Alejandro Dolina confiesa que su primera y flamante novela, Cartas marcadas, fue escrita para desmentir la leyenda del hombre sensible y melancólico, contra una imagen de sus libros anteriores, en especial de las Crónicas del ángel gris y de sí mismo. Y es verdad que sin perder las marcas de las conspiraciones barriales, los amores y las causas perdidas, y un laberinto de planos narrativos, aquí hay más erotismo, más sangre y más crueldad. En esta entrevista, Dolina recrea los caminos que lo llevaron a escribir de otra forma, reflexiona sobre sus ídolos literarios y sobre cómo se puede entrar o no al canon.
› Por Angel Berlanga
–El fin del mundo se acerca... Pero a nadie le importa... Colaboren con el ciego...
Entre la densa, algo verdosa y perpetua niebla del barrio de Flores, el ciego Fineo vaticina una y otra vez lo que se viene. Por esa cerrazón,”en la que el rumbo es incierto, las ubicaciones discutibles y las apariencias confusas”, andan hordas de perros en llamas, chorros, asesinos seriales y patotas de los Hermanos de la destrucción, grupos de vecinos indignados que rompen lo que encuentran a su paso y linchan a los que no les caen en gracia, en especial si son o parecen pobres. Y andan también Manuel Mandeb, el ruso Salzman, el músico Ives Castagnino y el poeta Jorge Allen, personajes que dieron vida a las historias de Crónicas del ángel gris y que también aparecían en algunos relatos de El libro del fantasma y de El bar del infierno, algunos de los libros que ya había escrito Alejandro Dolina, que ahora vuelve a tratar con ellos en el mismo barrio, reconfigurados todos por el paso del tiempo, en Cartas marcadas, su flamante obra, primera novela, eso que le mostrará a alguien que no lo conozca, dirá dentro de un rato, si quiere ganarse su afecto.
Uno podría arrancar por las multiplicidades del libro: de personajes, vertientes, historias, recursos narrativos, escenarios; pero a la vez, también debería enfocar en la singularidad de la voz de Dolina o en la pendiente desesperanzada que talla entre esa niebla, rumbo al fin del mundo; o de cómo ahí mismo se entreveran el sexo, la crueldad y el humor, el amor; o de cómo el ansia de la búsqueda, desembocada en el fracaso o en el hallazgo, conduce más bien a un desengaño.
En ese barrio fantasmagórico funciona, en la calle Artigas, el Satori, un cabaret administrado por Marco Ferenzky, un viejo alquimista que parece manejar varias lenguas, rápido para el retruque, puteador, que busca ser aceptado entre Los brujos de Chiclana, una gente jodida, que trabaja para lo horrible y la catástrofe, en fin, para el mal. El Satori pinta como el epicentro de Cartas marcadas: hacia allá, hacia la orgía final, confluyen la mayoría de los personajes, los conocidos reconfigurados y los nuevos, algunos de ellos extraordinarios, como el mozo Silvano Mansilla (un solterón atormentado que vive con una banda de loros en su departamento), o Nadine Stéfano, la mujer que deslumbra con su belleza a quienes la ven.
Cartas marcadas tiene 108 capítulos: dos mazos de 52 naipes, baraja francesa, más dos comodines por mazo. En cada comienzo de capítulo está la identificación de cada carta: aparecen, progresivamente en las páginas, como si estuvieran mezcladas al azar. En principio, las vertientes narrativas contribuyen a esa sensación: no es lineal la relación entre una leyenda del antiguo imperio chino sobre la sustitución de identidades, una referencia a la historia del Libro de Raziel, una chica que liquida a un criminal en un muelle de Marsella y la presentación en sociedad del mozo Mansilla, en camino desde el bar El Popular hasta su casa en Flores (por citar apenas los primeros cuatro naipes). Con el transcurso de las páginas las historias van revelando sus puntos de contacto, un presunto sentido que se configura, la ilusión quizás de que lo que parece azaroso no lo sea, pero a la vez ahí la pendiente hacia el fin del mundo, que es la muerte. Dolina cuenta el desasosiego existencial con sofisticada maestría, y también con un humor que es entereza.
