Dom 27.05.2012
libros

JFKING

Casi como una plegaria o un conjuro, hace un tiempo que la literatura norteamericana viene escribiendo novelas que revisitan su pasado con la intención de reescribirlo, de corregirlo o de devolver al país a la conciencia de lo que fue y de lo que es. Stephen King, el gran intérprete del terror más profundo de los Estados Unidos, vuelve al fantástico con 22/11/63, una novela de 900 páginas tan atrapantes como la misión de su protagonista: viajar al pasado para salvar a JFK de aquella infame mañana de Dallas en la que el presidente fue asesinado y con él, la inocencia política de un país.

› Por Rodrigo Fresán

“Dejemos de lado lo de ser best seller y los estereotipos: este hombre es un genuino escritor de nacimiento. No es Tom Clancy. Escribe oraciones y tiene un gran sentido de lo literario y su prosa desborda de historia literaria. Lo que hace no es algo sencillo, no es mero palabrerío contemporáneo, y no es una tontería. Y lo anterior tal vez sea una forma torpe de decir que algo es inteligente, pero eso es lo que quiero decir.” Quien habló así no fue un colega en lo más alto de las listas de ventas, o un periodista perfilando un fenómeno de masas que ya ronda las cuatro décadas, o un editor intentando seducir al monstruo para que se vaya con él. Quien así habló fue la sofisticada escritora y refinada intelectual y ensayista de alta gama Cynthia Ozick.

Y se refería a Stephen King.

GRANDES DESESPERANZAS

De acuerdo en todo. Y Ozick no es la única que piensa lo mismo y la Historia –a pesar de más de un histérico que sigue arrimándolo a la categoría de Burger King, de alimento trash a consumir más o menos a escondidas– ha aprendido a reconocer al Rey King no sólo como el terrorista literario más consistente de nuestros tiempos sino, también, como el autor más cerca de emular el efecto radiactivo más allá del tiempo y del espacio de un tal Charles Dickens. Es decir, el influjo sin fecha de vencimiento de un gran escritor popular, haciendo hincapié en gran. Influjo acompañado por una vida con ribetes legendarios, dickensianos. A saber: pobreza extrema, repentino y duradero éxito cósmico, adicciones varias a casi todo durante buena parte de la década de los ochenta, accidente casi mortal al ser atropellado por un irresponsable conductor que pareció salido de uno de sus libros (leer sobre todo esto en sus autobiografías de lector y trabajador Danza macabra y Mientras escribo), pionero del libro electrónico con su Riding the Bullet (Plaza & Janés acaba de publicar en español su primer título sólo para descargar: Area 81), titiritero diabólico detrás del alias del aún más siniestro que él Richard Bachman, miembro de la rock-band de escritores The Rock Bottom Remainders, inevitable turista invitado a la Springfield de Los Simpson y –otra vez, como Dickens– hombre amado por millones de seguidores en todo el mundo que ya han adquirido, sin protestar y con agradecimiento, más de 350.000.000 de sus libros y a seguir sumando.

Además, los últimos tiempos han sido más que generosos con King en lo que hace a medallas y honores. Más allá de todo trofeo disponible para un escritor de su raza y género, King (Portland, 1947) ganó un codiciado premio O. Henry, es colaborador habitual de The New Yorker, The Paris Review le dedicó su consagradora entrevista y –para horror sin atenuantes de puristas y de académicos y de Harold Bloom– en el 2003 la National Book Foundation, hogar del National Book Award, le concedió su canonizadora medalla a toda una carrera por su “distinguida contribución a las letras norteamericanas” recibida, entre otros, por William Faulkner, Saul Bellow, John Cheever, Philip Roth, Susan Sontag, Don DeLillo, Thomas Pynchon y John Updike.

Pero –digámoslo– una prolífica carrera que ya supera ampliamente el medio centenar de títulos ha tenido, inevitablemente, altibajos y claroscuros. Y apunte personal: no hace mucho, un tanto preocupado por el relativo entusiasmo que me producían sus recientes novelones La historia de Lisey, Duma Key y La cúpula (siendo este último el primer libro de King que dejé sin terminar, inquieto porque, en todos ellos, las partes realistas me parecían tanto más interesantes que las partes de “dar miedo”) volví a los libros de King que me hicieron fan incondicional desde 1974. Tenía curiosidad por comprobar si, en realidad, serían tan buenos o, simplemente, placeres pasajeros en la vida de un adolescente que yo ya nunca volvería ser. Sorpresa y alivio: seguían pareciéndome excelentes y –ahora con los ojos CSI de un escritor, además de las pupilas deslumbradas de alguien al que le sigue gustando temblar con un libro en las manos– se me revelaban como didácticos y perfectos y admirables mecanismos de relojería narrativa.

