Poeta y crítico uruguayo, Roberto Echavarren registra en la formidable Las noches rusas, materia y memoria, un viaje a Rusia iniciado emblemáticamente el 11 de septiembre de 2001. En un libro inclasificable e hipnótico, conjuga testimonios de sobrevivientes al sitio de Leningrado con la vida actual y nocturna de San Petersburgo, la destrucción del socialismo real y la reconstrucción de la generación de artistas e intelectuales más notable que supo existir entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Un viaje al fin de una utopía y también al fin de la noche.
› Por Guillermo Saccomanno
En la mañana del 11 de septiembre del 2001 el escritor uruguayo Roberto Echavarren, a los 57 años, viaja a Rusia. El viaje, desde la partida, tiene un grado notable de audacia. Pensemos en la lengua como obstáculo. Pero para Echavarren no es un obstáculo. Ha traducido con rigor y sensibilidad tanto a Wallace Stevens como a John Ashbery. Y tiene en claro la lengua como toda una cuestión: “Traducir, en mi opinión, es reconstruir el pensamiento del poema. Una palabra mal traducida es un patinaje feo que puede cambiar todo el cariz de un pasaje”. Esta idea de la traducción y el respeto a una lengua ajena opera en su aprendizaje del ruso previo al viaje y en su perfeccionamiento del idioma luego en el terreno. Hay que señalarlo, Rusia no es sólo una gran literatura sino también la promesa frustrada de la construcción de una sociedad más justa, una sociedad que se debatió entre ser europea y el eslavismo atávico, en la que nunca Marx pudo imaginar que se afincaría el fantasma temible que amenazaba Europa: la revolución proletaria. Es decir, la Rusia en cuya búsqueda va Echavarren es un arca en donde se conserva, además de una magnífica tradición literaria, la memoria de una de las historias más heroicas y siniestras del siglo pasado: el sitio de Leningrado. Pero a diferencia del arca de Sokurov, Echavarren no va en busca del tiempo aristocrático perdido, el esplendor imperial, el vals de la nobleza zarista, las reliquias estéticas del Hermitage. El arca de Echavarren contiene el rescate del contrapunto entre lo social y lo particular, partiendo del sujeto. En este nivel, aquello que procura reconstruir es, aunque pueda no admitirlo, en términos de Lucaks, una totalización “novelizada” que da cuenta de la relación entre individuo y sociedad, pero, como no puede ser de otro modo, la totalización sólo puede conquistarla en el presente a través de una fragmentación, recortes, piezas de un puzzle que data la ingeniería social y la negación de la libertad. En este sentido, su búsqueda se presenta como un intento documentado y desolador de lo que no fue, y no fue porque los sueños de la razón engendran monstruos. Además de la teoría de la novela de Lucáks, entre otros derrumbes del siglo XX, hay que tener presente también la caída del Muro de Berlín. Escombros, cascotes. No otra cosa son sus historias tan duras como una pedrada cuestionadora para quienes fueron feligreses peceístas.