Más allá de que aquí reaparecen varios de tus personajes, y el escenario de Flores, ¿qué disparó este libro, qué ideas estaban ahí, al comienzo?
–Creo que puede haber sido, tratando de reconstruir un poco las fuerzas que operan dentro y fuera de uno, la idea de dar verdadera forma a una literatura que no solamente es humilde, sino también equivocada en su realización y en su percepción. Lamento haber tenido la idea de construir una literatura como la del Angel Gris; veo el libro y no es que me parezca malo, pero creo que no está cerca de mí. Yo no soy una persona amable, ni tengo una visión amable del mundo. Ni creo en que la fe sea una gran cosa, o que el universo tenga un sentido. Y sin embargo allí aparece, por estar mal enmascarada, una especie de literatura con mayúsculas, de exaltación de la fe, el sentimiento por encima de la razón, los hombres sensibles por encima de los refutadores de leyendas. Alguna vez descubrí que los hombres sensibles me caían un poco gruesos. Para esto es que escribí este libro, nada más: para decir de una vez que los hombres demasiado dulces no me gustan. Que prefiero cierta aspereza, que es propia de vivir en un universo como éste. Y, además, que si estos tipos, Mandeb, el ruso Salzman y Allen resultaban tan fácilmente poéticos, fue por un error mío, porque no me habían salido como yo los quise hacer. Quizás esta novela es una corrección del Angel Gris. Lo que debió ser una novela y no fue, fue una sucesión de cuentos, porque todavía era más chambón que ahora, y era más fácil escribir cuentos que novelas. Esto es una reconstrucción.
Si estos personajes y esta literatura son una reconversión, algo habrá pasado con el autor, también.
–Naturalmente, claro que he cambiado. A quién le importa, después de todo. Esta literatura se parece más a mí. Tanto sea porque cambié yo, o porque cambió mi literatura, en ambos casos es como una redención. “Bueno, voy a tratar de escribir un poco mejor, de ser un poco mejor.” Uno escribe para que lo quieran, finalmente. Y es una experiencia más bien desastrosa que a uno lo quieran por lo que no es. Cuando me saludan algunos tipos y me dicen “usted, Alejandro, que es una persona tan melancólica, tan tanguera, tan apegada al pasado”. Y es mentira. Estoy harto de mentir para que me quieran. Voy a tener que decir de una vez la verdad. Sí, me gusta el tango, pero no para que sea una filosofía, un camino de vida: me gusta porque me gusta, pero no soy supersticioso con eso.
Pensaba, mientras hablabas, que Mandeb, Allen y Salzman no son los tipos jodidos de la novela.
–Son mucho más jodidos los otros, los invitados. Son asesinos seriales. La épica de alguno de ellos enfatiza en el sinsentido del mundo: el tipo asesina sin culpa, sin lógica moral. Tampoco siente la amenaza de un castigo que distribuya la justicia, ni humana ni divina. Así es un poco toda la novela. Le doy un dato: no hay un solo vigilante en todo el libro, siendo que son todos malandras. ¿Y si nada importara desde lo moral, si las cosas suceden como en la naturaleza? No es que yo desee un mundo así, pero el mundo se parece mucho más a eso que a aquel mundo simétrico en donde todo se paga. “Vas a ver que tarde o temprano se cumple.” Ya he vivido mucho y no se cumple nada. Ni el castigo para los impíos, ni la recompensa para los piadosos, ni la posibilidad de decir una palabra que no dijimos, ni se cierra una historia de amor que necesitaba un último gesto. No. Todo es un caos.
Y lo que pasa con las historias de amor en la novela, que son muchas, subrayan esto.
–Es que los resultados no siguen lo que podríamos llamar una “moral erótica”. No, no. Hay como una visión decepcionada de la épica o la leyenda amorosa, que siempre quiere un capricho, pero también algún rulo que se cierra. Acá no, las cosas no terminan de ocurrir. Y el amor verdadero, el de todos los días, tampoco termina de ocurrir.
