Desde sus comienzos, la idea del retorno atraviesa la literatura argentina: ahí está la vuelta de Martín Fierro inaugurando toda una tradición de exilios políticos, desde los románticos del ’37 hasta la dictadura del ’76 y el regreso en democracia. Invitado a Inglaterra a presentar la traducción de su novela Las islas, en el marco del simposio “Narrativas de Malvinas”, organizado por el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Cambridge, Carlos Gamerro escribió y leyó este ensayo en el que aborda el tema hasta desembocar no sólo en la guerra, sino en las secuelas que Malvinas ha dejado en los ex combatientes y las distintas interpretaciones alrededor del deseo de regresar a la islas.
› Por Carlos Gamerro
El libro Soldados, del poeta y ex combatiente de Malvinas Gustavo Caso Rosendi, abre con el siguiente poema:
Las casas flamean porque partiremos
Para no volver jamás
Guillaume Apollinaire:
Se asoman cada noche
Uniformados de musgo
Desde la tierra parturienta
Miran las luces del muelle
Y todavía sueñan
Con regresar algún día
Oler de nuevo el barrio
Y correr hacia la puerta
De la casa más triste
Y entrar como entran
Los rayos del sol
Por la ventana
En la que ya nadie
Se detiene a mirar
Donde ya nadie
Espera la alegría
Este poema habla de algo que todos sus lectores podemos prever y también entender: el anhelo de los soldados que están en el frente por volver a casa; incluso, como en este caso, cuando se trata de soldados muertos. Pero hay algo más difícil de prever y entender, al menos para los que no fuimos a ninguna guerra.
Corría el año 1992. Yo estaba trabajando en mi novela Las Islas y, entre otras investigaciones, me había decidido a entrevistar a un grupo de ex combatientes de La Plata, entre los que se contaban Gastón Marano, Rodolfo Carrizo, Martín Raninqueo y el propio Caso Rosendi, aunque a él no llegué a entrevistarlo. Los había elegido a ellos porque tenía los contactos, pero también porque sabía que sostenían posturas críticas frente la guerra y los militares, estaban vinculados con las Madres de Plaza de Mayo... Hablábamos el mismo idioma, pensaba, íbamos a saber entendernos. Una tarde de verano, entre cervezas y maníes, me habían contado lo que todos sabemos, pero que recién entendemos –o no entendemos, pero percibimos– cuando sentimos en el cuerpo, detrás de las conocidas y hasta predecibles palabras, la vibración de la vivencia física: el frío en los pozos, el hambre, los bombardeos, el miedo en la alta noche, el desamparo, las torturas de los superiores –un episodio que ingresó en las dos versiones de Las Islas, la novela y la obra teatral, el del estaqueamiento mejorado con la pinza que muerde el labio del yacente, me fue revelado ese día–. En un punto en que la conversación parecía agotada, en el cual sentí que ya no me serían relatadas nuevas atrocidades ni sufrimientos, se me ocurrió hacer una pregunta, en un tono canchero, casi cómplice: “Bueno, después de todo lo que me contaron, ¿ustedes volverían a las islas?”. Todos a una, sin dudar, respondieron: “Sí, claro”. En ese momento tuve una revelación: una revelación, si se quiere, de incomprensión, y supe cuál debía ser el centro, el núcleo duro de mi novela. Porque yo, Carlos Gamerro, no hubiera sido capaz de prever esa respuesta. Tampoco podía entenderla al escucharla de boca de ellos: apenas saber que era verdad. Pero mi personaje, Felipe Félix, tendría que entenderlo. Si no, la novela sería un fracaso; él, un ex combatiente trucho.
