Domingo, 29 de julio de 2012 | Hoy
El Impenetrable, como metáfora de la espesura de esta historia que transcurre en el Chaco de principios del siglo XX, es el paisaje que elige Perla Suez para narrar la vida de dos hermanos hijos de inmigrantes ruso-alemanes. Wilhem Köhler y su joven esposa Ute Schuldig son inmigrantes desterrados de su tierra por el hambre y la pobreza y repetirán la crueldad de un destino marcado por la humillación paterna de la Rusia zarista de 1885. Las imágenes desoladoras de su infancia en Saratov, la desmoralización a la que fue sometido por su padre y las inclemencias de un clima hostil, se imprimen en la retina del lector como fotos de un álbum personal y secreto del que Wilhem no podrá escapar. Y no sólo estará impedido de una fuga: su tragedia se profundizará con el nacimiento de su primogénito, Oskar. Nacido del vientre de Ute, como un recipiente obligado a parir, portará la marca del mandato paterno del hijo varón: un bien utilitario destinado al sacrificio y el trabajo en la carbonera. Pero Oskar nace fallado, nace con asma. “Yo creo que tiene la cabeza jodida y ésa es su única enfermedad”, dice Wilhem. Porque el peso de soportar solo los primeros embates siendo débil para hacerlo, como decía Kafka en su Carta al padre, es lo que Oskar siente todo el tiempo.
El segundo hijo, Thomas, nace sano. Estos hermanos, concebidos como Caín y Abel después de la caída, repiten la maldición en un recorrido espiralado de resentimientos que vuelven al punto de partida, que son y no son los mismos en cada generación siguiente. Una degradación de sentimientos que Suez condensa en un contexto social diezmado por el poder y la miseria. A modo de un obligato de voces, como en las composiciones de las cantatas de Bach, la autora completa sus personajes en contrapuntos del paisaje. Con su característica economía de prosa, despojada y precisa, nos entrega una ficción cuya armonía final deviene tan conmovedora como trágica.
En el final del poema de la cantata del compositor Robert Schumann, El novio y el abedul, puede leerse: “Ahora que te he dado todo, sólo me queda la vida desnuda”. Ute trae de Rusia, entre sus ropas, un retoño de abedul al que le murmura: “No tengas miedo, te va a gustar este lugar”. Este árbol tan frecuente y simbólico en Europa Central y Asia, que permitió escribir sobre su corteza blanca los documentos rusos antiguos o, como en el caso de la poesía, los versos de Serguei Esenin, nos remite a la necesidad de hacer raíces en una tierra a conquistar donde las bifurcaciones traen consigo aquel lugar al que ya no se pertenece, pero al que ya tampoco se puede renunciar.
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