Domingo, 8 de julio de 2012 | Hoy
Con Las señoras de la calle Brenner, Angélica Gorodischer alcanza su opus 25, una síntesis de varios elementos que se fueron consolidando en tantos libros. Una madre y una hija, no necesariamente de sangre, el arte y la necesidad de sobrevivir en un mundo que parece ligero pero es hostil.
Por Laura Galarza
“No se lo confió a nadie, ni siquiera a su madre. Lo guardó con mucho cuidado, aquí, bajo el esternón, tras los biombos del cráneo, como una flor que le creciera en la garganta. Yo quiero eso, dijo, y lo guardó”, eso dice Alaíde, una de las protagonistas de Las señoras de la calle Brenner, la novela número 25 de Angélica Gorodischer. En ésta, como en casi toda su vasta obra, las mujeres de Gorodischer son así: van con convicción y firmeza detrás de su deseo. Ni siquiera luchan o sufren por obtenerlo, simplemente van y lo toman. Además de escribir de manera irrefrenable, se la conoce a Gorodischer por su lucha incesante por los derechos de la mujer, y su fuerte compromiso social, reconocido nada menos que con el premio Dignidad, que otorga la Asamblea Permanente de Derechos Humanos. Y en 2011, el Fantasy Award premió su trayectoria. Ella dice: “Cuando veo todos los libros juntos, me pregunto: ¿Yo escribí todo eso? ¡Pero qué barbaridad!”.
Las señoras de la calle Brenner abre en medio de un escenario de destrucción: nada quedó en pie en esa ciudad. En primer plano, una niña y una mujer se unen para sobrevivir. A partir de ahí ellas van a ir entretejiendo sus vidas al punto de tomarse una a la otra como madre e hija. La madre no habla, pero la cuida con la mirada. La niña es despierta, busca salir de la situación, ser cada día mejor en un mundo que es pura pérdida. Gorodischer monta una trama con pocos elementos. Y sobre ellos apoya lo que sea. Con el modelo de una caja adentro de otra, le cuenta al lector lo que quiere, hasta aquello que no tiene explicación. “Para la escritura me interesa lo inexplicable. Palpo con toda seguridad que las novelas que tienen algo indecible son las que me paran los pelitos de punta. Las novelas de la vida diaria me nefregan”, dice a sus 83 años, con un libro de cuentos y una nueva novela por salir antes de fin de año.
A la historia de la mujer y la niña contada desde afuera como por una cámara, se va intercalando otra que en principio no se toca con la primera. Es la voz de una joven que trabaja en un museo, amante de la pintura y que gracias a un ascenso logra alquilar un departamento (sobre la calle Brenner) y cumplir así uno de sus más grandes deseos: vivir junto a su madre en un departamento como ése, “grande, cómodo”. “El edificio tendría unos cuarenta años, construido cuando se hacían paredes espesas sobre cimientos fuertes. Había dos departamentos en cada piso y nosotras alquilamos el cuarto A. Por las ventanas de la recepción se veía el parque y por la de los dormitorios, allá lejos, reverberaba el río.” En una punta de la novela, la destrucción y el desamparo. En la otra, lo construido que cobija. El pasaje de un lado al otro lo va a posibilitar, por un lado, el arte (presente de diversas formas en la novela), y por el otro la relación con la madre. No es la primera vez que Gorodischer planta la relación madre-hija como centro y disparador. Recordemos como emblemático su autobiográfica Historia de mi madre. Ahora bien, en Las señoras... quienes se relacionan como madre e hija en verdad no lo son. Se eligen como tales, funcionan como si lo fueran. Y resulta reparatorio: ambas se hacen la vida más fácil. “Yo tuve una relación muy mala con mi vieja y me encanta escribir sobre alguien que tiene una buena relación”, declaró hace poco en un reportaje dado a Páginal12. Y otra punta: en Las señoras de la calle Brenner, no hay hombres que zanjen el vínculo que se establece de mujer a mujer. Los puentes se trazan entre ellas. Ellos apenas circulan por ahí, se cruzan en sus vidas pero sólo para cumplir una función, o colaborar en pasar a otro estado. “Los hombres son idiotas –decía mientras Zelma la bañaba y la perfumaba–. Los mejores son como niños, los peores son como perros sarnosos y ninguno, mejor o peor, sabe lo que en realidad quiere.”
El hombre que sí tiene un lugar en la novela, y que además es real, es Félix Ziem, un pintor francés que vivió entre 1821 y 1911. Su historia puede leerse por tramos y a la vez por fuera de la novela, a manera de dato histórico. Gorodischer ha comentado en varias oportunidades su contacto temprano con el arte. “De chiquita miraba un cuadro y después me preguntaba qué pasaba.” En la novela, la museóloga, que también como la propia Gorodischer “bucea” en la pintura, llega a obsesionarse con un cuadro que tiene la vecina colgado en su habitación. “Había algo en el cuadro de la casa de Avelia, que se apoderaba de mí.” En principio no entiende por qué, después sí: ese cuadro opaco, de “paisaje tosco”, esconde otro debajo, luminoso y lleno de vida. Y este gesto puesto en la novela puede leerse quizá como una metáfora del impulso de estas mujeres a salir de la penumbra y emerger. “Día tras día el miedo, y ella ahí tratando de pelearlo para que retrocediera.” Pero también representa una muestra de la escritura de Gorodischer. Cuando el personaje contempla el cuadro oculto, el verdadero, se pregunta: “Cómo se podía poner colores al mundo, sin darme cuenta de que la respuesta estaba ahí: no se puede. Lo que se hace es otra cosa, lo que se hace es desechar el mundo y reemplazarlo por colores”. Y se podría decir que Gorodischer, con ese estilo que sobrevuela lo fantástico, pero con los pies bien en la tierra, desecha al mundo y lo reemplaza por palabras para hacerlo más soportable.
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