Breve, nostálgica y, por sobre todo, italiana hasta la médula, Los peces no cierran los ojos es prácticamente la carta de presentación del napolitano Erri De Luca para el público argentino. Y sin embargo ya tiene una larga obra que empezó en forma tardía, después de haber ejercido los más variados oficios y haber intentado hacer la revolución. De Luca recrea su vida a los diez años, cuando, según dice, se suma el primer cero a la edad y por eso mismo se termina la infancia.
› Por Martín Pérez
“Yo había llegado a los diez años, una maraña de infancia enmudecida”, anuncia el protagonista de Los peces no cierran los ojos. “Diez años era una meta solemne, por primera vez se escribía la edad con doble cifra. La infancia acaba oficialmente cuando se añade el primer cero a los años. Acaba, pero no ocurre nada, uno se queda dentro del mismo cuerpo de crío atascado con los demás veranos, revuelto por dentro e inmóvil por fuera. Tenía diez años. Para decir la edad, el verbo tener es el más preciso. Estaba en un cuerpo encapullado y sólo la cabeza intentaba forzarlo.”
Como sucede en toda la obra del napolitano Erri De Luca, el protagonista es un alter ego del autor, que ha asegurado en varias entrevistas haberse atrevido a recordar sus diez años recién al haber cumplido sesenta, a modo de celebración del medio siglo transcurrido desde aquellos días. Un tiempo que De Luca ocupó creciendo en Nápoles, para huir sin mirar atrás a la edad de dieciocho, sumándose al grupo de extrema izquierda italiano Lucha Continua. Conoció la cárcel temprano y mucho más tarde, al abandonar los sueños revolucionarios, supo ser obrero y albañil. También fue camionero, conduciendo vehículos de apoyo humanitario durante la guerra de Bosnia. “Ningún obrero hace su trabajo por vocación sino por necesidad. Para ellos, el hecho de que yo escribiese significaba que tenía un segundo empleo. Y como seguía en la obra, entendían que no valía gran cosa”, cuenta De Luca, escritor tardío, que empezó a publicar recién al acercarse a los cuarenta. “Inventar me parece un abuso de confianza”, asegura el napolitano, que una vez que publicó su primer libro (Aquí no, ahora no, 1989)– siguió haciéndolo con regularidad. El éxito le llegó una década después, con Tu, mío (1998), y desde entonces se ha convertido en una celebridad europea, llegando a formar parte del jurado del Festival de Cannes en el 2003, junto a Meg Ryan y Steven Soderberg. Venerado en Italia, y celebrado en Francia y Alemania, la obra de De Luca en español ha tenido suerte diversa, ligada a la de las pequeñas editoriales que han publicado sus breves libros, como Akal o Siruela. Por eso es que Los peces no cierran los ojos, la primera novela de De Luca editada por Seix Barral e impresa de este lado del Atlántico, resulta ser todo un acontecimiento. Y no podía ser más perfecta la iniciación local en su obra que con esta encantadora y dura novela –justamente– de iniciación.
Bautizado Erri en honor de su abuelo norteamericano, napolitanizando el tan anglosajón Henry, De Luca recuerda el verano en que su padre cumplió el sueño de viajar a los Estados Unidos, dejando a su mujer y sus dos hijos en casa. Si en su primera novela reconstruye la vida de sus padres a partir de los recuerdos que le disparan viejas fotos, más de dos décadas después De Luca da un paso aún más atrás, remontándose al comienzo de todo, con el mismo estilo de pequeños párrafos, cincelados con frases cortas, pero precisas, y una narrativa sencilla que resulta sabia de manera admirablemente natural.
Ese fin de la infancia que narra (recuerda) De Luca parte del nuevo lugar que ocupa el primogénito en una familia ante la ausencia del padre, aun cuando no tiene edad para ocupar nada, pero también se mueve hacia el chico-conoce-chica que resulta básico en toda novela de iniciación. Y la chica que conoce ese pequeño fanático del neorrealismo italiano, apasionado por los crucigramas y que se considera un mecánico del artefacto adulto (“sabía desmontarlo y volver a montarlo”) resulta tan particular como él, un apasionado del Quijote. “Por las tardes voy a nadar o a la playa de los pescadores, a ver el arrastre de las redes”, se presenta él. “Yo soy escritora”, responde ella.
Entre los encuentros con un veterano pescador que le permite subir a su barca y le enseña algunos secretos del oficio, y el diario momento del helado en la playa con su nueva amiga, mayor que él, el niño que está dejando de serlo elegirá crecer de golpe. No sabe muy bien lo que hace, pero su decisión incluye el salto a una incipiente adolescencia de la mano de esa fascinante niña sin nombre, un desliz de la memoria por el que no deja de disculparse De Luca, que asegura que sus historias no son de iniciación o de formación. “Escribo historias del pasado, pero no me gusta la expresión novela de formación, porque en el Nápoles en el que crecí no había ninguna formación.”
Aun cuando se trate de la historia de un niño que se deslumbra ante la aparición de un nuevo mundo, el femenino, la vida adulta de De Luca no deja de aparecer en la historia. “Un escritor es como un zapatero, lo que tiene que hacer es buenos zapatos. Si quiere darle un valor ético o político a su trabajo, lo que debe hacer es actuar para que nadie tenga que ir descalzo”, asegura De Luca cuando insisten en preguntarle por los vínculos entre su literatura y la política.
Resignado a que le cuelguen el cartel del escritor obrero y también (ex) revolucionario, las entrevistas que ha dado De Luca por la edición del breve y bello libro que es Los peces no cierran los ojos siempre tocan el tema de la actualidad política europea y las prácticas de ese nuevo actor que son los indignados. “Veo una juventud que quiere dialogar con el poder, quiere ser escuchada. Es una generación democrática y, por lo tanto, ésa es la actitud que toma. Tienen fe en que la otra parte se sentará a escucharlos, pero yo no creo que eso ocurra”, asegura De Luca, que no reserva sus mejores opiniones para la actual clase política europea. “La política es una hermosa palabra. Lo que ahora se hace no es política, es el poder económico de unos pocos, y a eso se le llama oligarquía. No utilizaría una palabra noble como es política para describir lo que hacen los administradores de nuestros gobiernos, que se limitan a hacer cuentas, lo que ha convertido a la política en una rama menor de la economía. Esas cuentas que hacen los políticos las pagan los que menos tienen. Los políticos son administradores de una sociedad de acciones de la que son los principales accionistas y ya no hay ciudadanos, sino clientes”, asegura el obrero, el revolucionario pero, antes que nada, el escritor. Como lo demuestra un libro breve y hermoso que cuenta la historia de un niño que aprendió a besar con los ojos abiertos. Como los peces, que nunca cierran los ojos.
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