Dom 13.05.2012
libros

La astucia de la pasión

Tercera entrega de la serie de Joe Carter, Días de infancia es un libro que retoma la pasión de José Pablo Feinmann por la novela negra, las rubias de película y el lenguaje como una materia plástica que se adapta a lo que se quiere contar. Pero Feinmann no para: mientras proyecta los próximos pasos de su personaje en Alemania y no descarta un Carter por Buenos Aires, en esta entrevista habla de cómo fue evolucionando su obra desde los últimos años de la dictadura a la actualidad, del pasado y presente de la literatura argentina y defiende la concepción de un escritor integral. Como Sartre, como Viñas, como él mismo.

› Por Fernando Bogado

Milcíades Peña. Extiende la mano y de la punta de uno de los estantes de una biblioteca que se extiende por todo su departamento va sacando una pila de libros de Milcíades Peña. Allí está, entre otros, Alberdi, Sarmiento, El 90, y con sólo mirar una página se descubren notas a lápiz, bloques de texto encuadrados, cuadros sinópticos, escrituras marginales de estudiante que, desde la distancia, despiertan cierta añoranza, cierta melancolía. “Me devoraba estos libros a los 26 años”, comenta algunos pasos antes de entrar a su estudio, el “bunker”, como lo llama. No es sólo una previa: para hablar con José Pablo Feinmann, para conversar acerca de Días de infancia, necesariamente hay que pasar por la historia y por el comentario filosófico. Ninguna de estas disciplinas puede considerarse separada del todo, y escindida de la ficción, la pasión de la ficción. Y Carter, claro, que a golpe de vista no tiene nada de reflexivo, al menos no es un personaje preocupado por pensar o analizar, eso es para los impotentes que no pueden satisfacer a una mujer como corresponde, que no pueden manejar armas, que dudan. Pero si el lector se hunde en las páginas de esta serie, la historia y la filosofía, como siempre en Feinmann, se vuelven ineludibles.

Desde Carter en New York y Carter en Vietnam sabíamos a qué nos enfrentábamos: las dos novelas se encargan de contar, desde el punto de vista de un contract killer, la vida en la Gran Manzana después del 11 de septiembre o situados ya en la guerra de Vietnam. Enamorado de su oficio, misógino, xenófobo, Carter aparecía en esas novelas como el imperialismo norteamericano encarnado en uno de sus más salvajes asesinos a sueldo. Días de infancia, en sus primeras páginas, aparece como el relato de un joven Carter contando los sufrimientos de la vida familiar, situado en una perdida gasolinera del desierto de California. En un lenguaje particular, mezcla de mala traducción de novela policial con las “pijas” y “conchas” más ásperas del lunfardo local, lo que aparecía como el relato de la génesis del monstruo se convierte, avanzada la lectura, en otra novela: en la historia de su seductora madre postiza, Calamity Jennifer.

La novela respeta el lenguaje de lo que podría ser una historia originalmente ambientada y publicada en inglés. ¿Por qué un escritor argentino toma esa decisión?

–Yo no quería trabajar con el “vos”, con el “andate”, me parecía que tenía que hacer algo distinto, porque esos personajes hablan en inglés. Estuve en Cuba, Puerto Rico y allí me decían que nosotros somos muy imperativos, “traeme”, “andate”. Los puertorriqueños me comentaban que ellos dicen “vete”, no “andate”, como nosotros, o “ven” y no “vení”, una cosa más dulce, más invitadora, nosotros tenemos una forma más imperativa de dirigirnos al otro y tienen razón. Una frase como “quita de ahí tus manos”, propia de cualquier película centroamericana o mexicana, sería para nosotros “sacá las manos de ahí”. El lenguaje de la novela es una mezcla de argentinismos y de traducciones de novelas policiales de los años cincuenta, como las de Séptimo Círculo, de Borges y Bioy. Una mezcla de palabras muy cercanas al inglés norteamericano. Después sí: todas las palabras duras están, está “concha”, pero después está “caverna arbolada”, un invento total. O, por ejemplo, cuando pongo “pija” nunca dejo esa palabra sola, pongo “sorprendida pija”, atenúa el efecto fuerte de la palabra porque le da una cualidad. Por ejemplo, cuando Carter tiene su iniciación sexual habla de su “sorprendida pija”, o cuando lo quieren violar dice mi “asombrado culo”.

Días de infancia empieza con Joe Carter, de cómo se construyó ese monstruo, pero promediando la lectura Jennifer, su madre, personaje marginal, se apodera del texto. ¿Cómo fue este proceso?

