Un pueblo de la Patagonia en el contexto de su centenario es el escenario elegido por Maristella Svampa para su segunda novela. Un fresco social con personajes al borde de los estereotipos.
› Por Luciana De Mello
Patagonia, megaminería, justicialismo y trata de mujeres. La segunda novela de Maristella Svampa pinta un fresco costumbrista con todos estos elementos que no sólo dan cuenta de los escenarios políticos actuales en Argentina sino de las propias pasiones y debates en los que participa la autora en su otro frente, el de socióloga, analista política e investigadora del Conicet. Donde están enterrados nuestros muertos se sitúa en un pequeño pueblo ficcional de la meseta patagónica, que es nuevamente la geografía elegida por la autora para montar el escenario donde se desarrollará la historia de Rosana –una empleada doméstica que acaba de perder a su hijo en un accidente en la ruta provincial–, y la de Miguel Angel, el hijo mayor de su patrona que regresa a su pueblo natal para realizar una serie de entrevistas a los personaje célebres del pueblo en vísperas de los festejos de su centenario.
Rosana es presentada como una mujer humilde, de unos cuarenta años, que ha sido madre joven y que es pobre. Las hojas que se le acumulan en el patio, gracias a la parra que la protege del calor del desierto, la obsesionan. Rosana escucha a Gilda y habla con diminutivos todo el tiempo. Es una mujer sin dobles intenciones ni dejos de maldad. No siente envidia ni resentimiento, sólo necesita hacer justicia desde que su hijo fue atropellado por una de las camionetas de la empresa minera que se llevan el mundo por delante. Rosana despierta a la política desde esta pérdida y, sin proponérselo, comienza un movimiento de concientización en su pueblo ayudada por un abogado joven, idealista e incorruptible. En la novela, también destaca la figura del intendente chanta preocupado en el corto plazo por su suerte política dentro de su jurisdicción, el pintor huraño y setentista desilusionado del mundo, la mujer bonita pero inteligente que alguna vez fue Miss Belleza del pueblo, y el infaltable porteño soberbio que en realidad nació en ese pueblo de la meseta patagónica, aunque ese dato es algo que preferiría olvidar.
Promediando el texto, Donde están enterrados nuestros muertos sufre de una saturación de lugares comunes, de una escritura de meseta que lejos de provocar tensión anticipa la resolución de los puntos de conflicto. El problema no es la temática realista, sino que se lee la intención en el tramado de la historia, pero sobre todo esta intención se concentra en la construcción de los personajes.
“Es la primera vez que unifico mi experiencia como investigadora con la literatura, porque ésta es, en su trasfondo, una novela social o política, o como quieran llamarla”, señaló Svampa en una entrevista, refiriéndose a su segunda novela. Y ciertamente es el problema que se plantea tras la lectura, el recurrente tema de forma-materiales. “Una novela sólo se explica por sí misma, y por las mismas razones por las que lo que cualquier obra de arte ‘significa’ sólo puede ser captado, develado, descubierto, desde su propio lenguaje”, afirmó alguna vez Abelardo Castillo. Y quizá sea esto lo que le falta a la historia, una vuelta de tuerca desde la perspectiva del lenguaje que no sólo reproduzca los discursos de los diferentes actores sociales de la época, sino que teja una trama subterránea a su discurso, la que va por lo bajo, la que se apoya en lo no dicho, la que explora la materia humana desde su profundidad, bastante lejos de las teorías.
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