cierto es que las dos horas que duró la presentación sirvieron para demostrar una vez más la indudable actualidad de Sarmiento, una vigencia que responde a su doble figura de político y escritor. No sólo por el hecho de ser la persona con más nombres asignados en la ciudad de Buenos Aires sino también porque su figura, tal vez como ninguna otra, interesa y cala hondo en los argentinos. Y lo más atractivo es que su actualidad, además, presenta una gama notable que va desde el hallazgo literario en el sótano del edificio de la SADE en la calle Uruguay, en el que, entre documentos de varios autores, se localizaron cartas inéditas del sanjuanino escritas desde Nueva York durante su función de embajador en Estados Unidos antes de ser presidente, hasta su inesperada presencia en los programas de chimentos. Y ésa es justamente la idea que nadie se atrevía a formular directamente en la inauguración de la muestra de la Biblioteca Nacional, aunque permanecía flotando en el aire como un silencio incómodo y denso, algo que tal vez no pudiera formularse en un ámbito como ése.

Hace dos años, la figura de Sarmiento alimentaba, efectivamente, los programas de chimentos –un extraño logro que prácticamente ningún otro prócer podría ostentar– con una información revelada en el libro de Federico Andahazi sobre la sexualidad de los argentinos, generando un verdadero revuelo mediático. Sarmiento, el padre de las aulas, Sarmiento inmortal, el adalid de la educación era, además de un fanático de las orgías, el primer importador oficial de éstas a nuestro país, cuando durante su cargo de embajador en Chile fue enviado por el gobierno de ese país a Europa, para informarse acerca de las nuevas estrategias pedagógicas en el Viejo Continente. En esas boletas de gastos, entre algunos items como “café”, “cenas”, “ristreto”, “paseo”, “retrato de su santidad” (este último durante su visita al Vaticano), había otro que decía rotundamente “orgías” y que quería decir precisamente eso.

Por supuesto, estas declaraciones y estos hallazgos generaron diversos debates y discusiones y papelones televisivos en los cuales, entre otras cosas, se trataba de explorar los límites del chimenterío histórico. Pero hoy, que se cumple el bicentenario del nacimiento de uno de los padres fundadores, estas informaciones no valen tanto por su amarillismo como por lo que pueden aportar a una discusión que, con muchísima más altura, propusieron Horacio González y Ricardo Piglia; acaso Domingo Faustino Sarmiento, tal como explican los psicoanalistas de esas personas que critican en los demás lo que ven en ellos mismos, se viera muy identificado con aquello que él calificaba de barbarie, y acaso sea cierto aquello que alguien supo atisbar: tal vez lo que Sarmiento veía en Facundo no hablara tanto de Quiroga como de sí mismo.

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