Aidan Chambers sufrió los rigores de una educación excesivamente rígida, se hizo monje y finalmente abordó la escritura de libros para chicos y adolescentes. El juego de los besos es una ecléctica muestra de su capacidad de reflejar la angustia y la potencia de la primera edad del hombre.
› Por Fernando Krapp
A los nueve años Aidan Chambers no sabía hacer las cuentas. Tampoco podía leer o escribir. Entonces, la didáctica recibida tiene una larga trayectoria en la pedagogía inglesa de antaño: un golpe semanal bajo el lema de la letra con sangre entra. Y tanto entró que mucho tiempo después, luego de convertirse primero en maestro de escuela, y después, momentáneamente, en monje full time, Aidan Chambers se abocó al arte que cada tanto cultivaba en sus espacios libres entre oraciones impartidas y plegarias atendidas: la escritura. Chambers no es un desconocido para el lector argentino. Tres años después de recibir el Hans Christian Andersen (el famoso equivalente al Nobel de la Literatura Infantil y Juvenil, o bien, Nobelito, otorgado recientemente a la escritora argentina María Teresa Andruetto), Sudamericana editó en su colección juvenil la novela Contratiempos.
Artificio extraño, si partimos desde los parámetros “normales” que los adultos entendemos por una novela orientada a los jóvenes; Chambers arriesgó a poner, sobre una mixtura compleja donde confluyen parches de conversaciones con formatos de exámenes, lo que verdaderamente les pasa por la cabeza a los jóvenes: sexo, drogas, la noche, laburos, problemas familiares. Todo aquello que las novelas del género tienden más bien a callar. Después de una colección de ensayos y libros orientados a la docencia, nos llegan sus cuentos, también publicados por Fondo de Cultura Económica. Más cerca de Italo Calvino que de Roald Dahl (aunque compartan la misma infancia opresiva en severas instituciones inglesas), El juego de los besos pertenece a esa clase de narrativa juvenil que no está específicamente orientada o pensada para ese público. Es decir, no está escrita con la condescendencia que el género parece imponer a cada escritor que cada tanto quiere o pretende abordar el género. Chambers en cambio escribe sus cuentos con la libertad estilística que la escritura le confiere a cada escritor consciente de sus propias herramientas. Sus cuentos parecen estar destinados a un público juvenil tan solo en apariencia, y cruzan la frontera entre lo que se puede decir y lo que no: el despertar sexual de un chico con una vecina que no conoce, lo que siente una chica cuando se cambia de maquillaje y se viste medio a la moda, un chico que de pura casualidad termina relacionado en una red de trata de blancas, una chica que tiene que trabajar en verano porque su padre la obliga y no tiene mejor idea que trabajar haciendo de un simio enorme y lanudo en un zoológico.
Chambers, a pesar de las temáticas que desarrolla, no escatima en la lección moral sin caer en la moralina (sobre todo si pensamos que fue un monje), aspecto que no deja de ser un logro; la literatura no deja de ser una manera de instruir a sus lectores en aspectos de su propia cotidianidad, revelando un costado distinto, una manera de operar en su toma de decisiones.
El juego de los besos es irregular en las formas literarias que adopta. Se diría que son dos libros de cuentos en uno. Por un lado, en el costado menos atractivo y menos logrado, está compuesto por microrrelatos y pequeñas obras teatrales donde impera el juego de palabras en diálogos cortos y efectivos como un juego de ping pong. Por el otro, en el lado más logrado, Chambers construye cuentos sobre situaciones y atmósferas cotidianas que logran recrear aquella intensidad adolescente que transmiten los Nueve cuentos de Salinger. Esa misma intensidad que nos recuerda que, si bien éramos jóvenes y teníamos el mundo por delante, ese mismo mundo, de un momento a otro, sin darnos mucha cuenta, podía ponérsenos en contra, con una facilidad exasperante e incomprensible.
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