Dom 09.10.2011
libros

El chico que miraba

Se publica El niño, el libro póstumo del poeta y narrador Daniel Muxica.

› Por Susana Cella

No es fácil escribir desde el lugar de la infancia; el peligro suele ser que una interferencia –la del adulto y su perdida inocencia– borroneen la vieja huella. Pero, desde luego, quien escribe lo hace en un acto de pura reminiscencia para dar con los vestigios del tiempo inexorablemente perdido. Y además aquí, con el no poco importante agregado de que se intenta simultáneamente el ensayo, tanteo y reflexión sumados. Y asimismo, cabe la irrupción súbita que permite captar algo, conocerlo, visiblemente la epifanía con que se inicia el libro, la imagen de un nacimiento con la celebración de la figura materna “agonía del útero rojo del eco...”.

Inaugural escena que preludia los cinco “ensayos”. Cada uno, pautando el conjunto, a modo de estaciones, como una especie de baúl de tesoros preservados, contiene retratos del álbum familiar donde la continuidad en el tiempo y los lazos de parentesco forjan una historia única y a la vez compartible, cuando se evoca por ella a la propia familia, esa que, en la enseñanza del bisabuelo del chico observante, es “una suposición”, no sólo porque es un supuesto ineludible sino también porque la familia da lugar a la conjetura, las varias que emergen en esa vuelta a lo que sigue estando nítido en la memoria y se va detallando, en una suerte de desmultiplicación del conjunto diverso: tíos, primos, abuelos, nuera, sobrinos, hermano, padre, madre, nietos, bisnietos, suegro, novio, parientes de España.

La relación, las relaciones familiares, como se insinúa en el epígrafe de Occam, “no es algo distinto de los absolutos”, porque lejos de un mero anecdotario, los versos enlazan indisolublemente la curiosa contemplación infantil con hondas sabidurías que brotan de episodios cotidianos. Y esto no sólo se da por la feliz combinatoria de citas filosóficas o literarias –por ejemplo, la nuera y Kant–, sino, sobre todo, por la textura de los versos, su elaborada sintaxis, cierta extrañeza que brilla por contraste ante, valga la palabra, la familiaridad: “Nada sabe el niño de la evolución de los organismos vivos/ ni de que pueden extinguirse// mide la altura del paquidermo/ por el hueso que va de la cadera a la rodilla, /igual a la distancia entre el puerto del que partió,/ afónico y gemebundo,/ en el retroceder de la bruma hasta esa casa// intermediaria de causa y efecto/ puerto y casa,/ fue la atmósfera neumática/ que lo obligó a contrarir la libertad física/ donde tiene fin el día del comienzo...” (de “La metamorfosis del paquidermo familiar”).

Narración y argumentos condensados en cada poema, a través de los perfiles de tantos hombres y mujeres ligados a la experiencia del niño revivido por el hombre que bien conoce un tránsito y desenlaces. Por tanto, no es solamente un presente del pasado forjado en cada imagen, sino también la línea irreductible del tiempo (...”todo es más ostensible cuando pasan los años”) que como a cada integrante, afecta también al conjunto entero: “La familia es un mosaico de intestinos, brazos/ vientres, manos, hígados, cerebros, corazones/ y otros objetos mecánicos y sensibles/ que contradictoriamente se someten a la autopsia/ de quien la abandona/ produciendo un corte cirujano”. El remate de este poema (“El tío anatomista”) parece cifrar el impulso que late en todo el texto: “cierta congoja le indica al niño/ que es imposible calcular aquello/ que se solicita y se excluye mutuamente”. No otra cosa que ese intento parece ser esta conmovedora y lúcida escritura.

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