La historia, el psicoanálisis, las guerras y los Años Locos marcan la ficción de Jed Rubenfeld, un jurista experto en Derecho constitucional que ya había publicado La interpretación del asesinato. En La pulsión de muerte, el punto de partida, real, es un atentado contra el Tesoro de Estados Unidos, un país que, como señala el autor, ama olvidar el pasado.
› Por Laura Galarza
“Estados Unidos ama olvidar el pasado. Y mi novela es un ejemplo de esto.” Lo dice Jed Rubenfeld por estos días, cuando se acaba de anunciar la finalización de una nueva torre (“De la Libertad”) en la Zona Cero del World Trade Center neoyorquino. La pulsión de muerte, al igual que su anterior (La interpretación del asesinato, 2008) arranca con un suceso real. Esta vez, la explosión de una bomba en el bajo Manhattan, entre la banca JP Morgan y el Tesoro, el 16 de septiembre de 1920. Un hecho que causó numerosas muertes y nunca fue esclarecido. “Cuando empecé a investigar el ataque de 1920, me tenía que decir que no leía sobre septiembre de 2001. Pensé que estaba frente a una ficción, porque nunca había oído hablar de ella. Y los acontecimientos posteriores fueron muy similares a los terribles hechos del 11-S. Se asegura que el mundo nunca sería igual. El gobierno aprobó interceptar y grabar conversaciones, se detuvo a extranjeros, se les torturó, se les deportó”, comenta Jed Rubenfeld, un jurista experto en Derecho constitucional, graduado en Harvard y, a la vez, un gran estudioso de la obra de Sigmund Freud.
Los personajes de Rubenfeld son los mismos que en su anterior novela, sólo que vuelven a encontrarse diez años después: Jimmy Littlemore, el detective justiciero al estilo Sherlock Holmes, y su coequiper en la lucha contra el mal, Stratham Younger, cirujano y amigo personal de Freud. Littlemore, por la mano contraria al FBI (que en 1944 informó de manera oficial que el atentado había sido “obra de anarquistas o terroristas italianos”) investiga las conexiones internas. Hasta concluir que el objetivo final del atentado era validar una invasión a México y apropiarse de sus pozos petroleros.
Mientras tanto, Younger va por el mundo detrás de su enamorada, que no le corresponde, Colette Rousseau, una joven discípula de Madame Curie y misteriosamente perseguida por gente que quiere matarla. Ellos dos se conocen en el frente: Colette conduce uno de los camiones de radiología de Curie hasta los puntos de combate, lo que permite detectar dónde tienen alojadas las balas los soldados y extirparlas, antes de que desparramen su tóxico y los maten. En dosis justas y entretenidas se van alternando las persecuciones y los tiroteos dignos de una película de acción, con esta historia de amor poco convencional entre dos que tienen un mismo deseo: curar a un mundo enfermo y devastado por la guerra y la injusticia.
Sigmund Freud aparece como un personaje secundario, pero sin embargo definitivo para el sentido de la novela, haciendo posible una lectura que resuene en otro lado, que levante cabeza por sobre la historia de policías y ladrones. Freud va a ser el analista del hermano de Colette, un niño que enmudece cuando desde un escondite ve cómo los nazis matan a sus padres. “Su hermano tiene algo que decir, a consecuencia de lo cual no dice nada”, diagnostica Freud. Y este dicho, como todos sus dichos en la novela (que Rubenfeld asegura haber extraído literalmente de obras, documentos y cartas) van a interpelar a un país y, por qué no, a un mundo y a sus hombres, que eligen edificar sobre el silencio.
Es una apuesta que Rubenfeld convalide al psicoanálisis en un país más conocido por impulsar las teorías positivistas, que sostienen que la voluntad, y no el inconsciente, gobierna los actos humanos. La neurosis de guerra, que resultó desconcertante en aquella época (sordera, mutismo; puños y piernas paralizados en hombres sin lesión orgánica aparente), le permite a Freud teorizar, en 1920, el concepto que produjo un giro en su obra y en el psicoanálisis como teoría y que da el título a Rubenfeld: la pulsión de muerte. Comprueba que hay momentos en que el hombre busca la destrucción, la propia y la del otro. Va hacia la muerte “igual que una polilla busca la llama”, dice Freud y la compara, en la ficción (en la realidad, aclara Rubenfeld en su nota de autor, lo hizo el psicoanalista francés André Green) con el proceso de muerte “programada” de las células, o “suicidio de las células”. Es lo que Rubenfeld hace todo el tiempo: usar el elemento histórico y envolverlo en ficción.
Así nos enteramos, también, de que en la realidad el atentado coincidió con un traslado de casi mil millones de dólares en oro y que Estados Unidos siempre negó haberlos perdido. Que obreras que pintaban esferas de relojes con radio y “afilaban” sus pinceles con la boca terminaron tan envenenadas que sus cuerpos se iluminaban en la oscuridad. Que miles de soldados murieron en vano el 11 de noviembre de 1918 porque siguieron luchando después de que sus jefes ya conocieran el armisticio que puso punto final a la guerra. Que en 1941 Viena intentó obligar a los judíos a que se convirtieran y que alrededor de unos mil se refugiaron en una sinagoga y al cabo de tres días la prendieron fuego con ellos adentro. Todo eso va contando Rubenfeld de manera entretenida, punzante y documentada. Como esos buenos profesores de historia que uno habría ansiado tener: los que enseñan sin alardes y te clavan el aguijón de querer saber más.
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