Dom 08.07.2012
libros

Almas errantes

Mauricio Rosencof vuelve a su lugar de detención bajo la dictadura para recrear el calvario vivido, pero entrelazado con la evocación de la infancia.

› Por Angel Berlanga

De arranque se instala, en Sala 8, la idea de que la narración está inmersa en una bruma, en una penumbra que envuelve tiempo y espacio, y los torna maleables a partir de la voz de alguien que no está, que ha muerto, que ha sido torturado y asesinado. “Aquí. Yo estuve aquí, pero ya no estoy. Sí, señor. Aquí. Quiero decir –¿entiende?– que estuve aquí. Y ahora escuche bien: yo estuve aquí, y aquí estoy. ¿Entendió? Estoy aquí, pero no se me ve. Y yo, de aquí, sé todo. Veo todo.” Y aunque la Sala 8 sea el lugar del Hospital Militar de Montevideo en el que estuvo detenido Mauricio Rosencof durante la dictadura uruguaya –junto al presidente Mujica y el actual ministro de Defensa, Eleuterio Fernández Huidobro–, enseguida suenan, de este lado del libro y del Río de la Plata, las célebres palabras de Videla en pleno mandato: “Mientras sea un desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial: es una incógnita, un desaparecido. No tiene entidad. No está. Ni muerto, ni vivo, está desaparecido”. Acaso esta novela sea una búsqueda de retratar esa entidad, esa alma errante. “Uno le habla a usted desde un estado que usted no conoce. El tránsito. Estoy en tránsito. Uno no sabe ni para dónde ni para qué va. Estoy sobre la superficie, pero ya no estoy. Estoy porque no me han dado destino. Entonces vago por un tiempo que va más allá del vivido. Navego por todos los tiempos. Lo que uno vivió lo vivió otro, otros, en otros días.”

Y esta omnipresencia literal entre la bruma de la muerte y el horror del más acá le permite al narrador, Pan de Dios –así lo nombra la madre que intenta acercarle comida, así lo rebautizan para gastarlo los milicos–, ir componiendo en su relato un caudal de posibilidades del dolor derivadas de las prácticas criminales de los represores en ese sitio. En el extremo más brutal de sucesivas entradas intercaladas están las torturas en simultáneo con las risotadas; del lado más melancólico, el sobrevuelo por escenas de la infancia, junto a su familia. Ahí está, también, la preocupación incesante de su madre, sola, hablando con un perro; y el funcionamiento de la imaginación fantasiosa, ante el silencio impuesto por los captores; y el humor, incluso ante situaciones de espanto; y la pintura de los más siniestros rincones de ese Hades criollo. Y sin embargo, Pan de Dios, Rosencof, cuenta con un tono en el que la desesperación o la angustia parecen ausentes. Ese borramiento de todo énfasis dramático en el lenguaje ante situaciones extremas de vejaciones y violencia produce, por el contrario, cierto escalofrío ante la liviandad, la naturalización de ese horror: ese ser que cuenta lo hace desde un continuo cuerpo desaparecido. Los toques de humor que aparecen en su relato pretenden hablar de su entereza, pero también subrayan lo macabro: como lector entiendo su humor –incluso su necesidad–, pero no me causa ninguna gracia. Como lector es muy difícil soslayar, también, que Rosencof pasó largos años secuestrado y torturado. En su Sala 8, Pan de Dios queda hecho miga, a Enjuto le crece pasto de su piel luego de tiempo de enterrado hasta el cuello y a Pichi, otro de los detenidos, lo tratan como a un perro luego de haberlo apaleado a fondo. Hombres llevados a ser de otros reinos: minerales, vegetales, animales. Privados de lo más elemental: agua, comida, lenguaje, encuentro con el otro. Denigrados en sus necesidades fisiológicas. Todo contado por un ser que ronda, sin lógica ni cronología. Un ser que espera el encuentro de sus huesos con su madre, que sigue buscándolo, esperándolo.

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