En su segunda novela con detective, la española Marta Sanz se mete de lleno en la tradición noir donde en el fondo del enigma anidan los lazos de sangre y el sexo. A veces, hasta en familia.
› Por Fernando Bogado
En todo policial hay un incesto rondando. Sin ponernos demasiado teóricos, la sombra del crimen por definición para cualquier civilización o grupo organizado (tal como insisten los antropólogos a partir de Freud) siempre subyace a cualquier otro crimen que algún detective poco precavido tiene las intenciones de tratar de resolver a cambio de un dinero. Tomemos el caso no de una novela sino de una de los mejores policiales noir de la historia del cine: Chinatown (1974), película de Roman Polanski en donde un aguerrido y terriblemente bien vestido Jack Nicholson se sumergía en las profundidades de un crimen de naturaleza aparentemente político-mafiosa para desanudar un pecado original, fundacional de la familia comprometida por el caso: sí, vuelve a rondar el problema del incesto. O, sin llegar a tanto, en todo policial están las profundas raíces de los conflictos familiares, como en buena parte de Chandler y Ross Macdonald. En Un buen detective no se casa jamás, de Marta Sanz, nos encontramos desde las primeras páginas con este problema medular que toma casi la forma de una interminable pesadilla, atrapante, sí, y con el constante tufo de que alguien se acostó (o quiere acostarse) con quien no debiera.
Arturo Zarco, aquel detective introducido en la excelente novela anterior de Sanz, Black, black, black (2010), vuelve a aparecer en esta historia pero con un plan un poco más relajado: tomarse unas vacaciones. ¿En qué consiste esa temporada de ocio? En alejarse de Olmo, aquel joven que conocimos en la entrega anterior, fanático de las mariposas y los insectos, que pasa a transformarse en la pareja de Zarco, y en distanciarse de Paula, su ex mujer, una encantadora coja que por teléfono le dio al citado detective más de una recomendación tanto en su vida personal como en los asuntos por resolver. Nuestro querido Arturo no tiene mejor idea que irse al riurau (una antigua construcción de la zona del Mediterráneo español usada para secar pasas) devenido ahora en una lujosa mansión habitada por la pudiente familia de su amiga, Marina Frankel, una chica del pasado de Zarco que formó parte de su vida antes de que él saliera del closet.
La familia de Marina es una sucesión de tres generaciones de gemelas monocigóticas, esto es, que compartieron el mismo “huevo” durante el embarazo de la madre y que, como resultado, hicieron surgir en el mundo dos personas exactamente iguales. Dijimos incesto, dijimos gemelas (o dobles), digamos laberinto: Marina tiene una hermana gemela, Ilse, quien a su vez tiene dos nuevas gemelas, Fanny y Erica. La “mami” Amparo, estrictamente, la tía de Marina e Ilse, es también hermana de otra gemela, Juana, quien luego de tener a sus hijas con el alemán Eric Frankel decide abandonarlo todo, dejar a las niñas al cuidado de su hermana e irse al país de su marido cambiándose el nombre a Jenni. El panorama familiar es más que complicado: Amparo es una poderosa empresaria que manipula y mantiene a toda la familia, Ilse es una esposa despechada que no tiene muy en claro qué hacer con sus dos hijas; Marina es una mujer orientada a las artes y, claro está, el tiro al aire, la mantenida por definición que no tiene problema en emborracharse con su amigo Zarco para terminar en el consultorio de su “tío”, el podólogo Marcos Cambra, el parco y recto marido de Amparo.
Marta Sanz logra en esta novela algo que ya se insinuaba en Black, black, black: partir del género policial como pretexto para armar una obra que desborda las estrictas reglamentaciones del noir por todos lados, convirtiendo los puntos medulares de tal tipo de novelas en problemas filosóficos, o mejor, en temas totalmente literarios, ya desprendidos de cualquier etiqueta. La huida de Marina de la casa en plena visita de Zarco no hace más que disparar la intriga: ¿por qué se fue? ¿Qué extraña relación existe entre Marcos, el “tío”, y Marina, la “sobrina”, como para que las tensiones implícitas salten a la luz frente a la mirada de un desconocido que no venía precisamente a investigar sino a descansar? Junto a eso, el impresionante estilo de Sanz, volcada, como ha confesado más de una vez, a los meandros de la palabra –por algo es filóloga– antes que a la inmediatez del mundo del espectáculo: Ilse, por caso, frente a un tablero de scrabble, relata todo este conflicto familiar usando las palabras formadas en una partida para plantear el enigma en uno de los mejores capítulos de la novela, sin contar el diálogo interno que Zarco mantiene con una Paula imaginaria, un Pepito Grillo dando “su” opinión frente a cada palabra.
Arturo Zarco, con esta novela, confirma su lugar dentro del panteón de los buenos detectives en una novela atrapante: la preocupación por la palabra o la aparición de laberintos, de misterios compuestos por gemelas, de secretos burgueses ocultos en la mansión de una familia que trata de guardar las apariencias, la propia lógica con la que el protagonista va contando los hechos y tratando de armar el rompecabezas, todas estrategias que transforman al libro en un exquisito cuento de hadas policíaco. Y claro, hay una moraleja: como en Chinatown, algunas veces conviene no meterse con ciertos secretos familiares. Nunca se sabe lo que se puede llegar a encontrar.
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