› Por Horacio Gonzalez
En la polémica entre Alberdi y Sarmiento, en 1852, hay una frase del primero que produce una puntada en el corazón. Imputándole a Sarmiento su alejamiento irresponsable de los cánones de la generación del ’37, escribe Alberdi: “Digo nosotros, porque los tres redactores de esa creencia –el Credo de la Asociación de Mayo– se hallan en el campo que usted combate. Echeverría no vive, pero su espíritu está con nosotros, no con usted, y tengo de ello pruebas póstumas”. Al que no menciona por el nombre es a Juan María Gutiérrez. En cuanto a Echeverría, su espectro condenaba a Sarmiento. A la luz de su biografía, de sus escritos, de las interpretaciones posteriores y de una polémica que no cesa, a Sarmiento puede considerárselo como aquel que rompe siempre un nosotros. Su figura está conformada por numerosos pliegues contradictorios entre sí, pero el complejo resultado final es el de la fundación de una individualidad posesiva, absolutista con su autoconciencia y presa de la difícil arrogancia del eximio escritor. Es sin duda el fundador de una escritura nacional y de una construcción de su propia biografía en el mismo acto de proceder a la polémica, de ser polémico en su misma esencia. Las polémicas fundan naciones. Y en el caso de Sarmiento, fundan un tipo específico de burgués que organiza su pensamiento y su ética personal alrededor de la confianza productiva de sus medios de expresión. Por eso, Alberdi –un tipo humano antagónico, refinadamente doctoral– clava un estilete que cree definitivo. Propone un Sarmiento apóstata, arbitrario, indiferente a los fantasmas del pasado que aparta de sí con exorcismos y caprichos de alta factura literaria.
Su espesura existencial nunca estuvo al margen de esas quebraduras anímicas que siempre están presentes en los movimientos de su escritura, y que hacen del Facundo un escrito desmesurado que todavía nos sorprende. Como indicio de su genialidad, contiene todos los principios capaces de negarse a sí mismos con la misma vehemencia con que se los afirma. “Facundo es usted”, le había enrostrado Alberdi en el ápice de aquellas polémicas que figuran entre las más importantes que ha habido en el país entre dos escritores políticos. La sospecha de que, en ciertos aspectos, sus demoledores ataques contra la “barbarie” son parte ineluctable de su secreto núcleo anímico. ¿No fue siempre éste el corazón de las mejores interpretaciones sobre su obra? Saúl Taborda lo sugirió en sus trabajos sobre lo “facúndico” en la historia argentina y en sus extraordinarias Meditaciones de Barranca Yaco.
Aun en la biografía del Chacho Peñaloza, que es una pieza literaria y sociológicamente sutil, en donde todavía perduran sus dotes de escritor romántico, queda todo coronado con una apelación a lo que hoy llamaríamos “doctrina de la seguridad nacional”, violentamente formulada. Son tramos que parecen un inicuo injerto en un escrito que parecía contener una pintura con ciertos pigmentos románticos de ese caudillo en cuyo asesinato había participado activamente. Algo se le escapa a Sarmiento cuando escribe, y lo que se escapa, como una astilla incontenible, es el átomo esencial que Sarmiento mismo contiene, su convicción de que hay que destruir la barbarie, sin que a un tiempo nunca deje de intuir que esa destrucción a él mismo le atañe. Lo que se desprende de Sarmiento es un Sarmiento que desmiente la interpretación compleja de su escritura para conformarse con una interpretación simplificadora, no pocas veces policial. Por eso no hay balance de Sarmiento sino un Sarmiento siempre balanceándose. Personaje insostenible bajo su propio aspecto de burgués que arrasa para construir, su alma fáustica lo lleva a crear una literatura esencial –y quizás funda así un trazo perdurable de la literatura nacional–, cuando percibe que lo que tiene entre manos es la negación de lo mismo que a él lo contiene.
Para enfrentarlo con sentido justo a su figura, hay que cotejar textos, revisar incongruencias y saludar esos poderosos escorzos literarios. Sus maneras expresivas son las que nos llevan inevitablemente a seguir pensando la relación entre literatura y violencia en la Argentina. Sus exquisitos recursos de escritor no lo eximen de la gran cuestión argentina: la vigencia de una forma culturizante que mal escondía su barbarie, y luego de una barbarie que había tomado, en excesivos y terribles momentos de nuestra historia, el nombre de civilización.
El Facundo, con sus grandes alegorías sobre “la tintura asiática” de la llanura argentina, es un monumento perenne, superior a muchos himnos y blasones. Es la protoforma de nuestra lengua, el anuncio de problemas irresueltos, la promoción misma de los elementos en que puedan basarse quienes quieran condenar a Sarmiento o colocarlo como un indicio de nuestras insatisfacciones más vivaces, muchas de ellas ligadas a problemas aún pendientes que él trató con su acostumbrado estilo vehemente, torrencial. Su última gran obra, Conflicto y armonías de razas en América, aunque poderosa en su escritura y razonamientos, es totalmente injusta con las etnias americanas y bordea una raciología científica que anuncia oscuros momentos futuros en relación con el tratamiento de la vida social popular. Hambriento de analogías –en el Facundo con el romanticismo orientalista, en Conflicto y armonías... con el cientificismo que pretende extraer de consignas bíblicas–, Sarmiento va desde el análisis político a partir de las indumentarias o los colores, a la odiosa prefiguración de un darwinismo social.
Sarmiento escribe como un litógrafo (antecedente de las aguafuertes) y piensa la política a través de desdichadas intervenciones sobre los modos culturales que sostuvieron montoneras y caudillajes populares –esa más que tolerancia suya hacia los actos sanguinarios con que propuso muchas de sus alegorías civilizatorias–, para que también sea necesario aclarar de inmediato que en el Facundo, en Viajes o en la polémica con Andrés Bello se hallan los síntomas más sorprendentes de una gran empresa literaria que, de desaparecer, haría desaparecer los cimientos intelectuales de las naciones mismas.
Al último Sarmiento le preocupan las pérdidas de territorio y las razas originarias. Lo primero debido a la preponderancia de la intranquilidad social que introducían las segundas. Cae así en profundos errores. Es al “conflicto de razas” al que se le atribuye la responsabilidad de la pérdida de territorios, en una hipótesis absolutamente descabellada que lo desmerece y que lo pone a la par de los despuntes primeros de un surgimiento del racismo contemporáneo. No lo consuma. Porque es Sarmiento. Porque es un escritor magnífico. Y porque su tiempo se agotaba. La sombra de Echeverría lo perseguía. No le importó. Decidió perseguir él la sombra de Facundo. Rasgo metodológico esencial de sus escritos y biografía, la persecución de un destello enigmático y velado en una historia es aquello en lo que él mismo se ha convertido ante sus lectores contemporáneos, imposible de ser despojado de la memoria que acosa nuestros más graves horizontes de actualidad.
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