Domingo, 13 de noviembre de 2011 | Hoy
La obra de Nicolás Casullo era sartreanamente bicéfala: por un lado, el intelectual que intervenía con ensayos y artículos en la discusión de las ideas y de la política; por el otro, el escritor de novelas realistas. Pero tras su muerte, ha aparecido un tercer Casullo: el de la novela Orificio. Escrita durante los ’90, ambientada en una Buenos Aires post-derrumbe, moviéndose entre las facciones de la ciudad y las esquirlas de un lenguaje estallado, y publicada ahora por la flamante editorial Astier, el libro no es sólo un presagio áspero e inspirado de la hecatombre, sino también un anticipo inesperado de la reconstrucción.
Por Horacio Gonzalez
Se lo escuchaba decir muchas veces a Nicolás Casullo la palabra “pesadilla”. En realidad, rondaba alrededor de un concepto: lo pesadillesco. Esta novela, Orificio –novela extraña, que gira alrededor de un punto fijo, acumulativo–, es el relato de una pesadilla. Buenos Aires aparece como una zona arcaica de la memoria, una zona sin tiempo ni razón, donde ha ocurrido un cataclismo que no puede nombrarse. Apenas se perciben efectos, destellos parciales de un gran siniestro cuya causa se ha perdido. Los barrios, las calles, todo es familiar, con intersecciones conocidas –Córdoba y Maure, Avellaneda y Cucha Cucha–, pero al haberse trastrocado la historia con una gran devastación, sus habitantes pertenecen a tribus místicas o alquímicas, que en realidad son pedazos rotos de una lengua extinguida. Orificio es una novela sobre un lenguaje que se ha extraviado y del que restan algunos detritus que ahora –en un tiempo inconcebible, ignoto– dan nombre a personas y agrupamientos de sobrevivientes.
Hay un gesto conocido del Casullo novelista, que es la aglutinación de capas de sentido hasta lograr un resultado abrumador e intolerable, que mantiene permanentemente una cuerda graciosa. Es la gracia barroca de Casullo, su chiste programático: describir por saturación, proceder por exuberancia y darle un aspecto absurdo a la superposición de redundancias. “Se generalizó la construcción de catacumbas, los crecientes incendios edilicios, costumbres neoantropofágicas, la inmolación de niños y enemigos en antiguas salas de cine, el ametrallamiento de transeúntes entre sí, el cuentapropismo en la rama de enterradores y sepultureros, los efectos de las nuevas tecnologías en las relaciones sexuales de los agentes con animales caseros y de granja, las peregrinaciones por las cloacas, la permanente violación anal de encuestadores, el libre albedrío y el libertinaje en los cultos de la santa Tarca que nos protege.” Hojas de un mito que se ha enloquecido a sí mismo y emite apuntes sueltos de un antropólogo exasperado e hilarante.
En La tierra baldía escribió Eliot: “El dosel del río se ha roto: los últimos dedos de las hojas / se aterran y se sumen en la húmeda ribera. El viento cruza, silenciosamente, la tierra parda. Las ninfas se han marchado”. Casullo no puede filiarse fácilmente en la novelística argentina. Su norma es la poética de la destrucción del lenguaje captada en su esplendor jubiloso. Sin tomar ese lirismo de mago cuidadosamente burlador de Eliot, Casullo usa también el recurso de la hecatombe mítica captada por hombres barriales, con algo marechaliano que subsiste como grano último de sus alegorías del quebranto.
Es Buenos Aires como tierra baldía, con los barrios que conocemos, de los que solo queda el nombre pero recorridos por conciencias ruinosas que perdieron su nombre y adquieren una función que los llama: Orificio, el protagonista, alude a las dificultades de la memoria, el extravío de un sentido real de su presencia en el mundo, el agujero por donde se escurre toda la masa existencial disponible y el acto de cacería con el que ametralla la realidad en atmósferas desprovistas de significado. Su función es la de producir la excavación, el pozo negro del relato de Nicolás.
¿De que trata Orificio? De lo que admite la versión apocalíptica de una Buenos Aires desolada: la función de Orificio. Es la de seguir perforando la capa idiomática de la ciudad con astillas sueltas de la memoria. Para Casullo la memoria alude a un pasado en estado mítico que alguien se desespera en evocar y solo consigue fragmentos perdidos que lo llevan a la melancolía. Sus ensayos tratan ese tema exclusivamente. Sus novelas también. Y Orificio, escrita vaya a saberse cuándo, se convierte ahora en una publicación póstuma, como sosteniendo con un puntillazo final toda su obra. Surge de esta novela el desencanto con el lenguaje argentino que solo sienten los escritores sugestivos, porque así se lanzan a reconstruirlo a partir de un sarcasmo superior. En medio de un recorrido por una ciudad irreal, como si fuera la de Madame Sosostris, con tiroteos, incendios, bombardeos, dioses oscuros, hechiceros en desvarío, alquimistas fantochescos y sexopatías infames, lo que se pone en juego es el presente de una ciudad, vista a través de sus sueños destrozados.
Toda utopía –y ésta de Casullo satura la idea utópica hasta un extremo inconcebible– surge y muere con una idea del presente. El presente de Orificio solo tiene el oído puesto en las conversaciones de este tiempo. Se entrelazan de una manera fantasmal, como palabras ya acontecidas y que, perdidas para siempre, se burlan de los hombres reapareciendo a través de señales equívocas y solicitando ser tratadas como religiones muertas pero amenazadoras. Casullo pensó de este modo las cosas para poder ser un hombre activo al servicio de una esperanza que por pudor no se permitía exhibir plenamente. Prefirió hacerlo a través de historias desvanecidas de las que quedaban palabras sueltas.
Orificio se encuentra ante unos papeles que hablan de “unitarios, federales, gobiernos conservadores... peronistas, montoneros, desaparecidos, CGT y Unión Industrial... caos y anarquía, globalización, el país roto...” La novela de Casullo está concebida como la búsqueda de un imposible relato contemporáneo, visto desde un tiempo donde todo ha ocurrido y a partir de un personaje que encarna la función de una memoria macedoniana, un juego de injertos extemporáneos que en Casullo aparecen no con el humor complaciente del autor de Papeles de Reciénvenido sino con una socarronería dolorida: “te compaginaron a jeringazos una historia de guerrero cazador”, le dicen a Orificio. Libros, papeles, misteriosos escritos se mencionan continuamente en la novela. Es que si de algo trata Orificio es de las prácticas intelectuales y culturales que conocemos y que son consideradas por Casullo con un jocoso modo despiadado. Había creado un sentimiento de inmolación para juzgar jergas, lenguas dominantes, hábitos discursivos. Todo deriva en sectas urbanas, en una ciudad arrasada, sacudiendo al lector con una probable y secreta ética reconstructiva.
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