Domingo, 12 de febrero de 2012 | Hoy
En los cuentos de Bruno Petroni, una mirada noir y un humor sin ataduras permiten registrar la influencia del universo de los adultos sobre la esfera de la infancia.
Por Martin Kasañetz
Los chicos y las guerras es el segundo libro de la nueva colección de cuentos Brindis que, en una edición que cabe en la palma de la mano, llega para demostrar que el tamaño realmente no importa. En estas breves páginas, Bruno Petroni –docente de literatura, autor de artículos y algunos textos de antologías– demuestra con trabajada contundencia narrativa afilada que la unión de mundos dispares resulta una fórmula provocadora que apela a los sentidos más profundos del lector.
Los mundos de la niñez y de la juventud se ven invadidos por la perversidad de ciertos adultos que, atravesando su halo de inocencia, los transforma en algo que los corrompe profundamente y para siempre. Siguiendo esta premisa de fusionar, Petroni comienza el libro con el cuento “Cambalache”, donde a través de un texto que nunca altera su ritmo –ni siquiera para describir la alarmante historia que relata– muestra a un padre de familia que, en un futuro no identificable pero cercano, recoge el cadáver de una mujer en la calle para brindar una clase práctica a sus pequeñas hijas: “Una vez desnudo el cadáver, lo giro 45 grados hacia la izquierda dejando la herida a la vista de las Nenas y mi mujer. La sangre forma una costra. El color amarillo domina todo el orificio –¿Qué es lo primero que tenemos que revisar? –pregunto. –Sifueviolada sifueviolada –me responden las Nenas Cambalache, unísonas”. El sarcasmo es otro de los materiales con los cuales Petroni construye esta historia deliberadamente trash.
Los personajes juveniles de los cuentos de este libro parecen estar siempre descuidados por los adultos, ya sea por presencia perversa o simplemente por abandono. En el cuento “La Fiesta de San Amor de Buenos Aires” –original relato que juega con la religiosidad de falsos pasajes bíblicos y la sexualidad de un joven llamado Onán–, una gran orgía que se desarrolla entre los adultos de la ciudad deja al muchacho, aún virgen en su casa, bajo los dominios de la fantasía, pero de una manera muy particular, transformando a su empleada doméstica en una diosa sedienta de sexo que lo envuelve en sofocantes pensamientos.
En Los chicos y las guerras, la idea de la repercusión de los hechos de la vida adulta sobre la realidad de los jóvenes también es entendida como el peso del pasado social sobre las nuevas generaciones que lo absorben construyendo así una estructura violenta apuntalada por la ausencia y la muerte. En el cuento que da nombre al libro, un grupo de jóvenes fuma y toma alcohol mientras la abuela de uno de ellos duerme en el piso de arriba. El aburrimiento dará lugar a una historia violenta que explicará las heridas familiares aún abiertas que incluyen un padre desaparecido en la guerra de Malvinas y una madre fallecida: “La abuela se deja acostar en la cama. Los chicos la desvisten, el Negro le levanta el camisón desde las piernas, aprovecha y al pasar le roza la piel rugosa con la yema de los dedos. La abuela siente pero no dice nada porque sabe cómo es la cosa”.
Este libro de cuentos apela por momentos al grotesco pero sin perder el humor, inclusive en los pasajes más desopilantes y noir. Petroni demuestra con excelencia desde diferentes historias que la felicidad –o para ser menos pretenciosos, su hermana menor, la alegría– se construye desde los cimientos más justos de una sociedad y no sobre los conflictos no resueltos de una herencia siniestra.
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