Sépanlo: entre 1974 y 1979, King disfrutó e hizo disfrutar con la más triunfal y, seguramente, irrepetible de las buenas rachas. A saber: Carrie, esa Drácula en pueblo chico que es El misterio de Salem’s Lot (que leí por primera vez como La hora del vampiro), El resplandor (para mí muy por encima de muchas de las supuestas “Grandes Novelas Americanas” de la actualidad), la colección de relatos El umbral de la noche, ese El señor de los anillos en país grande que es Apocalipsis (en la que me sumergí por primera vez cuando se llamaba La danza de la muerte) y La zona muerta (una de sus/mis favoritas, con un protagonista trágico y entrañable). Un año después, en 1980, empezaron los problemas y mi primer ligero desencanto con Ojos de fuego. Pero seguí leyéndolo con placer y disciplina y, claro, abundaron las nuevas alegrías –Christine, la maravillosa colección de nouvelles reunida en Las cuatro estaciones, Cementerio de animales (para King su libro más monstruoso en todo sentido), Misery, El pasillo de la muerte y Corazones en la Atlántida– y buenos momentos y malos finales en It, Los Tommynockers, La mitad oscura, Un saco de huesos y Cell. Pero lo cierto es que ya nada había vuelto a ser como el primer temor.

VOLVER

Buenas noticias: con 22/11/63 –número uno de ventas en su país, uno de los mejores cinco libros del 2011 para el influyente y prestigioso suplemento de libros de The New York Times y “la obra de un maestro del oficio” para Time–, Stephen King vuelve a sus inicios, a lo más alto. A dar –nunca mejor dicho– en el blanco.

Y, de nuevo, la astucia de una fórmula (que no es otra cosa que la constante reformulación de uno de los Grandes Miedos Americanos) al servicio de un individuo que cuenta como pocos. Aquí y ahora –y desde entonces– el magnicidio de John Fitzgerald Kennedy como el fin del Sueño Americano, el comienzo de la Pesadilla Made in USA y el Big Bang-Bang de la conciencia paranoide-conspirativa de todo un país que ya no cree ni volverá a creer en lo que le dicen sus autoridades. Así, esa soleada mañana de Dallas como los disparos de largada para una carrera oscura y sin retorno, como el momento definitivo en que todo se arruinó sin remedio. Y hacia allí –rumbo al pasado y regreso al futuro– viaja el maestro de literatura de treinta y cinco años y paradigmático everyman kinguiano Jake Epping para intentar más corregir que cambiar la historia y poner las cosas no en su sitio sino en un sitio mejor. Como Al Templeton le dice a Epping: “Si alguna vez quisiste cambiar el mundo, ésta es tu oportunidad. Salva a Kennedy, salva a su hermano. Salva a Martin Luther King. Evita los choques raciales. Tal vez pon fin a Vietnam... Podrías salvar las vidas de millones”.

22/11/63. Stephen King Plaza & Janés 864 págs.

