Después de retratar la vida del compositor Ravel y del atleta checo Emile Zátopek, Jean Echenoz aborda la vida del Nikola Tesla, un adelantado a su tiempo, científico de científicos y competidor de Edison.
› Por Juan Pablo Bertazza
Hace aproximadamente diez años se divulgaba una especie de test de personalidad inquiriendo con cuánta frecuencia uno consulta por día los mails. Entre una y cinco veces significaba ubicarse en los parámetros de la normalidad; entre cinco y diez entraba en una especie de alarma, y más de diez veces era lisa y llana adicción. A partir de la llegada de blackberries y otros dispositivos móviles, ese test resultaría, en la actualidad, impertinente. La pregunta es si con el avance de la tecnología cambia lo que podríamos llamar “índice de normalidad” o si, por el contrario, las tecnologías de la comunicación fomentan adicciones y patologías e, inclusive, las legitiman. Aunque en otros términos, es indudable que Nikola Tesla –físico, matemático, inventor e ingeniero eléctrico croata– se formuló esta cuestión pero, como la mayoría de los científicos, priorizó siempre su genio, es decir, su capacidad para crear lo que aún no existe. En realidad, Tesla fue un inventor de inventores, es decir, un científico que propició ideas que facilitaron miles de inventos que luego se atribuyeron otros trepándose a sus hombros, inventos actuales como la radio, los rayos X, el radar, el control remoto (cuyo inspirador, el estadounidense Eugene Polley, falleció el martes pasado), el microscopio electrónico, los robots e incluso Internet.
“No creo que haya alguna emoción más intensa para un inventor que ver alguna de sus creaciones funcionando. Esa emoción hace que uno se olvide de comer, de dormir, de todo”, dijo alguna vez Tesla, y esa frase, además de retratar su propia vida, es aplicable también a Maurice Ravel y al atleta checo Emil Zátopek.
Los tres conforman la trilogía de vidas que se cierra con este libro, el último de Jean Echenoz, el más vendido de los escritores franceses eruditos y serios o viceversa. Pero, además, esa frase sirve para marcar el hilo en común de estos exponentes respectivos de la música, el deporte y la ciencia, porque más allá de que los tres son, a su manera, artistas y creadores, lo que más los une es la novela de sus vidas: un sino trágico, un guión existencial en el cual conviven el éxito inesperado y sin precedentes con la caída abrupta, la admiración servil de los más poderosos con una soledad tan grande e indescriptible que, en cierta forma, los volvió extraños de ellos mismos.
Relámpagos –título que trae a colación las dos caras de la genialidad: la luz de la inspiración y el temor del aislamiento– es un libro de no-amor, una novela donde el amor brilla, en serio, por su ausencia. Se insinúa, en realidad, a partir de la relación con su primer empleador Thomas Edison, con quien protagonizaría la denominada “guerra de corrientes” –entre la alterna de Tesla (su gran aporte al campo científico) y la continua de Edison–. También se insinúa débilmente en ciertos juegos de seducción que comparte con la mujer de una aristócrata pareja amiga, pero no pasa de eso: toda su vida es genio. Y soledad.
Y era difícil que Tesla no estuviera solo teniendo en cuenta algunas de sus particularidades: cierta aptitud mental que consistía en poder visualizar en su mente cada proyecto en tres dimensiones y con todos los detalles, a tal punto que eso mismo le generaba, por momentos, alguna confusión entre la realidad y el plano de la invención, rituales como su obsesión por combatir microbios (a tal punto que en restaurantes y hoteles de lujo se ocupaba él mismo de la higiene de la cristalería por más resplandeciente que estuviera), su fanatismo por los números divisibles por tres (que condicionaban todas sus decisiones, hasta las más concretas, como la propia dirección de su laboratorio en Tercera Avenida 33), o mirar el reloj exactamente cada treinta y tres minutos, pese a tener una especie de sentido del tiempo absoluto, así como algunos músicos gozan del oído.
O su manía por las palomas, una condición que le iba a deparar, entre otras cosas, el mote de científico loco y su decadencia, y que Echenoz explota de manera magistral: “La paloma, no obstante. La paloma cobarde, sucia, insulsa, tonta, abúlica, vacía, vil, inane. La paloma cochambrosa, su mirada sorda, su absurdo picoteo, su occipucio descerebrado, su vergonzosa indecisión, su sexualidad desoladora. Su vocación parasitaria, su ausencia de ambición, su crasa inutilidad”.
Inspiración en estado puro, atmósfera poética que generan tanto en creadores como en creados los genios –músicos, atletas o científicos, poco importa–, pero, sobre todo, esas personas cuyo particular sufrimiento es revisitado con frecuencia. Dolor que genera adicción literaria.
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