La literatura argentina escrita hasta ese momento sobre la guerra no me ofrecía demasiada ayuda. Quizá por la necesidad de oponerse al registro épico de los relatos de la dictadura y de la prensa unánimemente cómplice, y al Gran Relato Argentino que los había precedido y les servía de fundamento, quizás por gravitación del texto fundacional de la literatura de Malvinas, Los pichi-ciegos, de Rodolfo Fogwill, el único registro válido parecía ser el de la picaresca, género antiépico por excelencia. La de Fogwill es una novela de desertores, de desertores que se organizan para hurtar su cuerpo a la guerra con el único e irrenunciable objetivo de sobrevivir el mayor tiempo posible. La deserción es el sueño o la fantasía de todo soldado, sobre todo del que no ha elegido ir a la guerra, pero también del voluntario arrepentido: aunque la mayoría nunca lo intente, la mera posibilidad de imaginarla ayuda a soportar el día a día de la guerra. Una de las más celebradas novelas sobre la guerra de Vietnam, Persiguiendo a Cacciato, de Tim O’Brien (él mismo un veterano de esa guerra), es toda ella la realización de una fantasía de deserción: el soldado Cacciato se harta de la guerra y decide irse caminando a París. El viaje puede parecer imposible, pero es al menos pensable: para comprobarlo basta mirar el mapamundi. Los combatientes de Malvinas ni siquiera tenían el consuelo de estas fantasías: estaban rodeados por agua, y por la flota inglesa, aislados en el sentido etimológico del término. Pero muchos de ellos podían convertirse en Cacciato mientras dormían: Fabián, uno de los entrevistados del libro Los chicos de la guerra, de Daniel Kon, cuenta el siguiente sueño: “Me acuerdo de que una vez me había dormido muy profundamente y había empezado a soñar. Era un sueño hermoso: yo volvía de las Malvinas y llegaba hasta acá, hasta este barrio, caminando; venía por la vereda de mi casa, y justo en el momento en que estaba por entrar, justito en el instante en que iba a abrir la puerta, alguien me sacudió para despertarme. ¿Qué hacés pelotudo? Me cortaste el sueño, le dije. ¿Qué dijiste?, me preguntó enojado el que me había despertado. Recién entonces lo reconocí: era el capitán”. Un personaje del cuento de Rodrigo Fresán, “La soberanía nacional”, quiere que los ingleses lo tomen prisionero para ir a Londres y conocer a Los Rolling Stones; el del cuento de Juan Forn “Memorándum Almazán” es un impostor que se hace pasar por ex combatiente. El sueño del regreso está ausente de esas ficciones, es más, es incompatible con ellas: el desertor sólo quiere volver a casa; la línea de fuga del pícaro se orienta siempre hacia el futuro.
El tópico del regreso a Malvinas aparece primariamente como forma de negar o redimir la derrota. Volver, en el sentido más literal, es volver a invadir las islas, esta vez para ganar la guerra. Oscar Poltronieri, único soldado conscripto condecorado con la Cruz de Valor en Combate, declara en Partes de guerra, de Speranza y Cittadini: “Si yo tuviera que ir a Malvinas a pelear de vuelta, iría. La mayoría de los veteranos iría. Porque ya tenemos experiencia y los que están acá no saben nada. Porque cuando nosotros recién fuimos no sabíamos lo que era una guerra, pero ahora sabemos cómo es y cómo es el terreno y todo. Entonces preferimos ir nosotros antes de que vayan otros pibes que no saben lo que es una guerra. Nosotros ya sabemos todo, lo malo y lo bueno. Y con todo, nosotros volveríamos”.
Es en esta visión del regreso donde oficiales y soldados forman un bloque único: todo se subordina al fin de ganar la guerra perdida. Este sueño del regreso épico tiene un enemigo más implacable que cualquier ejército imperialista: el tiempo. Hoy, a los 50, mañana a los 60, los conscriptos que sueñan con volver a la guerra se parecen cada vez más a esos personajes de Conrad que sueñan con redimirse de una flaqueza que los perdió, o a ese Pedro Damián de Borges, que le pide a Dios que vuelva el tiempo atrás para morir como un valiente en la batalla en que supo que era cobarde. La muerte de Mohammed Alí Seineldín probablemente marcó el cierre simbólico de esta alternativa. No hay que perder de vista, de todos modos, que el objetivo de recuperar las islas es importante para muchos combatientes. Así lo explica Juan Carlos, en Los chicos de la guerra, entrevistado a los pocos días del fin del conflicto: “Si las Malvinas, no digo por medios bélicos sino diplomáticos, llegan a recuperarse, pienso que nosotros nos vamos a sentir satisfechos, vamos a sentir que no todo fue en vano. Pero si no las recuperamos, si lo que nosotros hicimos sirvió para que los ingleses reafirmaran sus pretensiones sobre las islas, yo, al menos, me voy a sentir muy mal. Voy a pensar que por culpa de nosotros, que fuimos a las Malvinas, las perdimos definitivamente”. El regreso puede, también, tomar la forma de una expiación de la derrota, y cobra la forma de una peregrinación a Malvinas. Si las islas no vuelven a nosotros, nosotros volvemos a las islas.