El mismo día de su partida de Uruguay, en el taxi que lo traslada al aeropuerto, Echavarren escucha que la radio interrumpe un tema de Lágrima Ríos para dar paso a la información. Dos aviones, en instantes, se han estrellado contra las Torres Gemelas, paradigma de monumentalismo capitalista. Que el viaje de Echavarren a Rusia comience justo cuando el histórico enemigo de la Unión Soviética recibe tamaños impactos le confiere al libro, desde el vamos, un encuadre. Es cierto, los tiempos han cambiado –la caída del Muro, ya dije– y tal vez el enemigo de EE.UU. potencia no es ya Rusia sino el planeta entero. “Los norteamericanos debemos preguntarnos por qué el mundo no nos quiere”, propuso en esos días Norman Mailer desde The New York Times, desafío que no parece haber inquietado mucho al gobierno de su país. Pero volvamos a Echavarren y su viaje a través de Las noches rusas, este frondoso libro. Y si escribo “libro” es porque no quiero encasillarlo como artefacto en una categoría cómoda, ya que Las noches rusas se resiste a la clasificación de mera cosecha de crónicas, inquietud por la estampa, apuntes de flânneur, por qué no, sesgada autobiografía intelectual de quien supo ser catedrático de literatura latinoamericana y comparada en Nueva York. Sin embargo, inclasificable, Las noches rusas es todo eso y aún más. Si bien en la primera línea del prólogo Echavarren declara que “éste es un diario personal”, aunque lo finja en más de un sentido, supera la categorización crítica de un solo género, el diario, y se hibridiza ramificándose también como compendio voluminoso de testimonios, summa de denuncias contra el poder omnímodo del totalitarismo, como colección de horrores concentracionarios, como tributo sentido a la cultura rusa, como collage esporádico de aventuras eróticas gay en subrepticios enganches gay y, acá es donde la escritura de Echavarren se vuelve subyugante, confesión entrecortada y fugaz de estos enganches y, a la vez, minuciosa crónica de costumbres que pivotea sobre la noción de realismo, burlando los paradigmas de lo que pretendió ser “el realismo socialista” y deslizándose con soltura por “el realismo sucio” que propicia una realidad cutre, seres abandonados a un destino desgraciado, léase el Estado soviético, su burocracia inabarcable, lo que queda de su gigantesca sombra filtrándose en los intersticios de lo cotidiano.
Si alguien piensa que exagero, lo invito a que se sumerja en la lectura de uno de los textos más “intensos” (término de moda la “intensidad”, pero raramente encontrado en una práctica escritural) que se vieron por acá. “Me interesaba llegar al nadir del siglo para entender que estuvo en juego, el arrasamiento de ese sujeto-población. Quise saber cuáles habían sido los límites de la entereza en tales circunstancias, qué quedaba de las calidades éticas y físicas, en la prueba de vida de esas personas.” Este es el propósito de Echavarren al entrevistar a “gente anciana, sobrevivientes del sitio de Leningrado y combatientes del frente ruso en la Segunda Guerra Mundial”. No hace falta que el escritor lo advierta: recoge estos testimonios “para que se sepa”. Y acá una Pregunta que no puede pasarse por alto: ¿Que se sepa “qué”? ¿“Qué” es lo que no se sabe ya del terrorismo de Estado soviético, la paranoia instalada en los mínimos gestos familiares, de las atrocidades cometidas en los gulags, el calvario de los campesinos colectivizados, los relatos de antropofagia y la comercialización de cadáveres durante las hambrunas? Nada nuevo si se han leído los descarnados Relatos de Kolima, de Varlan Shalamov, Vida y destino y Todo pasa, de Vassili Grossman, la crónica Imperio, de Ryszard Kapuscinski y ensayos como el de Tzvetan Tdorov, Memoria del mal, tentación del bien.
Si lo que viene a agregar Las noches rusas son testimonios, nunca están de más y bienvenidos sean, pero no arrojan una luz nueva en cuanto a lo histórico y/o anecdótico. Su mérito reside, arriesgo, en otro lado: en una operación literaria tan apasionada como incisiva, siempre tensando el límite del espanto detallado minuciosamente, que pone en tela de juicio la noción de “realismo” siendo, a su pesar y con conciencia de este riesgo, realismo puro. Así como en el porno la representación se basa en la mecanicidad sexual, el efecto que produce la acumulación de horrores de Las noches rusas genera un inquietante efecto similar: el terror desatado de la ingeniería social formatea rutinariamente la destrucción. La humillación que exponen los testimonios de Echavarren, testimonios de la vulnerabilidad física, devienen casi teatralización gore de la violencia más visceral, causando una irresistible atracción morbo que exacerba y retuerce la denuncia. Y es esta seducción del abismo, ver hasta dónde uno puede asomarse al dolor del lacerado y la anulación de la identidad donde salta otro de los elogios que puede hacérsele a Las noches rusas: Echavarren reescribe, a su manera, una literatura rusa que no elude la problemática de la extraterritorialidad. Aquello que podría considerarse exotismo, un uruguayo gay en San Petersburgo, pasa sin escalas a ser auténtica literatura rusa, una lección de estilo que, con certeza, de traducirse al ruso emanará las mismas vibraciones a los rusos que a nosotros las de Dostoievski, esas que aun leídas en segundas traducciones, siguen manteniendo intacta su virulencia. Debo admitirlo: hacía tiempo que no leía un escritor “ruso” tan contundente como Echavarren. Ruso, digo, no por el paisaje, el escenario y los personajes sino por eso que podía ser ruso en Arlt, al análisis del Mal y la exégesis de una pureza nunca del todo extinguida.
