Escrito a mediados de los años ’80 y sólo conocido por su circulación entre amigos y colegas, La manía argentina es parte del legado del ensayista Carlos Correas, una de las figuras más secretas y al mismo tiempo emblemáticas de la tradición de Contorno. En la línea de Operación Masotta, Correas se muestra aquí como un temible polemista, sobre todo en la discusión sobre los temas políticos argentinos. Este rescate de las universidades de General Sarmiento y de Córdoba permite recordar el perfil de un escritor solitario y a la vez entrañable para quienes lo frecuentaron.
› Por Facundo Martínez
“Nunca se muere a tiempo, y toda muerte y toda existencia no deja de ser un enigma” escribieron Jung Ha Kang y Eduardo Rinesi en El Ojo Mocho, a propósito del legado que dejó el filósofo y ensayista Carlos Correas, suicidado el 17 de diciembre de 2000. Y así como uno no termina nunca de nacer, tampoco muere en su último gesto, o, en todo caso, parafraseando al propio Correas, en una sentencia a las claras macedoniana, uno no muere para sí mismo, sino simplemente para el otro. La publicación del libro La manía argentina por parte de la Universidad Nacional de General Sarmiento es una prueba de ello. Correas vuelve, con el sutil poder de su crítica disolvente, con la potente irreverencia que caracteriza su ensayística.
Correas escribió La manía argentina a mediados de los ‘80, pero hasta esta publicación sólo circulaba a cuentagotas dentro de un círculo pequeño de personas, por lo general amigos del autor. En 2001, El Ojo Mocho le dedicó un dossier a Correas y publicó “Fraternidad Victoriana”, uno de los capítulos que, junto a su Operación Masotta (1991), facilitan el acercamiento al derrotero intelectual de uno de los más refinados exponentes del existencialismo porteño, que tuvo su lugar de encuentro en la revista Contorno, fundada por los hermanos Ismael y David Viñas, y que nucleó a un interesante grupo de jóvenes escritores, entre los que se encontraban Oscar Masotta y Juan José Sebreli.
El propio Sebreli ahora, junto a Abelardo Ramos y Víctor Massuh, resultan objeto de la crítica vigorosa de Correas. Massuh, considerado por Correas como un “sentimentalista babieca y arbitrario”, a quien no le perdona, entre otras cosas, su papel como “representante” de Argentina ante la Unesco durante la dictadura militar, situación que define como “exilio institucional o diplomático”, es su flanco principal de ataque. Pero antes, Correas se va a encargar de Ramos y Sebreli. El punto de partida será el discurso de las Fuerzas Armadas argentinas durante la última dictadura. Con la fineza propia de su prosa, donde cada concepto es justificado y amparado en un análisis sesudo, Correas se encarga del uso particular de las palabras “guerra”, “subversión” y “terrorismo”. Correas acude a Clausewitz, al idealismo de Hegel y al materialismo histórico de Marx y Engels, para desentrañar y poner en caja las implicancias de un discurso con pretensiones arrolladoras, como aquel del Primer Cuerpo del Ejército que publica el diario La Nación en 1976 y que brama: “Debemos tener en cuenta que no sólo existen en esta guerra dos bandos, uno, el de los argentinos que tiende, mediante el trabajo honesto, a ser orgulloso de su destino, otro, el de la subversión que pretende aplastar la libertad individual creadora, hay un tercero, el de los indiferentes, los que no toman conciencia de lo que ocurre en el país. Al primero debemos honrarlo, al segundo aniquilarlo y al tercero llamarlo a la reflexión para lograr el bienestar común”. Y tras el desmenuzamiento exhaustivo de cada una de las terminologías aplicadas al discurso oficial, salta a la “guerra refleja”, aquella que niega la realidad de la guerra y que es, nada más y nada menos, que la “irrealidad de los intelectuales”.
Es en este momento donde entran en escena Ramos y Sebreli. Correas analizará dos libros: La era del peronismo (1981) de Ramos, y Los deseos imaginarios del peronismo (1983) de Sebreli, que enturbiados por lo que Correas llama “psicosis de guerra” resultan una clara expresión de la manía argentina, en sus vertientes “socialista” y “marxista”.
