¿Qué puede pasar con más de cien chinos confinados en la Italia fascista en manos de un escritor francés? Un ejercicio de escritura objetivista en el marco de una novela histórica.
› Por Fernando Krapp
Son muchas las tentaciones que pueden tergiversar las intenciones primigenias de un novelista. Tentaciones que el joven escritor y biólogo francés Thomas Heams-Ogus, en su primera novela, que lleva el poco riguroso título de Ciento dieciséis chinos y algunos más, trata de evitar sutilmente. Evitar entonces una tentación puede elevarse como un estandarte de ética literaria, pero puede también, y por las mismas razones, jugar en contra, y ostentar como resultado un relato acartonado, acotado en los límites de su propia represión.
La tentación más fácil que salta a la vista, después de ojear la contratapa, es el melodrama. Ciento dieciséis chinos y algunos más es en definitiva una novela histórica. Ambientada en Abruzos, cerca del Gran Sasso en la Italia de Mussolini, entre 1941 y 1943, plena Segunda Guerra Mundial; Thomas Heams-Ogus narra el confinamiento de una comunidad china (de ciento dieciséis y algunos más, para ser precisos) hacia la península itálica. Las razones que movilizan al Duce a realizar semejante operación son tan oscuras como irrisorias; los chinos representaban una amenaza para el régimen y Mussolini decidió usarlos como mano de obra en un campo de concentración. El dato en concreto, ante la megalomanía de la llamada Historia con mayúsculas, pasaría desapercibido si no existieran los novelistas siempre ávidos de detalles temporales y recovecos históricos anecdóticos para meter las manos ahí y proclamar esta historia es mía.
La tentación, como dijimos, es el melodrama. Contra todo lo que se pueda esperar, el relato de Thomas Heams-Ogus no revela la psicología de esos chinos replegados en el confín de Europa, es decir, no ahonda en sus relaciones para ver qué les pasa, sino que la prosa se regodea con el añorado objetivismo francés y se vale de algunos recursos descriptivos del nouveau-roman para sobrevolar sobre las vidas de los chinos mientras los días pasan. Como los narradores de Allan Robbe-Grillet, el encargado de contar la historia de Ciento dieciséis chinos... poco tiene de omnisapiente y mucho menos de omnisciente; se escabulle entre las acciones de los chinos sin revelar sus intenciones, bordea las superficies de las vidas de sus personajes quienes trabajan en silencio día y noche sin cuestionar siquiera el destino de su confinamiento, mantiene la distancia afectiva necesaria para convertir su relato en una reflexión sobre del desarraigo y el absurdo: su narrador es como un titiritero cuyos hilos se han desgastado y ahora desencantado se rinde a observar y contemplar las acciones muertas de sus muñecos.
Un narrador que no se mete en la piel de sus personajes termina sobrevolando la narración y puede caer en otra tentación: la alegoría. Albert Camus cayó ante semejante tentación cuando pasó de su escritura “blanca” de El extranjero a la hiperbólica La Peste. La alegoría tiene mala prensa como un relato que camufla demagógicamente un mensaje moral (más moralina, en verdad). Thomas Heams-Ogus, al rozar temas como el confinamiento, el encierro o el desarraigo, parece acercarse a la alegoría en más de un pasaje, cosa que convertiría a su relato en una suerte de justicia poética contra el olvido histórico. Sin embargo, se mantiene fiel al cuidadoso bordado de su forma y así como el silencio anuda los movimientos laboriosos de sus chinos perdidos, un hecho fortuito, hace que no exista posibilidad de resolución más allá de la disolución vacilante del propio relato, y convierten a la novela en una reflexión sobre la propia escritura.
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