Rumbo a una fiesta, Mandeb dice: “Disfrutemos, porque esto tal vez sea lo mejor de la noche”.
–Es que está, ahí, casi la imposibilidad de percibir lo bueno. Por ahí lo bueno se nos pasa; primero, no es gran cosa lo bueno, y segundo, por ahí ni siquiera lo percibimos. Al final los tipos marchan cantando una canción un poco obscena y lo que descubren es que ése es el tamaño de su alegría: más o menos lo que dijo ahí, Mandeb, casi al principio. Y esto, tal vez, es lo mejor de nuestra vida, esta canción tonta del cura que va al fondo del convento, una canción que todos conocemos y que nos provoca una risa casi de ternura, por ser unos seres capaces de reírse de semejante bagatela. Bueno, por ahí eso es la mayor alegría que tenemos.
Hay un capítulo falso de Ferenzky en el día del juicio final. ¿Cuál es tu creencia sobre lo que sobreviene a la muerte?
–Yo he esperado tanto a Dios... Y nunca me sobrevino la fe. Decía Pascal que había tres clases de hombres a este respecto: los que buscaban a Dios y lo encontraban; los que lo buscaban y no lo encontraban; y los que ni lo buscaban ni lo encontraban. Yo estoy en la segunda fila. Lo he buscado, con deseo. Y no encontré nada. No encontré nada. Quizás ahora, en este último tiempo, he resuelto quemar los últimos vestigios de esperanza supersticiosa que me quedaban. Y entonces no tengo nada. Y quizás escribo con un poco de bronca, diciéndole a Dios: “Che, ¿por qué no existís?”. Y no. El tipo que está en el Juicio Final, trayendo una alcahuetería desde las primeras filas, porque todavía no se sabía nada, viene con la precisa y dice: “La religión verdadera es una secta abominable, la peor de todas. Así que estamos jorobados”.
Me llamó la atención que en este libro, respecto de los anteriores, aparecieran puteadas y referencias a la sexualidad mucho más descarnadas, explícitas.
–Sí, los otros libros eran bastante más suaves, por decirlo de algún modo. Esto no es ni bueno ni malo, pero era necesario en este, donde ocurren cosas más bien terribles, que en determinados momentos los personajes se expresaran en un lenguaje un poco terrible. Aunque hay que decir que casi todos los personajes se expresan como escritores profesionales y que eso fue una elección: hubiera podido ser más realista. Quiere decir que la puteada no tiene aquí el afán de hacer verdaderas las situaciones, sino que busca un contraste a través de su fuerza destructora, un choque entre el lenguaje pulido y la fuerza irracional de la blasfemia. Nosotros discutimos amable y largamente con el Negro Fontanarrosa, porque él hizo, en no sé qué congreso de la lengua (N. de R.: Rosario, 2004), una ponencia diciendo que había que levantar la restricción contra las puteadas, que las malas palabras no debían ser consideradas tales, que debían formar parte del conjunto, con su significado y su función. Y yo le objetaba que, sin cierta prohibición, eso no resultaba funcional. Y que si fueran permitidas perderían su sentido, su razón de ser, que es escandalizar, hacer estallar la razón, establecer un rechazo a lo establecido. Si no hay un foro de poder que las rechace, estas palabras no sirven. No da lo mismo mandar a un señor al carajo que decirle que no le gusta a uno su aspecto. Mandarlo al carajo implica un corte de lo que es la etiqueta burguesa; y lo señala, “corto con usted toda relación con sostén legal, no cuente con ningún tipo de racionalidad de aquí en adelante”. Y para que signifique eso, tiene que estar prohibida la palabra, tiene que ofender, tiene que molestar.
Mientras escribías la novela, ¿ubicaste zonas en las que dijiste “ah, acá no quiero caer”?