Los testimonios de los sobrevivientes al sitio de Leningrado por el ejército alemán (900 días de bloqueo de la por entonces ex San Petersburgo, lo que va desde 1941 a 1944, y que dejó un tendal de más de 1.500.000 muertos según datos extraoficiales, aunque el número es mayor), no son meras grabaciones. Más de un entrevistado por Echavarren le suministra las memorias manuscritas de un pariente (un tío, un padre, un hermano), es decir, una escritura autobiográfica que conjuga tanto la declaración ante la Cheka, el diario íntimo como el legado a generaciones venideras. Echavarren, en su viaje por San Petersburgo y, más tarde, Moscú, no quiere perderse nada: casi con manía ambulatoria ahonda en la curiosidad del viajero fascinado por la arquitectura veneciana bajo la nieve, sus oropeles vetustos con el mismo interés por los ribetes de la anécdota de las víctimas. Quizá la definición de su programa narrativo en cuanto a estilo y propósito pueda cifrarse en un pasaje donde Echavarren narra la visita a un templo: “Desde las alturas una voz solista, fina, de cristal, se balancea en un trémolo, como suspendida de un trapecio; colgada de apoyos inexistentes ondula a lo largo de una nota única, una nota continua que atraviesa todos los demás sonidos. Las variantes melódicas de los popes y del coro son efecto de la gravitación de esa nota hipnótica, el ruido de fondo del universo”. Digámoslo así: Las noches rusas dispone una escritura de “nota única” (las vicisitudes personales, la perspectiva queer, la fascinación por los auténticos antihéroes –y son legión– y simultáneamente destila una comprensión solidaria que circula entre líneas, todo el tiempo, en cada entrevista, en cada conversación, imprimiéndole una calidez piadosa al encuentro más trivial), esta escritura de “nota única”, a pesar de que el interés se centra en los testimonios, se recorta por encima del “ruido de fondo” de los mismos que, a su modo, componen un fresco social que esquiva con cuidado tanto el riesgo de un realismo socialista como el costumbrismo de trazo grueso, la jugada facilonga del efecto. Porque Echavarren elabora con una distancia clínica, a lo largo de 800 páginas de tipografía apretada, las historias de intelectuales, poetas, músicos, artistas, bailarines. Acá están el oportunista Erehmburg y el indignado Gorki, el amor homoerótico de Esenin y Kliver, las diferencias y rabietas entre Meyerhold y Stanilavski, la admiración recíproca de Chejov y Shostakovich, las tribulaciones de Maiakovski y la Tsvetaieva, el fin de Blok, los apuntes de Berberova, y la lenta caída de Ajmátova. No faltan los interrogatorios, las torturas, las deportaciones y los tiros en la nuca que la Cheka disparaba a los disidentes o sospechosos. Tampoco el retrato de un Lenin menos pensador que mandamás poseído y paranoico. Le sigue la semblanza de un Trotsky furibundo y sangriento. Y, omnipresente, la figura intimidante de Stalin, el Supremo. Si la intimidad de una de las elites intelectuales más trascendentes del siglo pasado domina buena parte del libro de Echavarren, no se quedan atrás las conmovedoras historias de soldados veteranos, generales condecorados que todavía discuten los estropicios estratégicos de Stalin, trabajadores, exiliadas y exiliados españoles, sobrevivientes, en fin, los seres anónimos que han protagonizado lo que se ha dado en llamar “El siglo ruso”. Retratos como “La mujer grúa”, “La niña de España”, “Mi amigo Petia” o análisis políticos como “El ejército ruso de liberación” y “El koljós y la fábrica” hacen de Las noches rusas un libro inolvidable. Una acotación: si el libro de Echavarren se subtitula “Materia y memoria”, esto puede inducir a una reflexión. La materia, el cuerpo, dicta la memoria. Pero la memoria, para hacerse materia, no puede prescindir de la escritura, su marca, y éste es el caso.