A Ramos lo despacha más o menos rápidamente. Lo llama burlonamente “pequeño maestro del socialismo” y le critica el uso “candoroso (o malicioso)” del libro Mi testimonio (1977) del general Lanusse, a quien “el anticomunismo, el generalato, las incesantes convocatorias de los jefes del Estado Mayor (...) lo han vuelto lelo, y no inocentemente, para la compresión de la historia”. Sin embargo, más grave que la majadería de Ramos es para Correas el cuadro que presenta Sebreli. Atrás quedan el “noviazgo” y los años compartidos en las décadas del 50 y 60, cuando ambos compartieron aventuras en la Buenos Aires de los bajos fondos, de los paredones interminables y oscuros de Constitución, de la casa materna del propio Correas, las largas discusiones sobre existencialismo y homosexualidad. Aquí la crítica es despiadada. El filósofo Correas se mofa hasta el hartazgo del autodidacta Sebreli, de su escritura tosca y arrebatada, de la imagen que el mismo se construye: “un pensador” que habla desde “una perspectiva marxista”, y no es menos lapidario con el contenido del libro. “Pero allende que Los deseos imaginarios del peronismo sea una miserable bazofia pedantesca, que postula `ayudar’ a las masas en vez de ayudarse en y por ellas para descubrir el real secreto de la opresión y del terror argentinos, encontramos que la disgregación mental, la fabulación y la mentira son los tres mayores síntomas de la psicosis de guerra que tiene curso en el libro”, escribe Correas, y unas líneas más abajo defenestra a su “amigo” como un animal a su presa, desgarrándolo primero, hasta llegar a decir que el resultado de su libro es “una corrupción del marxismo que puede únicamente sentirse impune apostando por la ignorancia del lector”.
Sólo después de delimitar la cancha, los márgenes para la polémica, el autor se va encargar de Massuh, a quien presenta como el principal ejemplo de la manía intelectual argentina, precisamente por la defensa que éste hace de la guerra anti subversiva, a través de “una doctrina que es violenta y de violencia”, ya que “adopta necesariamente el partido de la represión armada contra la subversión”. El comienzo es el número 237 de la revista Sur, “Por la reconstrucción nacional”, posterior a la Revolución Libertadora, en la que Massuh avisa que hecha la “revolución” lo que resta es “una sola tarea perdurable: la educación de las masas para el civismo”. Massuh, denuncia Correas, declama que “la libertad trajo una restitución de la verdad argentina” y reviste así el carácter de “gorila autorizado al cual le es lícita la salmodia: ‘nuestro pasado’, ‘nuestra historia’, ‘todas nuestras esencias’”. Massuh habla de una libertad puesta al servicio de la propiedad. “Las resistencias que es preciso vencer tocan a la formación espiritual del pueblo argentino. Es urgente inculcar que tenemos una historia, un hogar altivo, unos cuantos hombre venerables y un santo fervor que no se han hecho para una minoría sino para todos los hombres y mujeres de nuestra patria. En el mundo espiritual debe encontrar la ciudadanía estable aquel conglomerado humano flotante siempre dispuesto a ceder al hechizo de los caudillos”, escribe Massuh, y Correas le responde: “Educar o moldear a las masas, ya que no aprender de o ser formado por ellas (...) Por lo tanto, si la libertad del espíritu es la finalidad, el resultado es la opresión envilecedora de la mayoría”.
La manía argentina, cuenta además con un interesante prólogo de José Fraguas, de la UNGS, quien bajo el título “Argumentación y disolvencia” presenta al personaje Correas de manera precisa, y recalca entre otras cosas la soledad del escritor. El mismo tema que recoge Carlos Surghi, de la Universidad Nacional de Córdoba, en el epílogo del libro. Por qué, se pregunta Surghi, de dónde la necesidad de leer hoy a Correas y en particular este texto “que es su versión más acabada de la Argentina como problema, como pasión, como destino”. La respuesta es sencilla: “Porque la Argentina sigue siendo esencialmente la misma obstinación que como tal existe en los sueños o en las pesadillas de sus autores; y porque también los extravíos colectivos que discuten su suerte propician la atención suficiente para la vos provocativa de nuestro autor”. Correas, un personaje solitario y desesperado, que a pesar de su viejo traje azul, su sordera, y las gruesas lentes a través de las cuales apenas se podían adivinar sus ojos, cautivaba con sus extensos relatos sobre aquella época de la que fue protagonista, entre Sartre y el peronismo silenciado, relatos que se multiplicaron hasta aquel día en que la soledad pudo más.
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