–Sí, eso es escribir (se ríe). Todo el tiempo. Mi hijo Martín, que ha colaborado en la novela, sobre todo participó en eso. Hay regiones de estupidez que resulta difícil no ver, que aparecen cuando uno está buscando cierto tipo de genialidad. Es riesgoso buscar eso, o cierto tipo de originalidad, o de moralismo: por ahí uno empieza a ponerse estúpido, y hay que prohibírselo. Entonces hemos tirado a la basura muchos capítulos. Algunos de ellos nos hemos olvidado de tirarlos. Algunas gracias. Porque la novela está llena de recursos. Y uno está al borde del exceso.
Alusión a un par de recursos, pues: hay un director de teatro, Argenti, medio chanta, que cuando aparece en la narración provoca que la escritura tome la forma del texto dramático; y hay otro personaje alto y siniestro, Boceto, que habla como tirando un punteo de lo que debe decir: “Enfatizo episodio siguiente. Belleza explica el mundo. Dolor paga placer. Efímero pero gozoso, etcétera”. La vertiente principal, lo que ocurre en Flores en el presente, se entrelaza con las historias marsellesas de unos falsificadores y criminales (la segunda vertiente en volumen), y también con algunos capítulos de Ferenzky en distintos sitios del mundo, con otros del amante intemporal Hugo Lenoir –que anda por distintas ciudades y desemboca en la calle Artigas– y con otros más en los que se trascriben tramos del Libro de Raziel, “el más poderoso de los arcángeles”, un texto perdido y recobrado unas cuantas veces, en el que intervienen quienes dan con él (agregándole algo y absorbiendo parte de su poder). “Raziel fue verdaderamente un ángel, que escribió o difundió este libro”, dice Dolina en un PH de Núñez, el sitio en el que vive. En la mesa ante la que habla están los micrófonos de la radio: estuvo haciendo algún programa desde aquí, debido a una hernia que lo encarajinó más de la cuenta. Mira a los ojos, Dolina, mientras responde. Hay un piano ante la biblioteca, y en ella llama la atención una foto junto a Adolfo Bioy Casares. El Angel Gris, en cambio, dice, estaba más bien sin completar, era un ser propio de estas tierras, parte de una mitología que debía ser medio insatisfactoria, a medio construir, en la que los ángeles tuvieran poquísimos poderes, menos incluso que los hombres.
Más allá de todo lo que hiciste, hay una tendencia a que te identifiquen con la radio, con La venganza será terrible. Y por otra parte leí y escuché que dijiste, muchas veces, que te sentías sobre todo escritor. Y aunque la radio y la escritura no necesariamente tienen que competir, ¿hubieras querido escribir más, en perspectiva?
–Sí, es evidente. No es “lo que más me gusta”, no es tan fácil como eso. Pero si yo pudiera mostrarle a alguien que no me conoce algo que hice, qué sé yo, para obtener su aprecio, su afecto, le mostraría este libro, y de ningún modo algo de lo que hice en la radio. ¿Por qué? Y, porque esto me parece mucho más complejo. Lo otro... puede ser, pero a mi modo de sentir y de ver, es mucho menos meritorio. Me dicen: “No, pero nosotros, tantas cosas que pasamos...” Sí, está bien que sea simpático, que guste, que esté profesionalmente bien hecho, pero es mucho más fácil, no jodamos. Esta misma noche, así como estoy, me junto con mis compañeros y algo hacemos: a veces bueno, a veces más o menos, pero algo hacemos. Escribir La venganza... debe tener diez bits, pongamos: bueno, escribir la novela debe tener más. Así que sí, si pudiera reconstruir lo que pomposamente llamaría mi carrera, escribiría más y haría menos radio. No es que reniegue de la radio: son cosas distintas. Y lamentablemente una compite con la otra.
¿De qué genealogía dirías que formás parte? O bueno, de qué tradición literaria te nutriste, quién pudo haberte influido, de quién notás que, más o menos directamente, tomaste cosas.