–Fue sorpresivo para mí, totalmente, como va a ser sorpresivo para el lector. La idea era contar la infancia de Joe Carter, pero el propósito era mucho más trabajado, mucho más ambicioso. El mundo es ese mundo totalmente loco, extraño, en el que vive Joe con el abuelo Sam, el padre, Theo Carter y la madre, totalmente misteriosa, alcohólica, depresiva, una mujer que él no conoce y que sale sólo para buscar bebida y volver a la habitación, a la que el padre le pega porque él está buscando una fortuna que sabe que ella tiene y que escondió en algún lugar de ese “medio de la nada” en el que viven. El vive fascinado por esa madre que dice que no conoce, que baja como una bruja, porque baja con todo el pelo sobre la cara y apenas se la puede entrever a la madre. Yo iba tranquilo, sabía que era la novela de Joe pero tenía en cuenta que la madre iba a aparecer y que iba a tener una gran importancia en la trama.

¿Cómo ubicaría su producción literaria entre los ensayos y los textos filosóficos, los libros y géneros con los que está más identificado a los ojos del público?

–Mi obra literaria tiene un problema en la recepción que se debe a un problema de corte positivista, de filosofía analítica, digamos, de separar ficción y no ficción. Si ves mi libro sobre el peronismo, adentro del libro vas a encontrar un cuento o una obra de teatro. Del peronismo me interesa la gran narración de la historia peronista. Bueno, 1600 páginas tienen mis dos tomos. Y en realidad tiene 1600 páginas porque me propuse hacer el Facundo del siglo XXI desde la barbarie, porque el libro tiene de todo como tiene de todo Facundo. Facundo es un libro revolucionario porque rompe con todas las tonterías que se manejan ahora: ficción, no ficción. Eso me altera los nervios porque, en principio, me cercena a mí. Como yo he escrito muchos ensayos se me considera ensayista. Yo soy un escritor integral. Fraccionado, nunca se me va a entender. Creo que es un doble juego perverso: los ensayistas usan mis recursos narrativos para desvalorizar mis ensayos, y los novelistas me ignoran porque soy un ensayista. Los que me leen bien, me leen bien: una obra es una obra. Cuando se inicia la universidad alfonsinista, las novelas que son estudiadas como novelas de la dictadura son Respiración artificial y Flores robadas en los jardines de Quilmes, que también entró pero como la cara maligna de la literatura. Yo no entré como nada, y tenía Ultimos días de la víctima y Ni el tiro del final. En Ni el tiro del final, el cuento del primo Matías que está ahí metido es Videla, y el que no lo quiera ver es un descerebrado, para decirlo suavemente. Es un cuento gótico, una metáfora de la serialidad asesina de la Junta. Hay muchos profesores que decidieron no darme pelota, y yo creo que la base está en la tachadura del peronismo que implicó la universidad alfonsinista, dirigida por Punto de vista, La Ciudad futura, opinión que después impacta en los suplementos literarios. Esas novelas habían sido escritas acá, era absurdo negarlas. Yo no escribo ensayos y novelas como dos cosas separadas: yo escribo. Todavía creo que puede existir el escritor integral. El ejemplo más a mano del siglo XX es Jean Paul Sartre, o Camus, tipos que se metían con todo, con el ensayo, el teatro, la novela y no se preocupaban por las divisiones. Un ejemplo de acá: David Viñas, él era un escritor integral.

¿Cómo integrar entonces, esta admiración confesa con respecto a la literatura de Viñas y las novelas de Carter? Porque es muy difícil imaginarlo a Viñas escribiendo esas historias.

–Es difícil, pero es un error que no lo haya hecho. No lo hizo porque su cultura habrá sido distinta, o sus pasiones: su odio a Estados Unidos le impedía ver a Estados Unidos, a mí no me pasa eso. Además, las novelas de Carter son novelas de género todo lo que quieras, pero además son novelas políticas. Vos leés una novela de Carter y te das cuenta de que Estados Unidos es una mierda. Algunos me decían: “son panfletos antiimperialistas”. Sí, son panfletos antiimperialistas, porque vos leés que Carter es una basura de tipo y todo lo que lo rodea es ese fascismo norteamericano imperialista y torturador, racista, que invade países y se considera el dueño del mundo. Las cosas que dice Carter son horrorosas como personaje político.

¿Nunca pensó en un Carter en Argentina?

–Carter en Argentina va a pasar, claro, un Carter en Buenos Aires, está clavado eso. Todavía no imaginé ninguna trama sobre eso. Tengo un plan de Carter en Alemania que no se va a llamar así, se va a llamar La hermandad de los pastores del ser, que viene de la frase de Heidegger en Carta sobre el humanismo que dice: “El lenguaje es la morada del ser y el hombre es su pastor”. En la novela, surge un grupo neonazi poderoso en Alemania que se llama “La Hermandad de los Pastores del Ser”, lectores neonazis de Heidegger que empiezan a matar a líderes europeos.

