Domingo, 3 de junio de 2012 | Hoy
El nuevo ensayo histórico del académico Niall Ferguson se mete con el viejo tema de por qué fue Occidente el que le impuso su cultura al mundo. Astutamente, no termina de responder este inabarcable interrogante y en cambio desliza otra pregunta: cuánto falta para que China vuelva a ser el ombligo del mundo y el mandarín, la lengua internacional; cuánto falta para que en este mundo multipolar asome la cabeza de Asia. Y, para agradecimiento de los lectores, analiza estas inquietudes sin dramatismo y con gran sentido del humor, de modo que Civilización resulta un libro irreverente, brillante y divertido.
Por Sergio Kiernan
Hay una vocación medio de mezclar las cosas en los libros de Niall Ferguson, un académico que enseña Historia y también Economía en Harvard, y que tiene un incontrolable sentido del humor. Estas combinaciones dan para el pastiche pero también para la originalidad, que es uno de los hilos básicos de este Civilización, un libro que abarca mucho, plantea una pregunta enorme y con gran cordura la deja sin responder. Es que Ferguson se mete con el viejo tema de por qué fue Occidente el que se tragó al mundo y le impuso su cultura. O dicho en sus palabras, ¿por qué los chinos van a bailar a una disco de minifalda o vaqueros, pero en Iowa no hacen la ceremonia del té?
Este tipo de libros suele ser hijo del malestar, y éste no es la excepción. Cuando Paul Kennedy quedó en la inesperada posición de bestseller con su Ascenso y caída de las grandes potencias, fue porque había tocado un nervio: si España y Portugal, Francia y Gran Bretaña habían tenido imperios donde el sol no se ponía, ¿qué le esperaba a Estados Unidos? Pues ahora Ferguson vende con la pregunta implícita de cuánto falta para que el Imperio Celestial vuelva a ser el ombligo del mundo y el mandarín la lengua internacional.
Para llegar a esta inquietud hay que recorrer la historia de cómo una Europa dividida, en guerra constante, fragmentada en reinos y lenguas enfrentadas, habitada por pueblos roñosos y explotados, pudo despegar y crear imperios globales. Ferguson responde que justamente por eso, por divididos y enfrentados, los europeos crearon una dinámica de competencia que dio frutos nunca vistos. La combinación de tecnología militar, capitalismo naciente, disputa religiosa, ciencias nacientes y sistemas legales podría haber sido un desastre, pero produjo la mezcla que llevó a portugueses y españoles a sus conquistas, y al resto de Europa a una primacía realmente notable.
Ferguson descarta toda idea de superioridad étnica, lingüística o cultural, las explicaciones de moda en el siglo XIX, y les hace burla a los victorianos que hablaban de “la raza británica”. La empresa europea fue, justamente, una empresa que, a la manera de Apple, dominó su mercado con una receta muy difícil de definir de maña, trampa, violencia y mejores productos. En el camino, hay descubrimientos realmente fascinantes.
Por ejemplo, que un problema que tuvieron en la China imperial fue el de la tremenda división idiomática. La plebe hablaba dialectos varios que nadie se molestaba en escribir, mientras que la elite sudaba la vida entera para aprender los 431.286 caracteres del mandarín y pasar los durísimos exámenes para ser funcionario. El resultado fue una concentración del conocimiento que garantizaba la “armonía”, estable y conservadora. La Europa posmedieval estallaba en lenguas escritas y en una industria editorial que difundió el conocimiento y creó la primera revolución científica.
Otro divertimento es, después de analizar cómo la Conquista española difirió de la colonización inglesa, imaginar si los ingleses hubieran llegado primero a México y Perú, y los españoles hubieran tenido que conformarse con colonizar Maryland y las Carolinas. Ferguson confía en que hoy habría un México de habla inglesa más pobre que unos Estados Unidos de habla española, porque lo que manda son las condiciones materiales de cada emprendimiento. Y, en un aparte brillante, explica que hubo un grupo humano que la sacó mucho pero mucho más barata en la América latina que en la inglesa: los negros. Con economía de trazos, Ferguson explica el enorme racismo inglés y la flexibilidad hispánica, nada fóbica en el mestizaje.
Este libro entretenido e irreverente abunda en revelaciones, como que en la Inglaterra de la primera Revolución Industrial se ganaba mejor que en el continente, pese a las leyendas negras. O que Wellington ganó en Waterloo porque Napoleón nunca logró cobrar bien sus impuestos o bajar la tasa de interés (los ingleses pagaban dos puntos menos de interés y con eso alcanzó). O que hasta el siglo XV convenía emigrar a China, pero a partir del XVII claramente se vivía más y mejor en Europa. Ferguson hasta calcula el salario real y destaca que el centralismo y la cerrazón cultural favorecen la dieta monótona: los japoneses de 1850, alimentados casi exclusivamente con arroz, les llegaban al hombro a los norteamericanos que entraron a cañonazos con el comodoro Perry.
Un toque muy simpático del libro es traer el tema a la vida cotidiana, lamentando la desaparición del traje típico a manos del vaquero. Ferguson recuerda que era apenas una prenda de trabajo de vaqueros, mineros y otros miserables, con lo que su supremacía mundial es explicable sólo por esa gran industria occidental, los medios. Así es que aparecen en este ensayo histórico las figuras de John Wayne –el primer actor en aparecer en vaqueros en una película– y de James Dean.
En capítulos intermedios se toca el desastre que es Africa y se especula sobre su debilidad institucional, se compara con una brevedad agradecible el despegue de India con el de Corea y China, y se prepara la escena para el capítulo final, que recomienda ir abriendo el paraguas y aceptar que Asia va a protagonizar este nuevo siglo. Lo cual, en cierto modo, es una vuelta a la normalidad y no significa, pese a los agoreros, que Estados Unidos pase a ser Bélgica: ninguna potencia nacida en el siglo XVIII se hundió en la pobreza, ni siquiera la diminuta Holanda.
Lo que sí se ve venir es la vuelta a un mundo multipolar donde los americanos serán un actor poderoso pero no el único y omnipotente. Visto en qué anduvieron en estos años en que podían todo, que otros de pieles más oscuras y costumbres diferentes les pongan límites no puede ser del todo malo.
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