–Esto no debe confundirse con creerse uno descendiente o discípulo de, porque entonces bastaría con elegir al mejor de todos para decir “qué otro padre puedo tener que Fulano”. En este caso, sin embargo, reconozco que el mejor de todos es aquél al que más saqueé: Borges. Yo robé muchas flores de ese jardín. Lo que no quiere decir que lo que yo escribo se parezca ni por casualidad a la literatura de Borges. Hay una genealogía que tiene que ver con las fotos de tu pieza: creo que todos tenemos, en una pieza ficticia, fotos de tipos que son como parientes postizos. Tipos en los que uno piensa todos los días. Ahí, en esa pared, está Borges, pero también están Bioy, Cortázar, Marechal. Y otros, que son músicos, pensadores, y arman una familia. Uno está pensando en algo y enseguida viene una frase, un libro o un gesto de alguno de ellos.
“¿Dónde quiere llegar uno con el libro, qué efecto quiere causar en la gente, o cómo quiero que sea comprendido? Uno piensa eso –dice Dolina–. ¿No es una locura escribir, por ejemplo, pensando en lo que puede decir Radar o La Nación? Y me di cuenta de que no, en realidad, de que no hay otra forma de escribir, de que uno se dirige a una especie de canon que sobreentiende instalado, al que quiere conmover, sin dejarse extorsionar, claro. Y no lo digo desde una superioridad, ‘para gustarle a estos giles’, no; pero sí para alcanzar una excelencia tal que pueda ser reconocida por el canon. Dos elementos: el primero es la excelencia, tratemos de escribir bien, de abordar temas complejos, de generar de algún modo un juicio sobre la naturaleza humana, de ser buenos poetas; y enseguida, que esto pueda ser reconocido por el canon, admitamos su existencia. Ahí se empioja la cosa: ¿qué hace uno? Responde al canon que tiene en el corazón. Pero ay, a lo mejor no es el de Radar o La Nación. ¿Y qué pasa, en este caso? No lo sé. Pero estaba el otro día pensando en esto mismo cuando me hacen una nota”.
Dolina agarra entonces un ejemplar del libro, señala un gris difuso y cuenta que eso, que simula la mugre de las cartas, fue objetado vigorosamente por él. “Empieza el tipo –sigue Dolina– y la primera pregunta que me hace es la siguiente: ‘¿Este gris de la tapa –ni siquiera dijo de las cartas– inmediatamente me retrotrae al gris del ángel de Flores, esa oscuridad grisácea de los barrios, de tu libro?’ Y yo dije: ‘No la leyó’. Porque no le pudo haber llamado la atención eso. Y entonces sobreviene otra pregunta: ¿y si el canon está configurado por personas que nunca leyeron tu libro? ¿Si estás tratando de gustar a personas que ya lo tienen decidido? Y peor, que a veces tienen decidido que van a gustar de ti, pero por razones que no son las tuyas. Bueno: escribir sigue siendo misterioso por eso. Vas a ser aceptado o rechazado por personas que ni siquiera te van a mirar, y vas ser leído por personas que no te van a entender. Y todo este misterio de entendimiento y desentendimiento es la comunicación entre el artista y el consumidor de arte. La única suerte es cuando el tipo se te parece. Por eso creo, como cree Wagensberg, que debe haber una relación medio unívoca entre el que escribe y el que lee. Tu lector también debe estar en esa serie de retratos de los que hablábamos recién, o mejor todavía, vos tenés que estar en su hilera de retratos.”
¿Y qué es el canon, para vos?
–Una lista de hechos, cosas artísticas, consagradas por la historia, por lo macanudo, por los críticos. No creo mucho en el canon. Pero la verdad, aunque no crea, ¡el canon está! Existe. Entonces aparece Harold Bloom y escribe un libro que se llama El canon: algunas obras están ahí y otras no. No existe, pero existe. Y el Fausto está en el canon, y Lo que le pasó a Reynoso, no (se ríe). Eso sería. Yo tengo una visión de lo más chata y común: lo que los macanudos dicen que es, bueno, ése es el canon.
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