Patricio Pron aborda los años ’70 desde un cruce entre novela familiar y política. El enigma de los padres, sobrepuesto al destino de una generación, en un rompecabezas donde las piezas que faltan determinan la forma de la narración.
› Por Fernando Bogado
Los padres son un rompecabezas, de eso no hay dudas. Discusión va, discusión viene, con ellos nos une más el misterio que la total honestidad, más las preguntas sin responder antes que la biografía completa. ¿Quiénes fueron? ¿Qué han hecho de nosotros? ¿Qué es lo que hicieron durante nuestra primera niñez, en esa bruma del tiempo en el que las acciones se pierden, casi no se recuerdan? La última novela de Patricio Pron, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, nace de esta necesidad de conocer realmente a los que nos trajeron al mundo, de revisar el oscuro vínculo que mantenemos con ellos y, sobre todo, ver cuál de todos los mundos posibles es ese en el que creyeron dejarnos.
En el rompecabezas que constituyen los padres nos persigue la distancia de las piezas sueltas, esas cosas que podrían significar, que podrían formar parte del cuadro general, pero que resultan fragmentarias, confusas y, por eso, objetos de una inusitada curiosidad. Así por lo menos resulta para el narrador de la novela, quien abandona una vida un tanto esquemática y envuelta en drogas en Alemania para volver a la Argentina, el suelo patrio, y ver a su padre internado, mal, con pocas chances de casi todo. Una vez instalado en su casa, revolviendo papeles y carpetas de su progenitor, descubre una serie de informes respecto de un asesinato ocurrido en El Trébol, pueblo de Santa Fe: un tal Alberto José Burdisso desapareció, primero, y fue luego encontrado muerto en un pozo. ¿Qué interés podría tener su padre en el caso en cuestión? ¿Por qué los informes, las fotografías, las marcas y las averiguaciones del caso acumulados en ese carpeta, datados, organizados? ¿A qué rompecabezas pertenecen esas piezas?
¿Ficciones? Pron no cuenta otra cosa que la historia de sus padres, mejor, la investigación que su padre llevó a cabo del caso Burdisso, un hecho delictivo real, que conecta la historia de la víctima con la de su hermana, Alicia, desaparecida en 1977 en San Miguel de Tucumán, quien formó parte de la misma organización revolucionaria junto al ya citado familiar. Investigación dentro de investigación dentro de investigación: la novela va tomando el tinte detectivesco que el narrador mismo denuncia como incorrecto, casi a título de evitar contar la historia de sus padres bajo el código cerrado y tranquilizador del policial, dando vuelta de alguna manera el modo con el que varios escritores se sumergen en las atrocidades de la última dictadura militar: no se puede contar la historia de los afectados por las “fuerzas del orden” con la lengua (y los procedimientos) de esas mismas fuerzas.
Patricio Pron (1975), autor de Una puta mierda (2007) y El comienzo de la primavera (2008), entre otros libros, ha logrado consolidar una obra como nuevo narrador, con un bagaje de argentino en el extranjero, con un pie en la narrativa local y otro en el más ancho mundo de los autores en español; ahora El espíritu de mis padres ahonda en esos dos perfiles en lo que la crítica considera su mejor texto: una serie de fragmentos que, al principio, parecen indicar una novela más que se vale de este procedimiento para marcar su contemporaneidad pero que, rápidamente, se diferencia del resto. Así, termina siendo la historia desarmada, separada, de una generación desmantelada como la del ’70: lo fragmentario es una condición asumida por la escritura como única posibilidad de “contar el cuento”: se experimenta como una imposibilidad antes que como un logro positivo. Dice: no puede contarse de otra manera. Y es allí donde la novela se hace fuerte: si antes se demoraba en la descripción de un mundo despegado de todo y ausente entre pastilla y pastilla, haciendo inventarios sin sentido que parecen querer decir algo (como la mención de los nombres de los autores presentes en la biblioteca de los padres), página tras página esa voz se va haciendo más fuerte, o mejor, más tajante en su determinación: hay que escribir esta novela, hay que contar lo que pasó y, sobre todo, hay que tratar de plantear este enigma, este misterio que flota en todo el texto en la manera en que su padre lo habría planteado en su propia novela. O sea: no armar el rompecabezas, tarea vana, imposible, pero sí dejar bien en claro cuáles son las piezas que se tienen, qué parte esta armada y cuál no.
Pron logra una novela, una escritura que asume su calidad de escueta para insistir en el carácter misterioso de lo narrado: por momentos, el libro cuenta algo –parece tonto, pero es un privilegio excluyente en la narrativa actual– sin dejar de ser una meditación acerca de las formas de contar, de los modos de narrar. En ese encontrar modos, el autor también hace un repaso político desde el innegable lugar de hijo: ¿su existencia no proviene un poco del fracaso de la lucha de esa generación diezmada? Y si lo es: ¿hasta qué punto? ¿No constituye también un misterio el porqué de la derrota?
Detectivesca sin ser policial, generacional sin caer en lugares comunes (por eso es lícito pensarla en sintonía con 76 de Félix Bruzzone, como el mismo Pron afirma), El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia deja en claro que los padres, pero sobre todo, los que fueron jóvenes en los ’60 y los ’70, conforman ellos mismos un trágico rompecabezas que, como todo rompecabezas, padece del solitario mal de la falta de piezas.
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