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Domingo, 15 de julio de 2012

Soy paciente

Después del impacto de Tenemos que hablar de Kevin, Lionel Shriver (en verdad Margaret Ann) regresa con un libro no menos feroz sobre los pesares de una clase media que se debe enfrentar a los efectos de la crisis, en este caso, en el ámbito de los hospitales.

 Por Rodrigo Fresán

Paren las rotativas: Bridget Jones es infiel y emocionalmente bipolar; a la desamorada madre Bridget Jones le salió un hijo malísimo y asesino en serie; y, próximamente, quién sabe, Bridget Jones cambiará de sexo o se convertirá al fundamentalismo islámico para enseguida hacer volar por los aires el pino navideño del Rockefeller Center.

Porque lo que hace Lionel Shriver (North Carolina, 1957) es algo así como chick-lit feroz y hardcore de altísima actividad neuronal. Sus mujeres –tan desesperantes como desesperadas–, más que estar incómodas (que lo están), suelen incomodar al lector y no se encuadran dentro de los parámetros de la típica y cordial y simpática antiheroína.

Una pista, una pauta: a los quince años, Shriver decidió cambiarse su nombre original, Margaret Ann, porque sentía que el masculino Lionel le iba mejor para enfrentarse a un entorno familiar represivo y fanatizado. Igual que hicieron George Eliot (Mary Anne Evans) o las Brontë en el siglo XIX, oprimidas por un paisaje literario marcado por los machos, para así poder escribir algo más que folletines románticos. Y sí: Shriver es a Eliot lo que tantas otras son a Jane Austen sin ser nunca, se entiende, Jane Austen. A Shriver –como a Eliot– no le interesa un final con boda sino lo que viene después. Y lo que viene después –cortado el pastel, abiertos los regalos y eclipsada la luna de miel, como ya lo saben quienes se arriesgaron a disfrutar y temblar con Tenemos que hablar de Kevin y El mundo después del cumpleaños– suele ser algo bastante complicado.

Y ahora –ups– Bridget Jones tiene cáncer.

Todo esto para qué. Lionel Shriver Ana grama 559 páginas

Y la Bridget Jones de Todo esto para qué –finalista en su momento del National Book Award, inspirado a partir de la degradante muerte de una amiga de Shriver obligada a circular por consultorios y afines– se llama Glynis Knacker. Y está más o menos felizmente casada –porque, están advertidos, nadie nunca es del todo feliz en un libro de Shriver– con Sheperd Knacker quien, después de décadas de duro trabajo, se apresta a quemar puentes y naves y retirarse a una isla paradisíaca de nombre Pemba junto a la costa de Tanzania. A un tercer mundo donde dos personas pueden vivir como reyes al precio de lo que gastaba un esclavo de la clase media acomodada y primermundista. “La otra vida”, le dice Shep a todo eso. Pero todo eso cambia, brusco giro de timón, Shep no podrá zarpar hacia el horizonte: Glynis descubre que tiene cáncer –una rara variedad llamada mesotelioma peritoneal– y, sacando cuentas, los ahorros de toda una vida y de la venta del negocio irán a dar al agujero negro de facturas de hospitales poco hospitalarios. Y pocas cosas más inseguras que un seguro médico. Y Glynis comienza a sentir furia contra todo y todos. Y los amigos comienzan a esfumarse cuando más se necesitan. Y la hija de uno de ellos –Jackson, quien se somete voluntariamente a una cirugía plástica en una parte baja de su anatomía, y algo no sale bien, y mejor no decir más– tiene una extraña enfermedad genética. Y el octogenario padre de Shep se rompe una pierna y debe ser ingresado en un asilo. Y éste es un mundo cruel al que, aun así, no se le puede decir adiós fácilmente. Y, además, qué hay del otro lado (si hay algo). Y hasta cuándo debe aguantar uno poner el cuerpo.

Y la pregunta inevitable: ¿es agradable y tiene sentido leer una novela sobre temas tan angustiantes como los que trata Todo esto para qué? La respuesta –teniendo claro que es mucho más probable que nos salga un quiste maligno que el que nos crezca un Kevin maléfico– es sí. Pero siempre y cuando sea Shriver quien sostenga el afilado bisturí en su mano y corte y extirpe y cosa con mano maestra y ojo clínico y firmeza crónica. Como en sus novelas anteriores (y como en la recién publicada y no muy bien recibida The New Republic, en realidad un manuscrito descartado de principios de este milenio), aquí hay puntos de vista alternativos, tanto de sexo como de edad, apoyándose sobre infinidad de detalles reveladores y casi neoperiodísticos que, como tumores invisibles, de pronto cobran sentido y fuerza y se lanzan a la metástasis de la trama principal. Trama que –bajo mantas de denuncia y humores negros– no es otra que el rayo X de una puesta en práctica de la ley de la gravedad y de lo grave: todo lo que sube, baja; y todo lo que vive, muere; y todo lo que está sano, se enferma más temprano que tarde. Señoras y señores: comenzamos a morir el día en que nacemos y –como dicen en los telediarios– algunas escenas (muchas) de Todo esto para qué “podrán herir la sensibilidad del espectador”.

Enfermos, hipocondríacos y poco pacientes, abstenerse.

Y aun así, luego de internarnos en este poco terapéutico e intensivo infierno en la Tierra, Shriver –quien, luego de una primera mitad ácida y casi insoportable, ya avisó que su próxima novela, Big Brother, tendrá que ver con el tema de la obesidad crónica del pueblo norteamericano– se reserva para sí el resto de la novela, y en especial sus últimas páginas; no una cura milagrosa, pero sí la redención vital de un igualmente mágico y emocionante y terminal final feliz.

Un final feliz –aclarémoslo, por las dudas– à la Shriver.

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