Y la idea no es nueva: pocas cosas más atractivas que buscarle opciones a lo histórico. Philip Roth y Michael Chabon no hace mucho se dieron una vuelta por ahí con La conjura contra América y El sindicato de la policía yiddish. Y JFK –como Jesucristo, Hitler y Elvis– es un eterno favorito de las ficciones de historia alternativa y/o reescrita y de agujeros espacio-temporales. Allí están clásicos como Cronopaisaje de Gregory Benford, secretos para entendidos como Resurrection Day de Brendan DuBois, logrados thrillers como A tiro de Philip Kerr, o pesados pesos de pesos pesado como Norman Mailer en El fantasma de Harlot y Don DeLillo en Libra y James Ellroy en América. Pero lo que hace de 22/11/63 algo nuevo y digno de todos los elogios es el modo en que (solucionando casi de entrada y sin demasiadas explicaciones el cómo nuestro héroe viaja al pasado, cortesía de su agonizante amigo Al Templeton, descubridor, en los fondos de su restaurante, de un portal más cerca de la magia de Lewis Carroll que de la ciencia de H. G. Wells), King organiza alrededor de un núcleo sobrenatural un verdadero tratado acerca del tiempo perdido y recuperado. Y los temas que toca son varios. La manera en que cambia una sociedad (el agujero del tiempo conduce a Epping a septiembre de 1958, por lo que debe pasar varios años marcha atrás a la espera de ese oscuro día de injusticia para hacer justicia –y, de acuerdo, tal vez Epping podría haber aterrizado en 1962, pero se sabe que a King le gusta mucho escribir mucho) y el modo en que la cultura popular de una determinada época forma o deforma a sus habitantes (gran parte de la gracia de la novela pasa por cómo Epping puede anticipar cambios y modas y tendencias rindiendo, de paso, tributos a J. D. Salinger, Shirley Jackson y Paul Bowles y John Irving y Ray Bradbury y los Rolling Stones y productos y marcas que ya no existen salvo en eBay). Sumarle a lo anterior el método con que King digiere y pone al servicio de la trama toneladas de documentación. Y, sí, King piensa que Oswald actuó solo y punto; nada de compleja conspiración sino algo más terrible y primitivo: el Mal Puro y Duro en acción. Pero, por encima de todo y de todos y más allá de tics y taras como la repetición casi mántrica de ciertas frases y el abuso de itálicas que ya son parte indivisible de su estilo, 22/11/63 es muy divertida y adictiva. Y se nos vuelve irresistible por el sentimiento de King a la hora de construir una sólida historia de amor: la de Epping –devenido George Amberson en el pasado– y la bibliotecaria Saddie. Romance muy reminiscente de aquel del también maestro de escuela Johnny Smith y su colega Sarah Bracknell en La zona muerta. De hecho, no sería impertinente rebautizar a 22/11/63 como La zona viva, porque, a su manera, funciona casi como un espejo deformante de aquella temprana y magistral novela. Epping sabe lo que va a ocurrir y Smith tiene el don de anticipar el futuro. Y –luego de que ambos calienten motores y mejoren puntería con casos menores y neutralicen a un par de psicópatas no tan trascendentales mientras llega la hora del gran duelo– el primero debe salvar a un presidente para mejorar el mundo y el segundo debe acabar con un futuro presidente que destruirá el planeta. Pero, se sabe, nada es tan simple como parece y –en 22/11/63, con Epping cada vez más cercado por ominosas fuerzas cronolíticas poco interesadas en que se altere el flujo establecido de los acontecimientos– muchas veces hacer historia equivale a deshacerla. No les corresponde a los hombres entrometerse con los engranajes del destino, parece decirnos King. Y, al final, sólo queda el consuelo de bailar con la persona que más amas.

De esta manera, salimos al otro lado de las casi 900 páginas de 22/11/63 –proyecto que King tenía pensado desde 1971 pero demoraba hasta saberse a la altura de su ambición, futura adaptación cinematográfica a cargo de Jonathan Demme– como quien regresa de un largo y tremendo y enriquecedor viaje. Como quien vuelve de una novela que, por pertenecer al género fantástico, no deja de ser una gran novela.

QUE MONSTRUOS

Lo que nos lleva –tratándose aquí de pasados y de presentes y futuros– del estado de las cosas en lo que hace al terror y horror escrito. Y me temo –y me atemoriza– que el asunto no pasa por su mejor momento. Así como en su momento el éxito e impacto sociológico de la novela y film El exorcista llevó a un muy joven King a probar si le salía bien eso de asustar porque, de pronto, había un buen mercado para el escalofrío; ahora el huracán George (R. R. Martin) ha empujado a nuevos escritores a los terrenos de espadas y brujerías del fantasy del mismo modo que hace años Thomas Harris convirtió y obligó a muchos narradores al culto del asesino en serie. Y, ah, abunda la carne podrida de tanto zombi descerebrado. Por lo demás, los monstruos ya no son lo que eran y, como bien dijo King, las novelas de la saga Crepúsculo no tratan de vampiros sino “de la importancia de tener novio”.

Más allá de lo anterior, caben detectarse y celebrarse “brotes negros” y el éxito de la muy claramente influida por King –pero acaso un tanto extrema y descontrolada en su constante proliferación de espantos– serie televisiva American Horror Story quizá clave una estaca en esa tontería que es True Blood y posea a toda una nueva generación de futuros terroristas. De ser así, espero que tengan presentes las enseñanzas de King. A saber: “Terror es ese calculado crescendo camino de ver al monstruo. Horror es ver al monstruo”. Es decir: 90 por ciento de terror y 10 por ciento de horror.