La nostalgia del regreso, de todo regreso, como sabemos, se construye con el tiempo. A los pocos días de volver de la guerra, Fabián E., de Los chicos de la guerra, responde de manera poco entusiasta a la pregunta: ¿Volverías a visitar Malvinas alguna vez?: “Sí, si se pudiera me gustaría ir por un ratito, nada más. ¿Sabés qué iría a ver? Si todavía existe el agujero en el que estuve enterrado vivo toda una noche”.
Pero las islas y la experiencia de la guerra se magnifican en la memoria y la necesidad de volver a ellas se va haciendo cada vez más fuerte. Edgardo Esteban, el primer ex combatiente en cumplir ese sueño, lo cuenta así en su “Malvinas, diario del regreso”, apéndice a su conocido Iluminados por el fuego: “Siempre sentí la necesidad de volver a las islas. Quizá porque creí que si no pisaba Malvinas nuevamente, nunca llegaría al final de ese camino que empezó el 2 de abril de 1982. Necesitaba ganarles a la guerra, a mi propia guerra, esa que deambulaba por mi mente y no me dejaba estar en paz, esa que constantemente me acechaba, con sus fantasmas y sus muertos. Jamás perdí la ilusión de volver, esa esperanza de regresar y visitar las tumbas, mis lugares, esos que me marcaron a fuego cuando tenía tan sólo diecinueve años y que no olvidaré por el resto de mi vida [...] Los recuerdos de la guerra están en mi cuerpo, son marcas que nunca se borrarán. Necesitaba cerrar viejas heridas, cicatrizarlas y dejarlas por siempre en las islas”. Llama la atención esta secuencia: cerrar las heridas, cicatrizarlas y dejarlas en las islas. La metáfora, como siempre, dice más de lo que el hablante pretende: dice, en este caso, la imposibilidad de su ilusión.
Los países-isla, como Australia, Cuba o –en otro tiempo– el Reino Unido pueden abrigar la ilusión de que su forma está determinada por Dios o la naturaleza. La mayoría de las naciones no tienen esa suerte: su forma es contingente, el resultado temporario de una serie de maniobras militares y políticas. Pero la idea de la integridad de territorio nacional cobra fuerza emotiva a partir de la metáfora de la patria como cuerpo y la identificación de un mapa ideal de la patria con éste. En un texto fundacional de nuestros reclamos por las islas, el padre literario de la patria, José Hernández, define así la usurpación inglesa: “Es como si se nos arrebatara un pedazo de nuestra carne”. La metáfora de la patria mutilada o castrada aparece con fuerza simbólica (tanta que uno duda si se trata de un relato verídico o apócrifo) también en Los chicos de la guerra, donde se presenta “la historia de H. que, también por congelamiento, sufrió la amputación de sus testículos. Actualmente viaja tres veces por semana desde su casa en el sur del Gran Buenos Aires hasta el consultorio de una psicóloga de la Capital Federal. H. tiene totalmente negado el hecho de su castración, no quiere hablar del tema. Sólo sigue repitiendo, orgulloso, que él estuvo en la guerra de las Malvinas”. Si la pérdida se vive como mutilación, el regreso restaurará sin duda los miembros y la potencia perdidos.
