Domingo, 26 de febrero de 2012 | Hoy
Luego de los éxitos de Despertares y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, en Los ojos de la mente, su nuevo libro, Oliver Sacks continúa con la saga de casos clínicos fulgurantes: enfermedades neurológicas que, a fuerza de investigación casi detectivesca, se transforman en literatura.
Por Juan Pablo Bertazza
A pesar de que la literatura siempre supo chuparles inspiración a las enfermedades, la irrupción del doctor en neurología Oliver Sacks constituyó algo novedoso. Su carrera es como la de aquellos autores que cuentan con esos dos o tres hitos por los que resultan altamente identificables, célebres, masivos, casi: el elogio de un poeta descomunal como su amigo W. H. Auden –definió Migraña como “obra maestra”–; la publicación de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985), historia clínica y literaria de un paciente que sufría agnosia visual muy grave, es decir, no podía identificar ni definir los objetos; pero también Despertares, película de 1990 multinominada a los Oscar, con Robin Williams y Robert De Niro, basada en el libro que Sacks había escrito en 1973, las vidas y los tratamientos que se cruzan y son lo mismo en el hospital neoyorquino de Beth Abraham, pacientes irrecuperables, víctimas de una epidemia de los años ’20 que fueron quedando postrados, en estado vegetativo, sin esperanza. Hasta que casi medio siglo después, el doctor Sayer (claro alterego de Sacks) intenta despertarlos, tal como aconsejaba Einstein, sin hacer siempre lo mismo; ofreciéndoles, por ejemplo, una droga nueva que finalmente despertará a Leonard Lowe, uno de sus pacientes. Pero ¿qué sucede cuando alguien despierta de una enfermedad luego de cincuenta años? ¿Cuál es la primera sensación? ¿Qué quiere decir, en ese contexto, la palabra “cura”?
Los ojos de la mente, último libro de Sacks, está compuesto de distintos capítulos o relatos que cuentan, en clave literaria, los casos clínicos de algunos de sus pacientes particulares: una destacada intérprete de Chopin y Mozart que empieza a tener una insólita dificultad para leer pentagramas; un escritor de novelas policiales que un día compra su diario preferido y, apenas lo abre, siente que está escrito en chino mandarín o sánscrito. En definitiva, un libro en que las tramas literarias aparecen tatuadas con fechas, científicos, títulos de libros y términos técnicos como afasias, alexias, apoplejía (suspensión súbita y completa de la acción cerebral) y experiencias límite de enfermedades degenerativas como el Alzheimer o la Atrofia Cortical Posterior, que es la incapacidad para reconocer objetos familiares y personas.
Con algo de relato policial –demanda casi una tarea detectivesca dar con exactitud en algunos males que tienen una frecuencia extraordinariamente baja– y algo de diario íntimo acerca de cómo llevar una enfermedad, Los ojos de la mente puede llevar mucha calma a los pacientes que sufran estos trastornos, o también a sus familiares, pero, eso sí, no resulta recomendable para hipocondríacos.
Los ojos de la mente tal vez sea literariamente más pobre que sus otros libros, pero perfecciona hasta la médula el mensaje que Sacks intentó expresar a lo largo de toda su obra. En ese sentido, es algo así como un libro de autoayuda, pero inteligente y muy bien llevado: el otro sentido de la palabra crisis, lo bueno que trae todo lo malo, el valor de los afectos, la búsqueda conmovedora y el hallazgo de estrategias novedosas para sobrellevar el día a día. Por ejemplo, reorganizar el mundo con señales propias. Pero también algo que excede lo individual y que tiene que ver con la complejidad del mundo: como el enriquecimiento de los demás sentidos cuando se pierde la vista, cuenta Sacks que los afásicos “tienen más facilidad para detectar cuándo alguien miente”. Complicaciones que abren una puerta, tal como sucedió con la paciente Lilian Kallir que, en el peor momento de su enfermedad, toca de manera sublime el cuarteto de Haydn para soltar, luego de los últimos acordes, un enigmático y, a la vez, clarísimo “todo está perdonado”. Esa lucidez que habla de la riquísima relación entre la complejidad de la vida, los alcances secretos de una enfermedad y la importancia de la actitud a la hora de revertir los efectos es lo mejor de este libro que, no obstante, a veces se pierde en datos engorrosos sobre bibliografía especializada: Carl Wernicke, Franz Joseph Gall, Paul Broca, etcétera.
Pero se perdona, justamente, porque en el medio se destacan historias de vida que, por momentos, brillan como algún verso de Auden o aquella frase de los diarios de Dylan Thomas: “los mejores himnos al sol se escriben en la oscuridad”.
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