Mientras tanto y hasta entonces, algunas recomendaciones... El nórdico John Ajvide Lindquist, quien se hizo merecidamente célebre con Déjame entrar y continúa firme y seguro con Descansa en paz y El puerto. Los horrores latiendo en el espanto de la Gran Depresión de Robert Jackson Bennet en Mr. Shivers, The Company Man y The Troupe. Glen Duncan muestra los dientes con la atendible El último hombre lobo. Los policiales diabólicos de John Connolly protagonizados por el sufrido detective Charlie Parker o los demonios étnicos de Lawrence Gruber a ser derrotados por el detective cubano Jimmy Paz. Las variaciones sobre el aria de lo siniestro de Kelly Link. Joe Hill –seudónimo del hijo de Stephen King– como el un tanto derivativo pero aun así encomiable heredero de los trucos y magias de su padre. Y el prolífico Michael Koryta –en sabático de sus thrillers– también tras los pasos del papá de Hill en –hasta la fecha– tres casos sobrenaturales: So Cold the River (Aguas gélidas), The Cypress House y The Ledge. Y Dean Koontz siempre nos dará una alegría y nunca dejaremos de rezar porque Anne Rice –aunque parece difícil, teniendo en cuenta sus recientes novelizaciones jesuíticas y su recién publicada y poco afortunada revisión del mito licantrópico– vuelva a la buena senda. Y cabe pensar que Jonathan Mayberry –quien arrancó muy arriba y muy fuerte con la monumental trilogía Pine Deep: Ghost Road Blues, Dead Man’s Song y Bad Moon Rising– alguna noche día se cansará de tanto masivo muerto viviente en sus últimas entregas y regresará a criaturas más inquietantes y singulares. Y Sarah Langan, autora del inquietante díptico fantasmagórico The Beeper/The Missing.

Y hay muchos otros, claro. Hay tantos ojos en el bosque como árboles. Y, se sabe, en ocasiones los árboles no dejan ver al bosque. Por lo que quizá lo mejor sea seguir el mapa de un especialista a la vez que maestro de la cuestión que nos evite tantos enanitos y nos lleve directamente a las fauces de los mejores y más felices hombres-lobo.

El inmenso Peter Straub –autor de Fantasmas y de la Trilogía de la Rosa Azul, socio de King a la hora de firmar El talismán y Casa negra, y en más de una ocasión maliciosamente definido como “un Stephen King para seres pensantes”– ha ido elaborando a lo largo del tiempo varias antologías decisivas y esclarecedoras: sus American Fantastic Tales para The Library of America (divididos en dos volúmenes: Poe to the Pulps y 1940s to Now e incluyendo dosis de Richard Soy Leyenda Matheson, a quien King considera máxima influencia) ofrecen un buen y amplio y sólido espectro de la especie en Estados Unidos; The New Fabulists (encargo de la revista/libro Conjunctions para su número 39, en 2003) propone un listado de firmas consagradas que incluyen a John Crowley, M. John Harrison, Jonathan Lethem, Joe Haldeman, China Miéville, Gene Wolfe y Neil Gaiman, entre otros, y Poe’s Children: The New Horror (2008) combina contraseñas para exquisitos como el turbulento Brian Evenson y el casi realista Dan Chaon con próceres escondidos como Thomas Ligotti y patriotas omnipresentes como, sí, Stephen King, quien sigue insistiendo en que “la clave de todo pasa por dedicar seis horas al día a leer y escribir” y continúa siendo el ayer y el hoy y el mañana de casas embrujadas y amenazas fantasmas.

(Continuara... Y continuara...)

Aunque el futuro inmediato de King esté perfumado de pasado, ya se sabe cuáles serán sus próximos dos libros: por un lado, Dr. Sleep, tan esperada como arriesgada continuación de El resplandor con el ahora adulto Danny Torrance luchando contra nosferatus-mentales, y más le vale a King que le salga bien la cosa. Por otro, The Wind Through the Keyhole, inminente nueva aproximación y octava entrega de lo que él entiende como su magnum opus. Ese centro y núcleo de lo que todo sale y a lo que todo regresa en múltiples guiños y alusiones a lo largo y ancho del resto de su obra: la saga de La torre oscura. Esa curiosa mutación de spaghetti-western de Sergio Leone con dragones y laberintos espolvoreados con versos de Robert Browning y acaso culpable de muchos de los vicios y taras de J. J. Lost/Fringe Abrams. Allí, el melancólico pistolero Roland Deschain (Javier Bardem ha sido elegido para protagonizar una adaptación en largo trámite al cine y a la televisión con la Warner y la HBO asociadas: tres largometrajes y dos temporadas para funcionar como nexo entre los films) cruza dimensiones y, cerca del final, en un pliegue metaficcional, se encuentra, en 1977, con un escritor llamado Stephen King. Un Stephen King que no es exactamente el King Stephen que todos conocemos pero que, aun así, ya es deus ex machina y divinidad indisoluble de su creación. Alguien tan todopoderoso que así se regala un capricho y nos obsequia una alegría. El comprobar y probarnos que Stephen King (seguramente, junto a Henry James, el estadounidense que más y mejores tramas ha invocado acerca de la práctica de su profesión como arriesgado acercamiento a la “locura del arte”) puede ser, también, un gran personaje de ese gran creador de personajes que es Stephen King.

Se lo tiene bien –muy bien– merecido.

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