Otra metáfora, vinculada con la anterior, es la de la patria como familia. La incorporación de las islas al territorio nacional está concebida como un regreso familiar: las islas descarriadas vuelven a casa. “Ay, hermanita perdida, hermanita, vuelve a casa” es el estribillo del poema de Atahualpa Yupanqui (1971) musicalizado por Ariel Ramírez y convertido, junto con el himno de Malvinas, en una de las canciones patrióticas de la guerra. Numerosos testimonios de ex combatientes invocan a sus familias al hablar de la guerra. La familia es a la vez lo opuesto de la guerra, aquello que se añora, a lo que se anhela volver, y también la continuación de la guerra: por su familias los soldados aceptan ir a las islas, por sus familias no se atreven a desertar, por sus familias pelean, por sus familias sienten vergüenza de volver vencidos a la casita de su viejos. La familia a la vez protege y envía a la muerte. “Por eso tenía que volver, debía volver, necesitaba volver, por mí, por mi familia, por mi madre”, escribe Edgardo Esteban. “Gracias por tener tu apellido, gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española, gracias por ser soldado, gracias a Dios por ser como soy, que es el fruto de este hogar donde vos sos el pilar. Un fuerte abrazo. Dios y patria o muerte”, le escribe el teniente Roberto Estévez en una muy citada “carta al padre”, desde las Malvinas. Padre y patria, potestad y soberanía pueden ser términos intercambiables, como señala Julieta Vitullo en el capítulo titulado “En el nombre del padre” de su Islas imaginadas. Allí señala cómo la metáfora de la paternidad es arma de doble filo: las islas están unidas a la patria como un hijo a su padre, pero la incertidumbre inherente a la paternidad (a diferencia de la certeza de la maternidad) también puede albergar las dudas sobre nuestros derechos tantas veces proclamados como indudables, incuestionables e inobjetables sobre las islas. Así, el soldado que pelea prueba, a la vez, que es hijo de su padre y que las Malvinas son argentinas.
La literatura y la historia argentinas están hechas de idas y vueltas. La Ida y la Vuelta del desertor Martín Fierro, la ida y la vuelta de los inmigrantes y sus descendientes, las de los exilios políticos en los siglos XIX y XX. En este aspecto al menos, el tango “Volver”, de Gardel y Le Pera es, casi, una canción patria. En el siglo XX, los perdidos objetos del deseo fueron dos pares: Juan y Eva Perón, Soledad y Gran Malvina. En su Montoneros o la ballena blanca, Federico Lorenz lo resume en la frase “es un país que ama encolumnarse en el reclamo de ausencias: nos quitaron las Malvinas, Perón estuvo en el exilio”. Las Malvinas –recurro a las palabras de Borges en “El tango” tienen “el sabor de lo perdido / de lo perdido y lo recuperado”. Deberíamos agregar, para ser mas precisos, de lo perdido, lo recuperado y lo vuelto a perder. La muerte inaceptable de Eva Perón también engendra el mito de un regreso a la vez imprescindible e imposible, resumido en la frase “Volveré y seré millones” que míticamente se le atribuye, aunque no consta en ninguno de sus discursos (también se le atribuye a Tupac Amaru, pero la única atribución comprobable es a un lugarteniente de Espartaco, en la novela de Howard Fast del mismo título). Estas conexiones entre el tópico del regreso en la historia del peronismo y en la de Malvinas permiten comprender, en parte, la sorprendente afirmación del dirigente peronista Alberto Brito Lima, en ocasión de su boicot a la filmación de escenas del film Evita en Buenos Aires: “Los argentinos amamos las Malvinas. Eva Perón es la corporización de Malvinas. Yo defiendo a la Eva como si fueran las islas Malvinas”. En 1963, algunos integrantes de Tacuara habían puesto en marcha el operativo Edmundo Rivero (clave que ocultaba el nombre del mítico gaucho Rivero, supuesto defensor de las islas contra la ocupación inglesa), que consistía en comprar un avión y un barco y retomar las islas y luego llevarlo a Perón a ellas desde el exilio, para que desde esa porción de suelo doblemente recuperado (por argentino y por peronista) comandara el regreso del peronismo al poder. No sé si Perón alguna vez supo de este plan ni qué opinión le habrá merecido.