¿Un posible modelo de Carter en Buenos Aires sería la historia de Raúl Mendizábal en Ultimos días de la víctima?

Días de infancia. José Pablo Feinmann Planeta 496 páginas

–Claro, estoy de acuerdo. Cuando escribí Ultimos días de la víctima la palabra contract killer no existía o yo no la conocía. El era un asesino a sueldo, y mi propósito era totalmente otro. Yo escribí esa novela en 1978, en medio del maldito mundial de fútbol. Mendizábal, escrito en 1978, tiene que ser una novela cautelosa: yo no quería desaparecer, porque implicaba asomar de nuevo la cabeza, por mi pasado en la Facultad de Filosofía, ideólogo de la Juventud Universitaria Peronista, yo era para estos tipos lo que ellos llamaban un “ideólogo de la subversión”, porque estaban locos, digamos. Al contrario, yo siempre había sido un tipo que estuvo en contra de la política de los fierros, que había discutido mucho con los Montoneros, sobre todo después del asesinato de Rucci, que me pareció una atrocidad. Pero, bueno, qué les iba a explicar esto; estos tipos agarraban una bibliografía o programa mío de la Facultad y encontraban textos de Marx, Hegel. Tenía que ser cuidadoso, aparecer con mucho cuidado. Ultimos días de la víctima aparece en diciembre de 1979. Mendizábal era un asesino a sueldo pero era la metáfora de un parapolicial, porque cuando le encargan el crimen lo llevan a un lugar lleno de archivos, sacan una ficha, se la dan, y Peña le dice “éste es su hombre, tiene que matarlo”. Es un asesino a sueldo, pero la simbología es totalmente distinta: pretende decir que la Junta es una banda de asesinos a sueldo y el mensaje final es que van a terminar en su propia ley, como Mendizábal. Mendizábal está tan seco por haber matado tanto que quiere tener una vida, y a este tipo que supuestamente va a ser su última víctima quiere quitarle todo el entorno, matarlo e instalarse existencialmente en su lugar. Y tener una vida, no estar tan solo. El final era un mensaje que la Junta no iba a entender, por lo menos, que no entendió.

Muchos escritores de su generación recurren al policial negro como una forma para hablar de la política argentina, sobre todo de los años ’70. ¿Cómo ve este vínculo en su obra?

–Con respecto a mi generación, en Juan Martini, en El cerco, que es de 1977, está muy bien tomado el policial negro, porque es un tipo al que le demuestran que no está seguro por más cerco que tenga. Está basado en algo que hicieron los Tupamaros, que le sacaron una foto al dictador Bordaberry mientras se afeitaba: lo aterrorizaron con eso. Pero está publicada afuera del país. De las novelas publicadas acá tenés a Ultimos días de la víctima. Respiración artificial no sé si tiene algo de policial, lo que Piglia tiene de policial quizá se pueda ver más en Blanco nocturno ahora, y en Plata quemada. En Respiración artificial todos encuentran lo que quieren, si quieren encontrar el policial se las van a ingeniar para hacerlo. El policial no está en Jorge Asís, en Flores robadas... de entrada, apenas lo abrís, dice “a Haroldo Conti, ¿in memoriam?”; eso era jugarse, después se habrá hecho lo que quieras, pero ahí sí que se juega. La novela, después, no: es una sucesión de cositas, no me interesó mucho, salvo el título que es muy lindo. Pero Ultimos días de la víctima es claramente una novela que señala la gratuidad del poder y el clima que se vivía, porque toda la novela es kafkiana en el sentido en que vos estás metido en un clima opresivo donde no sabés bien quiénes son los que gobiernan todo eso, quién es el “hombre importante”, a qué intereses responde, pero se le llama “el hombre importante”, después desaparece, no sabés bien por qué, y lo reemplaza Peña, que es su mano derecha. Yo no sé si me propuse escribir una novela de género. El policial negro, el film noir, sobre todo, Chandler, Hammett, todo eso, siempre me gustó, pero también me gustó Dostoievsky, Contrapunto de Aldous Huxley, el monólogo de Molly Bloom, varias fuentes de la literatura. Creo que en Ultimos días... convergen varios planos metafísicos, Borges también, la relación de espejo entre los personajes: al comienzo de la novela hay una cita de Borges y otra de Hammett, algo que es ya una declaración de principios.

¿Considera que las cuestiones políticas que esa misma generación no pudo resolver se vuelcan a la literatura?

