Antes del prestigio de El testigo, Juan Villoro dio a conocer Materia dispuesta, la historia de un padre poderoso y un hijo apocado que más bien se deja vivir.
› Por Laura Galarza
A Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) se lo podría definir como un trabajador de la literatura. Prolífico y disímil, abarca géneros que van desde la novela, el cuento y el ensayo, a la crónica y la literatura infantil. Profesor en universidades como Yale, fue traductor de obras en alemán y en inglés, jefe de redacción, condujo programas de radio, fue agregado cultural. Y más: cliqueando sobre un llaverito en forma de pelota, en su página oficial, se accede a crónicas de fútbol: partidos, jugadores, técnicos y pases de todo el mundo analizados a la luz de George Steiner, Oliver Sacks y Onetti. Hoy, sin ir más lejos, se puede ver en Buenos Aires su obra de teatro Filosofía de vida, adaptada y dirigida por Javier Daulte.
Materia dispuesta es su segunda novela, aparecida en 1997 y editada recientemente por Interzona y anterior a El testigo, con el que ganó el Premio Herralde 2004. Definida por el mismo Villoro como una novela de aprendizaje, es un viaje por la vida de Mauricio Guardiola, apodado Panza, desde niño hasta que se hace hombre. Y ese recorrido se hace a la luz (¿o a la sombra?) de su padre, Jesús Guardiola, un arquitecto de vida errática que lleva a su hijo a lo de sus amantes. El niño se hamaca en el jardín, a veces le toca oír, otras, ver. De vuelta a casa el pelo mojado de su padre se va secando por el camino. De modo que a la culpa ancestral de ser hijo, a Mauricio Guardiola se le suma la de haber sido cómplice de su padre. Y eso marcará su vida. “Tu vacío ocupa mucho espacio”, le dice alguien en un sueño al final de la novela.
El resto del mundo de Mauricio se completa con una madre desdibujada y sin agallas que “desplaza sus sufrimiento a la mente de los otros” y que como única forma de comunicación con su familia, escribe frases que pega con imanes en la heladera: “Desordenar la casa es destruir la vida”, “La desgracia nunca viaja sola”. El resto del elenco: su hermano, que hace de contracara como el hijo no elegido; un amigo universitario, comunista y homosexual; y un tío vicioso que lo inicia en los negocios, la noche y las mujeres. Y en cada capítulo, alguna de las formas del amor. El primero y eterno: Verónica, su vecina, que de niña es atropellada por un auto delante de Mauricio, queda en coma hasta su adolescencia y su padre va midiendo cuánto crece.
Mientras su padre se convierte en un arquitecto exitoso, deja a la madre, se vuelve a casar, salta de estrato social, Mauricio no pega una. Como si por mirar al padre, estuviera desatento. ¿Novela de iniciación o la novela del padre? Mauricio nunca logra tomar las riendas de su vida, se deja arrastrar por las circunstancias, es para los otros “materia dispuesta”: se sube al auto de un desconocido y tiene sexo por primera vez, asiste a reuniones del Partido Comunista sin llegar nunca a serlo, se convierte en actor después de hacer un bolo. “Sabía que la forma que tenía de salvarse, de salir mentalmente de allí, era asumir un temor mucho más profundo, la certeza que lo perseguía en los últimos meses: el muerto que iba a ser.”
Como contracara de esa pasividad, Mauricio es un observador empedernido. Se dedica a ver cómo los otros mueven los hilos de su existencia, de a ratos con larga vista, de a ratos con lupa, pero siempre con una objetividad que congela y hace que por momentos veamos a los personajes como a través de un vidrio, sin alcanzarlos. Tanto, que llega a verse a sí mismo desdoblado. “Yo quería quedarme. Pero la garganta de Mauricio tragaba silencio, rota. Asquerosa. Definitivamente rota.”
Villoro resulta en la ficción un narrador meticuloso y atento al lenguaje. Diferente del de las crónicas y ensayos donde va más al punto, se detiene en cada escena como si deshojara una margarita, cada detalle está cargado de una extrema sensibilidad verbal: “Había puesto a freír especias y escuchaba el chisporroteo como una abstracción fascinante”.
Materia dispuesta se sitúa entre los dos terremotos de México, el de 1957 y el de 1985, en Terminal Progreso, en la afueras de la ciudad, donde se respira aire azteca concentrado y asfixiante. “Casi todo lo que escribo alude a un contexto”, dice. “Me gusta que la historia se enmarque en la Historia.” Y digamos que el piso de Mauricio Guardiola se mueve aunque la tierra esté en su eje. Su padre camina por la casa y la fuerza de sus pasos lo hace temblar, a veces de miedo, a veces de admiración por ese hombre que usa el lado áspero de la toalla para secarse. “¿Me guardas rencor?”, pregunta el padre ya viejo y enfermo al final de la novela. Y el hijo, “hace un silencio suficientemente largo para poner en duda la sinceridad de su no”.
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