Dom 13.05.2012
libros

Yira yira

El artista, su entorno y los misterios de la creación en una novela que se hunde en los márgenes sociales pero sin renunciar a la belleza.

› Por Martin Kasañetz

¿Cuál es la relación del artista y el paisaje que lo rodea? ¿Se afectan mutuamente? ¿En qué punto ambos, el artista y su entorno, terminan por constituirse uno al otro? En la letra del tango “Yira yira”, Discépolo describía cómo el mundo, a quien nada le importa, le daba la espalda, dejándolo sin una mano fraterna, sin un amigo, sin un favor. La soledad del Ser, pero fundamentalmente desde el punto de vista del compromiso con la creación, parece ser la base desde donde Lucía Mazzinghi plantea Gira la noche. El relato describe la rutina de un hombre, Carmelo, por el transcurso de siete días deambulando por su barrio en los calurosos días de un febrero de Carnaval en la ciudad. El motor del relato –de semblante existencialista pero lejos de “la gastada cháchara (...) de franceses anteojudos, ratas de biblioteca ideando estúpidas revoluciones florales, hablando de la nada que anonada entre sorbitos de cognac”, se despacha la novela– está directamente relacionado con el vagar de Carmelo por el barrio, la idea del cuerpo que se compromete con el entorno íntimamente, experimentando con profundidad el mundo que lo rodea. Todas las posibilidades caben en él y eso lo hace un Hombre. El carnaval del mundo desfila ante sus ojos pero cada una de esas emociones que observa también coexisten en su interior. En su recorrido atraviesa escenarios superpoblados de personajes marginales, lugares costumbristas y olores característicos de la convivencia social. Cada uno de estos aspectos descubre algún tipo de puente con Carmelo y su vida. Los lugares en donde sucedieron los hechos del pasado con amigos, la muerte de alguno de ellos, el amor y hasta su infancia van conformando su propia historia, que se comienza a descubrir mediante flashbacks hacia el pasado que se intercalan con la actualidad. Carmelo es músico, y en la soledad de su cuchitril, mientras observa los retratos de sus propios dioses del Jazz fantasea con la incansable capacidad coltraniana de oír todas las frecuencias a la vez o la figura principesca de Monk –aún en mangas de camisa– o los soplidos enloquecidos de Parker, mientras afuera, en el caluroso verano porteño, la ciudad se ve absorbida por los tambores y la música pegadiza que puebla las calles. El papel picado, el alcohol y las figuras paganas que asustan a los niños y ocultan los pudores de los adultos se contraponen con la realidad de Carmelo que parece atravesar la multitud sin ser tocado. En este deambular constante siempre está la música como enlace de todas sus sensaciones, tanto las pasadas siendo un niño, como las actuales que incluyen un reciente desamor y la prolongación de esa tristeza última como una permanente mochila que lo acompaña todo el tiempo.

Gira la noche es una novela que evita las explicaciones. Las circunstancias están expuestas de una manera hiperrealista, por momentos con una observación exhaustiva del entorno del personaje. Lo más destacable es que esa realidad expuesta de forma descarnada se combina con una poética profunda y bella que actúa de contrapeso ante la desmesura descriptiva. Esta combinación conforma una entidad superior en donde la autora parece utilizar el personaje principal de la novela para representar la soledad y el dolor del individuo apartado de la sociedad, que actúa como fusible, condensando toda su angustia, alegría y desencuentro confluyendo en una alegoría del artista y su acto creativo: “Sólo tenés que olvidarte de todo y escribir, poner lo máximo de cuerpo posible, invocar a las sirenas y correr el riesgo”.

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