En su novela, Lorenz conjuga estos dos anhelos en uno: el de los sobrevivientes de una célula montonera por retomar las Malvinas en plena dictadura para “quitarle al enemigo un símbolo”. Estos Montoneros han sido doblemente derrotados: por la dictadura por supuesto, pero también por el regreso de Perón –uno de ellos reproduce llorando, a bordo del submarino alemán que los acercará a las islas, el discurso del 1º de mayo de 1974 en que Perón rompe con la Juventud Peronista (discurso en el cual, simbólica y a la vez pragmáticamente, Perón separa a los bastardos de los hijos legítimos). En ese sentido es significativo que la empresa de volver a Malvinas la lleve a cabo el grupo de los Montoneros más viejos, que venían de la resistencia o de organizaciones anteriores como las FAR y las FAP, “los oxidados”, como se llaman a sí mismos, que se diferencian de los pendejos fierreros del engorde del ‘73, que pensaban “que Montoneros había salido de la nada, sin ninguna lucha peronista del pueblo detrás, ni resistencia [...] lo único que sabían de Perón es que los había traicionado”. La lección de la novela de Lorenz es clara: a las islas sólo volverán los verdaderos peronistas. O, dicho de otra manera: volver a las islas es volver a ser peronistas.
¿Se puede volver a un lugar en el que nunca se estuvo? Es la oración que abre otro libro de Lorenz, Fantasmas de Malvinas, y que orienta esta crónica de su primer viaje a Malvinas: “Mientras vamos rumbo a Puerto Stanley en la camioneta que nos traslada, me pregunto si de verdad es la primera vez que me encuentro con estos cerros. ¿Por qué brotan sus nombres de mi boca: Harriet, Two Sisters, Sappper Hill? [...] como en un flashback, aun quien viaje por primera vez a las Malvinas estará volviendo. Acaso, conjeturo mientras reviso mis notas, escucho mis cintas, veo mis fotos, nunca nos hayamos ido del todo de allí”. Este texto de Lorenz se hace eco de un cambio decisivo que tiene lugar en nuestra relación con las Malvinas a partir de la guerra. Hasta el 2 de abril de 1982, las islas Malvinas eran el territorio privilegiado de la imaginación, el símbolo nacional, el significante vacío de la nacionalidad. La experiencia de las islas no iba, en la mayoría de los casos, más allá del reconocimiento de su silueta: y en esa silueta, que en mi novela Las Islas alguien compara con un Rorschach, cada uno veía lo que quería. Después de la guerra, las islas pasan a ser parte de la memoria viva de más de 10.000 argentinos, y a través de la amplificación mediática, cinematográfica y literaria de éstas, de nuestra memoria colectiva.
En su Anábasis, Jenofonte narró la expedición de diez mil mercenarios griegos hacia el interior de Asia Menor y, tras la muerte del rey persa que los comandaba, su ordenada retirada hacia el mar, que constituye la Katábasis. Etimológicamente, anábasis es un viaje tierra adentro y katábasis, desde el interior hacia la costa. El título de la obra sugiere que lo fundamental es la expedición hacia Mesopotamia, pero lo que se ha vuelto famoso es el avistaje del mar, el grito de “¡Thalassa, thalassa!” que para los griegos significa que ya están en casa. En poco se parecen la ordenada marcha de los diez mil griegos a la caótica desbandada y prisión de los diez mil argentinos; quizás en nada más que en la coincidencia del número (mítico más que empírico, en nuestro caso) de los diez mil. Pero en términos más generales estos dos movimientos pueden tomarse como variaciones sobre el tema de la ida y la vuelta. En ese sentido ampliado, toda guerra implica una ida y una vuelta que luego se vuelven incesantes, un movimiento pendular entre anábasis y katábasis. Porque con el regreso a casa, el viaje recién comienza: el soldado volverá en sus recuerdos, en sus relatos, en sus pesadillas, a lo que creía dejado atrás para siempre. A diferencia de otros recuerdos, el de la guerra, lejos de desdibujarse con el tiempo, se vuelve más vivo y candente.
