Nació en Argentina, en los sesenta vivió en París y desde 1969 reside en La Habana. Basilia Papastamastíu recibió el Premio Nacional de Crítica en Cuba por su último libro, Cuando ya el paisaje es otro.
› Por Susana Cella
Premio Nacional de Crítica en Cuba y finalista en Venezuela, el último poemario de Basilia Papastamastíu, argentina residente desde 1969 en La Habana, convoca a enfrentarse a algo familiar y al mismo tiempo atravesado por una inquietante extrañeza. Entre lo que se sabe y lo que no, entre lo que se afirma y lo que se niega, avanza el texto en sus siete partes, “siete movimientos”, como dice Liliana Heer en el prólogo, porque efectivamente se nota un recorrido “por los ásperos caminos”, tanto en la sucesión de los poemas como en el andar de los seres que los habitan. La presencia simultánea de un trayecto lineal hacia el confín máximo y escurridizo (“es el sabor de la eternidad”) y, a la vez, de un continuo volver sobre interrogantes similares (“algo estalla en nuestra mente”) hacen a la unidad del texto, necesitado de esos hitos o cortes para intensificar la tensión que le es propia. Las disparidades se marcan también en el interior de cada poema y en los enlaces que se establecen entre las secciones. Es decir, una estructura concordante con las certezas e incertidumbres coexistentes.
Desde el primer tramo “Yo en la hendidura”, se nota una vertiente narrativa explícita (“la dolorosa historia de un soñador”), que se reitera en muchos poemas, de esos que aluden a la marcha empecinada –partida, destierro, retorno– en el intento de llegar a la verdad. Hay un matiz épico quizá asordinado, pero visible, aun cuando “no hay heroísmos posibles”. Sin embargo, la pregunta que surge es la de la posibilidad casi contradictoria (y se diría que este libro justamente se mueve en el filo del conflicto latente en clave de un tono predominantemente deceptivo o melancólico) de una épica sin héroe, si por tal no entendemos una abstracción o idealización, sino al hombre de carne y hueso, que camina con su historia de altas y bajas, desesperaciones y esperanza. Las voces narrativas oscilan entre singular y plural, primera, segunda y tercera persona, sin que dejen de presentarse, en fragmentos, colocadas disparmente en las páginas (en bastardilla, con blancos que dividen el cuerpo del poema), observaciones que hacen a esta idea de héroes (“no dejarán de ser guerreros”) en un contexto de dilemas y hacia un desenlace o a tientas (“no saben adónde ir ni qué reclamar no tienen nombres/ que invocar ni símbolos que defender”). Las zonas en que prevalece la desilusión, donde se atisba la intemperie y la precariedad, o se experimenta la amargura del “involuntario don de nuestra corpórea existencia”, tienen su contraparte en las de la “indestructible amistad” y “la sensualidad sin fin”.
El hecho de saber el camino indefectible hacia la completa oscuridad, “más allá de la línea de la vida”, habla de la agitada espera y observa ese horizonte que avanza según se avanza y queda fijo si se detiene la marcha. Pero que permanece en tanto borde de un escenario en el cual los saberes, y la memoria, prevalente, como certeza de lo que se conoce y ha conocido, como lo que se tiene y ha tenido, acompaña: “Pensemos al menos en los placeres que nos depara/ todavía la existencia” o, en concreta afirmación de lo inexpugnable: “Este es mi pedazo de tierra mi mar mi familia/ la casa que con tanto esfuerzo levantamos/ todo es nuestro todo nos pertenece...”
En definitiva, se trata de encontrar el modo de escribir, en el paisaje trastocado, el instante de vislumbrar el misterio de lo que está del otro lado, la condición presente, el espesor de la historia, la patria y la intimidad. No otra cosa tejen los versos, en impecable lucidez.
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