No habrá más penas ni olvido
El próximo 29 de enero se cumplen seis años
de la muerte de Osvaldo Soriano. Mario Goloboff elige recordarlo a partir de uno de sus libros más personales y menos leídos.
por Mario Goloboff
Es difícil ser justo con nuestros contemporáneos. Mis relaciones con los textos de Osvaldo Soriano no siempre fueron de adhesión. Me alejaba de ellos su estilo llano, directo, de escasas aristas; textos que, cuando aparecieron, yo consideraba excesivamente transparentes, fruto (creía) de una inclinación demasiado pegada a las concepciones realistas.
Algo similar me ha sucedido por lo general con Hemingway, y no parece una casualidad, sino, tal vez, una confirmación. En un reportaje que en 1983 le hacía la revista Humor, Mona Moncalvillo comentaba: “Italo Calvino en la contratapa de tu libro No habrá más penas ni olvido te califica de Hemingway heroicómico”. A lo que Soriano respondía: “Creo que tiene que ver con el tipo de escritura seca y directa, sin mucho adjetivo, y nada de psicologismos que yo intento”.
Sí; fue ese decir fácil y casi plano –tan periodístico a veces como es a veces el de Hemingway– el que quizás obró en mí como un distanciador. Y hoy, lo lamento. En especial, después de haberme sucedido un hecho extraño. Yo estaba terminando en París la biografía de Julio Cortázar cuando, hojeando el número que Casa de las Américas le dedicó al morir, encontré, entre muchos homenajes, unas líneas de Soriano que, esta vez sí, me tocaron muy hondo. Tanto, que decidí colocarlas como epígrafes en el libro, junto a unas de Juan Rulfo y a otras del propio Cortázar. Días después, un amigo me escribió desde la Argentina comentándome que Soriano estaba internado con un cáncer y que se estaba muriendo. Cuando la biografía de Cortázar se publicó, él ya había fallecido. Fue, entonces, un silencioso y telepático homenaje que alcancé a hacerle y que, en algún sentido, suavizó mi culpa, porque es muy difícil ser justo con tus contemporáneos.
Me gustaría ahora seguir reparando ese entredicho del que, claro, él no tuvo jamás noticia, y hacerlo con uno de sus libros más íntimos, una suerte de autobiografía, Cuentos de los años felices (1993). Estos relatos son, como él lo dice en su presentación, pantallazos “sobre la infancia”: “Si no recuerdo mal, el primero fue sobre un viaje por la Patagonia que evoca la guerra de Malvinas. Lo publiqué en Página/12 y como a mis amigos les gustó y me lo hicieron saber, escribí varios más en los que indefectiblemente mi padre se impuso con las tristes y desopilantes experiencias que tuvo a su paso por este mundo”.
Como se sabe, Osvaldo Soriano nació en Mar del Plata y vivió allí hasta los 3 años. Su padre trabajaba en Obras Sanitarias, por lo que sufrió muchos traslados: Osvaldo pasó los primeros años en San Luis, vivió luego en Río Cuarto, hasta llegar a Cipolletti, hacia el fin de su infancia, y transcurrir allí su adolescencia.
La Patagonia fue, pues, el lugar y el período que con más cariño recordó siempre, y es en la primera parte del libro, “En nombre del padre”, donde se reconstruyen sus años más jóvenes y su relación filial, sus pasiones y gustos, las vivencias patagónicas, que en gran medida marcarían su destino de escritor.
Por la índole de lo contado, porque se está trabajando con planos de la realidad muy fuertes, pero donde hay ya una importante distancia entre los hechos y el presente de la escritura, se revela, creo, una elaboración más ardua y más compleja. Se leen en estos textos descripciones bastante detalladas de paisajes y de personajes frágiles y contradictorios, un ritmo de narración más lento, más moroso. Casi, podría decir, otro lenguaje, manifestado también en un empleo menos instrumental de los elementos del relato y de sus funciones o, para ser fiel a sus propios términos, menos “seco” y “directo”.
Y acaso sea en ese elemento que es “la descripción” donde se asienta la nueva cualidad ideológica de esta escritura, otrora tan móvil, tan nerviosa, tan abigarrada y veloz, y ahora más reposada, más sensual. Así, las descripciones son especialmente interesantes para ver el entorno patagónico y su impresión sobre el narrador, y ellas tienen también la capacidad de irradiar sus luces hacia el resto. El tiempo mismo es contagiado por la carga del ambiente; los acontecimientos (aun los políticos, preocupación dominante en la vida de Soriano) son vistos a la luz de la espesa muralla que va alzando el espacio descripto.
El relato más melancólico, más estremecedor, se llama “Rosebud”. Es, claramente, un texto sobre la memoria. Si el conjunto, y sobre todo la primera fachada del tríptico, parece una inmensa rememoración, aquí se destaca nítidamente lo que le da centro y vida: la tarea de recordar.
El Rosebud “es un peral añoso, de tronco bajo, al que me subía las tardes en que me sentía triste. Mi madre me buscaba por toda la casa, salía a llamarme al patio y aunque yo pudiera sentir su aliento ella no podía verme”. Ese árbol es también una muy singular, acaso decisiva, imagen interior que lo acompañará toda su vida.
Me parece también singular que ese texto me haya gustado tanto y, me digo, es probable que en él haya dado con el verdadero Soriano o, al menos, con el que más nos une, así como hace años encontré a Hemingway en un largo reportaje sobre el trabajo de escritor, porque sus reflexiones sobre la literatura me acercaron más a él que sus ficciones.
Al fin y al cabo, tal vez no resulte tan casual que sea en la infancia donde se produzca el hallazgo, ese lugar inalterable, acaso el único donde somos algo más justos con los contemporáneos.