Bajo el seudónimo de Pedro Pago, David Viñas supo publicar en los años ’50 unas historias de bandoleros y mafiosos muy argentinos para una colección de folletines populares. Retratos precisos, escenas bien trazadas y acción cinematográfica en un rescate valioso más allá de la curiosidad bibliográfica.
› Por Claudio Zeiger
Chicho Grande, Chicho Chico, Agata Galiffi, son nombres y sobrenombres de célebres mafiosos de los años ’30, esos que salpicaban de sangre las páginas policiales de diarios y revistas y también las trascendían, ya que se instalaban en el centro del imaginario popular, ahí donde laten los miedos, los deseos ocultos, la transpiración de la conciencia y su doble faz de culpa y anhelo. Mostrar el modus operandi de estos seres opacos y altivos no era tarea fácil si no se quería caer en el moralismo a secas. Mate Cocido, por su parte, era uno de los bandoleros románticos (o no tanto) que a pesar de ser reales venían de una línea directa de Martín Fierro y Juan Moreira, invenciones tan literarias como colectivas. Aquí, el desafío era aun mayor, ya que quien podía convertirse en delincuente y asesino había sido en sus orígenes un personaje de Los miserables, esos que son arrestados por robar un pedazo de pan. Con estos personajes debió lidiar David Viñas, cuando en 1953 publicó bajo el seudónimo de Pedro Pago tres folletines en la editorial Vorágine, casos policiales muy populares que retomaban las novelas semanales para un público bastante amplio, de hombres y mujeres.
Años después Viñas reconocería la autoría de estos cuentos hoy recogidos en un volumen de la Biblioteca Nacional bajo el título concluyente de Policiales por encargo, pero adujo razones “alimentarias” (subrayadas en el seudónimo) y nunca se las analizó como parte de su obra narrativa, algo que si bien tiene lógica, no deja de ser una suerte de hueco, no muy destacable pero hueco al fin.
Lo primero que llama la atención de este volumen –y así lo profundiza el estudio preliminar de Marcos Zangrandi que sí lee al calor del “corpus Viñas”– es su fuerte impronta argentina. Mate Cocido (aunque debiera ser “cosido” ya que el bandolero tenía una costura de herida en la cabeza, o sea el “mate cosido”) es criollo hasta la médula, y su historia es la de un fuera de la ley, un vago y mal entretenido al que Viñas observa con un equilibrio casi perfecto. Escrito al filo de la aparición de la revista Contorno, este relato de palabras austeras y ajustadas escenas clásicas, como la de una emboscada policial o el rescate de un secuestro con bolsa de plata arrojada desde un tren, está lejos de una visión romántico social (populista, se diría hoy día) pero tampoco pone una distancia de vecino bienpensante. En el caso de los folletines de Chicho Grande y Chicho Chico el asunto es más complejo. Conceptualmente, lo que narra Viñas es una saga familiar delictiva (el viejo Galiffi es Chicho Grande, su cuñado, casado con Agata, Chicho Chico) donde la figura entre sombras, mito naciente, es el de la mujer fuerte, gran personaje de la historia del delito en la Argentina. Muy bien llevadas las líneas del relato, dejan el sabor de un policial negro ambientado en los ’30 y con todas las de la ley (y contra la ley). Escenas como las del tiroteo en la feria donde van a recaudar los dineros de la extorsión a los puesteros, o una larga escena en Mar del Plata, con Bristol y casino, demuestran que estos relatos se conectan más con el cine nacional de aquellos años que con el folletín. Las tres historias, límpidas, de líneas nítidas como las de la tinta china, son absolutamente cinematográficas. Viñas debió trabajar con los materiales de archivo con la soltura y la contención de un guionista que debe ofrecer verosimilitud y acción a la vez.
Con respecto a la cuestión “alimentaria” de escribir por encargo historias populares, uno no puede sino recordar la polémica de “la traición de los hombres honestos” de Contorno, un reproche a intelectuales respetados que colaboraban en colecciones que divulgaban la ciencia y la filosofía. Presumiblemente, estas historias policiales podían considerarse una forma de bastardeo literario en la época, ya que en definitiva se estaba experimentando con formatos populares que, en un momento de expansión de público, buscaban contenidos no carentes de sangre, melodrama y sensacionalismo. Viejo asunto, aun vigente aunque cambien los formatos. Quizás el propio Viñas no fue más allá de señalar el aspecto lateral y material de estos relatos, y estaría bien no violentar su propio criterio. Aun así se trata de un rescate valioso y muy disfrutable. Un Viñas laborioso, inclinado sobre aquellos recortes de noticias policiales, frunciendo el entrecejo y reflexionando sobre cómo representar –sin exageraciones ni golpes bajos– a un mafioso un tanto de cabotaje y a un bandolero que, como Mate Cocido, estuvo rodeado más de misterio que de certezas, cómo hacerlo bien, con eficacia y sin chistes. Y si nos apuran, estos logrados retratos todavía sirven como buenos modelos para guionistas, cronistas y otros visitantes asiduos de los márgenes de la patria.
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