Osvaldo Aguirre y una nueva serie de cuentos donde la aspereza y la soledad marcan el destino de sus personajes en una ciudad que siempre estuvo cerca: Rosario a fines de los ’80.
› Por Gabriel D. Lerman
No es habitual que un libro de cuentos encuentre ese pegamento interno, fronterizo, que directa o subterráneamente liga a un relato con otro hasta sentir que cada pieza está construida con consistencia sobre un fondo palpable. Porque no es lo mismo una antología que una selección de un grupo de cuentos. El primer caso porque es lo más parecido a un grandes éxitos, donde prima la heterogeneidad y el destacado; el segundo porque es una parte buena de algo mayor que no lo es tanto, o donde queda la sospecha de que sobrevive un afuera deliberadamente separado. En cambio, el libro de cuentos como forma orgánica, como conjunto ficcional que si bien reside lejos de la novela se hermana con el largo aliento en el sentido de que existen marcas, huellas, aspectos de un tinglado que sostiene un fondo común de intereses, de murmullos. Y pocos libros consiguen esto. Los cuentos de la oficina de Mariani pueden acercarse, lo mismo que Bestiario o Final de juego de Cortázar, lo mismo que Ejércitos imaginarios de Fogwill. El año del dragón, de Osvaldo Aguirre, cumple de antemano esa condición de unidad narrativa, pero además trae consigo varias etiquetas que lo llevan directamente a un lugar de importancia en el panorama literario. El autor es rosarino y sus relatos, sin obsesión cartográfica ni pretensión insular, transcurren en esa gran ciudad argentina, que entra y sale de las hojas de novedades y por épocas se luce por la trova, por el fútbol, por Fontanarrosa, por Fito y Olmedo, por el socialismo ordenado o por el Chivo Rossi. Pero la Rosario de Aguirre es una Rosario áspera, nocturna, anterior, de policías y dealers, de faso y merca, pero sobre todo de soledades amasadas en diarios de provincias, en barrios que se comunican con colectivos que a cierta hora ya no pasan o no paran, en noches donde la policía acecha sin piedad, fingiendo gobernar relaciones humanas sin remedio que pelean espartanamente. Son la segunda parte de los ‘80, el declive democrático, el fin de las militancias y el pase a retiro de otra juventud. Los protagonistas de Aguirre son desesperados asumidos, gente sin rumbo que disfruta de lo que tiene a mano, que no se pregunta por un más allá incierto o no cree que exista algo más que ese presente en el que viven. No se trata de una apología del reviente, por el contrario, sino de una microscopía de la vida cotidiana donde, si bien está en primer plano, lo que importa no es comprar y fumarse un porro sino las personas de carne y hueso que lo venden y consumen. En tal sentido, lo que logra Aguirre es una antropología desviada de jóvenes desligados de la política, pero con una lucidez social enceguecedora, periodistas alienados que disfrutan de un pequeño mundo donde la chica del bar de la esquina que toma los pedidos puede cambiarles la vida. Es el instante posterior a la última derrota, pero sin melancolía sino con ecos lejanos de Frank Zappa. Hay quien arma porros con el papel de un periódico trosko porque es un buen papel, y hay quien puede reunirse en grupo a leer Las enseñanzas de Don Juan. Hay quien puede armar un desbarajuste vecinal por encerrarse a fumar porro y, perseguido, arrancar unas plantas de marihuana traídas de Colombia y cultivadas en el fondo de la casa. Hay un policía gordo que le pega a su mujer y simboliza la herencia de una dictadura que no termina de irse y un forreo social de baja estofa que no deja en paz. El cuento “Todo lo que sabemos de Débora” amerita un subrayado extra, ya que ofrece varias capas: ella y su mirada embriagadora, la redacción del periódico en medio de un ajuste, despido de personal y persecución laboral, el ambiente opresivo y misógino, la nada de ver pasar el tiempo a través de cables, testimonios y titulares.
Según el zodíaco chino, el dragón es una criatura mística asociado con la salud, la fuerza, la armonía y la buena suerte. Es, junto con la serpiente, quienes conservan un halo de respetabilidad, de buena fortuna y templanza. Esa referencia es doble: por el año 1988 y porque esa fuerza del dragón, fortalecida por una interpretación doméstica y fragmentaria del evangelio oriental, es la que vive en los personajes de esta Rosario de Osvaldo Aguirre, que no están felices pero disimulan bastante bien, con corajudo estoicismo, su sufrimiento. Una ciudad mostrada con una potencia original y cautivante.
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