–Sí, no hay resolución, yo creo que se encuentra la resolución en la literatura. La literatura dice lo que quiere decir, lo dice soterradamente porque el autor está viviendo en el antro del infierno, está viviendo en la casa de los asesinos, entonces no puede escribir como Osvaldo Soriano desde París que escribía todo clarito, ponía los parapoliciales, la Triple A, todo. Eso se podía escribir desde París: No habrá más penas ni olvido, por ejemplo, que es una novela que me gusta mucho. Acá no lo podías escribir porque desaparecías a los tres días. Acá había que jugar con climas, metáforas, simbologías para decir lo que la literatura quería decir. Creo que Ultimos días... dice todo lo que se podía decir en ese momento. Pero, políticamente, no tengo ninguna influencia, por los militares, desafortunadamente. No había contexto, no tenía ningún lado donde llevarla a leer, ningún grupo en las catacumbas, no, estaba solo, muy enfermo, algo que está en La crítica de las armas y La astucia de la razón. Estaba muy loco, con el terror a la metástasis del cáncer y el terror a los milicos, la doble muerte, las células internas y las células externas. Pablo Epstein es casi yo. Fue una experiencia espantosa, todavía no puedo creer haber tenido cáncer cuatro meses antes del golpe militar, es como un chiste muy macabro. Políticamente, entonces, no tenía ningún contexto donde leer la novela: fui, se la llevé a Vaca Narvaja de Colihue porque lo conocía de antes, ellos habían publicado mi primer libro, El peronismo y la primacía de la política, de 1974, libro que empecé a escribir en 1972. Está escrito al calor de la militancia: aparte del rigor universitario –yo era profesor de la UBA en ese momento– vas a encontrar todas las muletillas de la JP. Lo pensaba reeditar, pero siempre tengo un poco de cosa, porque este libro me hizo sufrir mucho, me aisló, directamente, haber escrito este libro y seguir siendo peronista en la universidad alfonsinista del ’84. Recuerdo que, después de que editaron Ultimos días... en Colihue, en una edición de tapas azules, tuvo mucho suceso entre los sectores que supieron leerla. Hasta Beatriz Sarlo me dijo una vez “sí, esa novela de tapas azules que llevábamos todos”.

¿Qué libros de otros autores argentinos le hubiera gustado escribir?

–Facundo, sin duda, es un milagro ese libro. Conflictos y armonías es un texto positivista, Argirópolis es un delirio, La vida de Chacho es el testimonio de un asesino, Recuerdos de provincia es una cosita suave, local. Pero un libro como Facundo, poderoso, no volvió a surgir, ni entre los que lo quisieron imitar, como Martínez Estrada en Radiografía de la pampa. Después, me hubiera gustado escribir Los lanzallamas, El juguete rabioso, ésa es una novela bárbara. Más hacia acá: alguno de los libros de Belgrano Rawson, El amigo de Baudelaire de Andrés Rivera, jamás Sobre héroes y tumbas, por favor, es un libro kitsch, nosotros nos reíamos de las reflexiones de Bruno, de un nivel filosófico lamentable, son reflexiones del sentido común. El fantasma imperfecto de Martini me parece una novela notable, alguna de Dal Massetto, Triste, solitario y final o No habrá más penas ni olvido me hubiese gustado escribir, lo único de Soriano, después a mí no me atraen sus novelas, aunque era un periodista notable. Con respecto a escritores que estoy leyendo ahora: Cuentas pendientes de Martín Kohan, que es muy sórdido pero no tiene una prosa que me atraiga, algunas novelas de Alan Pauls, que están bien, la última novela de Paula Pérez Alonso, Frágil, una novela que me interesó mucho, y pasó las suyas, Paula, realmente. Leí algunas cosas de Aira, Cumpleaños, me gustó mucho, lo llamé para decírselo y todo. Aira tiene un sistema muy extraño de escribir, pero bueno, eligió ése. Fogwill: para mí Los Pichiciegos está recontra sobrevalorada, me gusta Vivir afuera. Guillermo Saccomanno, El buen dolor, Saccomanno es un escritor fuerte de nuestra literatura, ése sí que se toma la literatura seriamente. No hay filosofía a la altura de la literatura argentina, y eso es algo que a los europeos les debe encantar, como esa América de García Márquez, esa América de nadie, mágica, sin dolor, eso a los europeos les viene bien: ustedes escriban ficción, noso-tros pensamos, ustedes quédense con la imaginación, nosotros, con la razón. Ningún filósofo argentino se puede comparar a Borges, hasta lo toman como filósofo pensadores como Foucault o Deleuze. El es nuestro escritor universal, pero también es el que nos cagó la vida.

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