Alicia Dujovne Ortiz se ha destacado por sus últimos libros en los que mantiene en tenso equilibrio biografía y novela. En Un corazón tan recio, es el turno de contar la singular vida religiosa y temporal de Santa Teresa de Avila.
› Por Juan Pablo Bertazza
El escándalo desatado la semana pasada en torno de Claudio María Domínguez, a quien lo acusaron de difundir las enseñanzas del Maestro Amor, no hace más que actualizar cuestiones ancestrales en torno de las vías alternativas de la fe y los réditos económicos de la espiritualidad. Viejas cuestiones que atañen a las sectas pero también, en cierto sentido, a la Iglesia. Pero en todo este escándalo o en otros similares subyace algo más sutil que tiene que ver con el enorme potencial retórico de la fe. Es decir, las estrategias literarias y persuasivas que, inexorablemente, incorpora todo discurso espiritual y religioso, desde el innegable histrionismo de los pastores evangélicos hasta las metáforas exquisitas de los evangelios bíblicos. Además de ser el libro más vendido en toda la historia de la humanidad, la Biblia es considerada, de hecho, una de las grandes novelas de todos los tiempos, por grandes escritores ateos, en una gama que va de José Saramago a Eduardo Galeano.
Como en esos juegos de naipes donde no se premia la velocidad ni la capacidad de engaño sino simplemente cierta actitud sigilosa, hábil, casi displicente, Alicia Dujovne Ortiz logró convertirse en una figura insoslayable de la literatura argentina, que además interviene en diversos aspectos de la cultura, como indica su valioso aporte al supervisar las publicaciones de las obras inéditas de su tío, el africanista Néstor Ortiz Oderigo. Pero la gran vía que encontró para desplegar su arte literario es un equilibrio notable entre la biografía y la novela: lo hizo con Evita en 1995, luego con la rubia Mireya, prostituta inmortalizada por Toulouse- Lautrec, después con su propio padre, figura central dentro del Partido Comunista Argentino, y también con la figura notable de Felisberto Hernández, centrándose en su complejísima relación con Africa de Las Heras, espía soviética andaluza que participó de la Guerra Civil Española y estuvo implicada en el asesinato de Trotsky. Es decir, la literatura de Dujovne Ortiz ya dio cuenta de la política, el arte y la literatura. Lo que faltaba era, precisamente, la religión.
“No hay desgracia para un corazón débil, la desgracia quiere un corazón fuerte.” Esa frase de Dostoievski le sienta de manera notable a Santa Teresa de Avila, una de las figuras emblemáticas del catolicismo español del siglo XVI, pero también una de las más encumbradas místicas de la historia de la literatura. Para recrear esta vida, Alicia Dujovne Ortiz, sigilosa y poética como siempre, echó mano a una notable investigación de documentos históricos como archivos de la Inquisición, las memorias de sus curas confesores, interminables epistolarios y también distintas clasificaciones de las carmelitas descalzas, orden para la cual fue tanto una de sus grandes hacedoras como también quien más la puso en peligro. Pero no es la mayor paradoja en la vida de una mujer que acuñó la célebre frase “Si me olvido de ti, Jerusalem, que mi lengua se pegue a mi paladar”, a quien en dos oportunidades se le paralizó la lengua, quien también vio cómo se le pegaban algunas lenguas prohibidas en pleno reinado del latín, quien definía a la Biblia como un libro de pícaros en viaje, y tenía una relación erótico-tortuosa con Dios (“la hostia se me ha derretido en la lengua como si fuese sangre recién derramada y aun caliente que me chorrease por las comisuras”). Una católica que, en plena Inquisición, debía ocultar a toda costa su origen judío.
Al meterse ahora con la religión, Dujovne Ortiz demuestra que la notable belleza del amor a Dios nace de sus contradicciones. Y, sobre todo, de sus dudas.
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