“Juan Carlos”, uno de los soldados entrevistados por Daniel Kon para Los chicos de la guerra (todas las entrevistas se realizaron entre el 23 de junio de 1982, es decir, a una semana del regreso, y agosto del mismo año) apunta: “Fijate qué curioso, allá siempre soñaba con mi familia y, ahora, quince días después de volver, empiezo a soñar con la guerra”. Otro de ellos, Fabián E., comenta perplejo: “Quiero hablar de algo que pasa acá, en Buenos Aires, y digo allá. O sigo diciendo el continente, como decíamos en Malvinas”. Ha sido habitual comparar y aun homologar la situación de los ex combatientes con la de las víctimas del terrorismo de Estado; estos testimonios también permiten la comparación (no la homologación) con la de los exiliados de la dictadura. Como el exiliado, el ex combatiente puede terminar por no saber cuál es su patria verdadera; como el exiliado, debe regresar para descubrirlo. Exiliados en su patria, en su barrio, en su casa, así se sienten muchos de los soldados que vuelven. En el frente de batalla, el soldado sueña con volver a casa; en su hogar, sueña con volver a la batalla, o al menos a los lugares donde esta transcurrió.
La Guerra de Secesión fue la primera guerra moderna; Ambrose Bierce, que combatió en ella, el primer escritor en romper claramente con la tradición épica y narrar la guerra como sucesión de horrores donde no hay lugar para los héroes. Su texto autobiográfico “Lo que vi de Shiloh” es un interminable y por momentos insoportable catálogo de horrores, por lo que el lector se sorprende bastante al llegar a un párrafo final como éste:
“Oh los días cuando el mundo entero era extraño y hermoso; cuando desconocidas constelaciones brillaban en las medianoches del sur y el sinsonte derramaba su corazón en la magnolia tocada de luz de luna; cuando había algo nuevo bajo un sol nuevo; ¿no dejarán sus hermosos y lejanos recuerdos de superponer sus cuadros contrastantes a los rasgos más ásperos de este mundo posterior, acentuando la fealdad de la vida más mansa y más larga? ¿No es extraño que los fantasmas de una época manchada de sangre tengan una gracia tan etérea, nos miren con ojos tan tiernos, que yo deba hacer un esfuerzo para recordar el peligro y la muerte y los horrores de aquella época, y sin esfuerzo acuda a mí todo lo que era lleno de gracia y pintoresco? ¡Ah, juventud, no hay hechicera como tú! Dame así sea un toque de tu mano de artista sobre la opaca tela del presente; toca con tu oro las sombrías y desabridas escenas del hoy, y con gusto entregaré esta vida, tan distinta a la que debí haber tirado en Shiloh”. A Ambrose Bierce le fue concedido su deseo, o se lo concedió él mismo: en 1914, a la edad de 72 años, se internó en los laberintos de la Revolución Mexicana y nunca más se supo de él. En su carta de despedida había escrito lo siguiente: “Adiós. Si escuchan que me estamparon contra una pared mejicana y me ardieron a balazos, por favor comprendan que lo considero una muy buena manera de dejar esta vida. Mejor que la vejez, la enfermedad o caerme por las escaleras. Ser un gringo en Méjico –¡ah, eso es eutanasia!”.
El libro Soldados, de Gustavo Caso Rosendi, cierra con este poema:
Nosotros que escuchamos sobre
Las cabezas el relincho del mortero
Que leímos el porvenir en las tripas
De los nuestros
Nosotros que olimos las letrinas del espíritu
Que tocamos el temblor de la piedra
Como un corazón desesperado
Nosotros que lamimos el meado vientre
De la tierra que persistimos pese a todo
Y a nosotros
Somos los que aun permanecemos
En cuclillas los que todavía tenemos
Las pupilas como estrellas candentes
Los que a veces nos seguimos
Arrastrando por la noche
Los que todavía soñamos
Con regresar algún día.
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