Cabe destacarlo: en Echavarren hay además dos registros de escritura: el inmediato y el histórico. En el inmediato es donde aparecen a menudo, con un impromptu de sensualidad en primer plano, el signo y el guiño homoerótico. Un ejemplo, “Moscú en auto”, capítulo en el que Echavarren cuenta un levante callejero. En los tramos específicamente históricos, la prosa se vuelve más seca, menos ornamental y más “periodística”. Dos registros, convengamos, intercalados, que podrían leerse separados si bien, en su complementariedad, disparan, desde la literatura gay, contra la represión y la beatería censora. En este segundo registro, el histórico, Echavarren escribe un capítulo entero dedicado a rastrear la sodomía y práctica en la sociedad rusa desde tiempos inmemoriales hasta la temible ley Yagoda. Desde Iván el Terrible hasta los Romanov, pasando por Tchaikovski, aquellos que no incursionaron en la homosexualidad, pudieron sentir magnetismo por el asunto: allí están los oficiales apolíneos y esbeltos de Tolstoi y no lejos el eros juvenil de Turgueniev. Entonces conviene pensar Las noches rusas desde otra perspectiva, una que incluye tanto al cubano Reynaldo Arenas como al argentino Néstor Perlongher, dos referencias que no se pueden eludir.
Es inevitable, cuando se transita por la zona gore de los gulags, pensar en los padecimientos del Arenas de Antes que anochezca en la prisión. No cabe duda de que Arenas en su relato carga contra el régimen cubano no tanto por el fracaso del socialismo real, como contra la censura y la represión sexual: lo suyo es un alegato en el que además de acusar las buenas intenciones de la izquierda latinoamericana con García Márquez a la cabeza, alcanzando así una desaforada evocación erótica que lo lleva a afirmar que tuvo relaciones homosexuales con casi todo el ejército de la isla. Es en este punto donde el resentimiento debilita la autobiografía de Arenas: el enjundio gay desemboca en manifiesto gusano. Y su autobiografía, más que ser un texto que pueda enriquecer la discusión revolucionaria termina llevando agua al molino del vargasllosismo liberal. El caso Perlongher es distinto: al convertirse en militante homosexual, el poeta Perlongher rompe con el trotskista Política Obrera en el que militaba. Su alejamiento lo fundamenta explícitamente en la mojigatería de la izquierda setentista. Pero esta crítica no lo convierte a Perlongher en un reaccionario. Echavarren ahora: el escritor uruguayo estudió a fondo la obra de Perlongher. Y al leer Las noches rusas encontramos un eco del Perlongher indigesto y subversivo para la cerrada mentalidad progre de su época. Lo que llama la atención es que la crítica de Echavarren al poder soviético no va contra el socialismo como proyecto, sino contra el socialismo real (parafraseando a Isaac Deutscher, otro trotskista, se trata de “La revolución traicionada”). Es verdad, parece insinuar con sagacidad Echavarren, el socialismo real ha sido un fracaso estrepitoso. Pero al capitalismo no le va mejor. Y entonces hay que volver al comienzo del viaje, los dos aviones derribando la Torres Gemelas.
Ya culminando el viaje, en su última mañana en Peter, como llama cómplice a la ciudad, Echavarren, al dar una vuelta por la Plaza de la Victoria anota: “El pasado se vuelve presente en este lugar escultórico, en esta plaza muda, congelada. Exhibe un presente más vasto. Abre una puerta para pensar. Hoy nevó mucho. El bronce negro resalta contra la nieve impoluta. La temperatura, el hábitat, la naturaleza en invierno, las noches interminables. Las planicies rusas”.
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