La semana pasada, en San Salvador de Jujuy, murió Héctor Tizón, a los 82 años, cuando acababa de publicar Memorial de la Puna, un breve libro donde daba las señales de una despedida que no tardó en producirse. Su obra, asociada al silencio y la parquedad del lenguaje, sin embargo fue extensa. Desde su primer volumen de cuentos, publicado en México en los años ’60, A un costado de los rieles, hasta novelas como La mujer de Strasser, que le otorgaron notoriedad y enorme difusión, escribió una de las obras más personales y oblicuas de la literatura argentina, consiguiendo también una franca dimensión latinoamericana, en la que no poco tuvo que ver su mirador del norte del país y la Puna, a 17.000 kilómetros de Buenos Aires. Aquí un homenaje y una revisión provisoria de los principales rasgos que marcaron su obra, hecha de destierros y distancia y, sobre todo, con un amor incondicional por la lengua castellana.
› Por Claudio Zeiger
Ya se había hecho una costumbre la recepción de los nuevos libros de Héctor Tizón, esos que en las últimas décadas engrosarían su obra inicial, cortada y atravesada por el silencio y el destierro. Algo prolífico y parco a la vez hubo en ese sucederse de Extraño y pálido fulgor, Luz de las crueles provincias, La belleza del mundo, La mujer de Strasser, por citar algunas de las novelas realmente notables que vinieron a sumarse a la constante reedición de la obra anterior, desde el inhallable primer volumen de cuentos, A un costado de los rieles, publicado a comienzos de los años sesenta en México, hasta La casa y el viento (una de las más notables novelas de exilio con su contundente comienzo: “Desde que me negué a dormir entre violentos y asesinos, los años pasan”) y por qué no la breve parte de una obra mayor no consumada, Fuego en Casabindo, y la breve e irónica El hombre que llegó a un pueblo. Y eso sin dejar de incluir la que se publicaría por estos días casi al momento de su muerte, Memorial de la Puna, de la que ahora puede decirse, sin dudar, que fue su legado.
Toda su obra es un legado de coherencia, de búsquedas y logros literarios que nunca ocultaron las huellas de la búsqueda. Un puñado de temas esenciales que sin embargo no lo llevaría a escribir “poco”, como le sucedió a su colega y amigo Juan Rulfo. Tizón insistió en el oficio y el arte de la literatura con empecinamiento y escepticismo no carente de dolor. Como en los verdaderamente grandes autores latinoamericanos, a los que a veces se ha relegado a una segunda línea de las marquesinas más iluminadas, cada página de Tizón, de Rulfo, de Arguedas o de Onetti, daban, dan la impresión de que no pueden no ser dichas, estando a la vez tan cerca de la disolución, del olvido, del despojamiento y hasta de la distracción. Una épica siempre menor, un territorio siempre desplazado más allá, cada vez más cerca del otro lado de la frontera, frontera que, a decir verdad, marca el límite de la nada. Gran escritor del desierto fue, como Rulfo, como Bolaño.
Pero Tizón tiene además una dimensión imprescindible y específica en la literatura argentina. No se trata de recrear fatigosamente la dicotomía centro-periferia, o aclarar que lo suyo no era el regionalismo y el color local como una forma de ponerlo a salvo de sospechas de minoridad, de crueles provincianismos. Siempre fue un escritor regional, o zonal, si se prefiere (como Saer) pero consciente desde la primera línea de que en la región se cuece el mundo, el universo. No a la manera borgeana, seguramente, pero sí lejos de un realismo saturado o denuncialista. Quizás haya más denuncia en una página perdida de un libro de Tizón que en mucha otra literatura estridente de los ’70, pero sin volver a fatigosas querellas, el gran valor de su obra era en todo caso “denunciar” poniendo en primer plano algo más que regionalismo: su zona fue, lisa y no llanamente, ese interior arruinado desde los comienzos de la patria por la hegemonía del puerto y el libre comercio exterior, el interior de las pequeñas economías regionales, artesanales y familiares, el primer sacrificado en pos de la patria grande que tampoco se terminaba de forjar entre oropeles y decretos que a veces ni se podían aplicar por faltar los protagonistas a quien aplicárselos.
Su literatura fue lo más tierra adentro que podemos tener a mano, personajes sin salida al mar, sin salida a la gran ciudad, sin salida. Poco a poco, cada personaje de Tizón, desde campesinos e indios a los infaltables curas filosofantes, cada uno de sus narradores, él mismo, irían comprendiendo que la región es un fragmento de suelo que se lleva adentro, la tierra es la conciencia, y su exterior, la nada entrevista más allá de la frontera a la que, si se cruza, es para irse en el incierto largo viaje de Ulises, la odisea cuyo punto de arranque sólo piensa obsesivamente en el regreso. Hay en los hombres y mujeres de Tizón, sean los “autóctonos” de la Puna o sean los refugiados que insisten en quedarse o volver, como muy especialmente sucede en Memorial de la Puna, una sabia sensación de pérdida original y una férrea convicción de seguir, aunque no falten los suicidas y los que se dejan arrumbar por la enfermedad y el alcohol. Más allá de todo, la vida es lo único esencial que vale la pena, y no hay queja en sus obras por el paso del tiempo ni fatalismo autoinfligido. Así es la vida, y más vale enfrentarla con una lente que nos dé la verdadera dimensión de qué es lo que vale la pena y qué no. Descubrirlo es la sabiduría, no importa cuánto tiempo lleve ni que en el fondo todo sea en vano o termine dando lo mismo.
Una y otra vez Tizón volvería con la cicatriz de Ulises. A Jujuy, a Yala, quizás el secreto término cifrado de su extensa obra narrativa, quizá su canción con música de viento, ahí fue donde escribió en soledad y al borde de la Puna, de la quebrada de Humahuaca. Privilegiado mirador. Haberse abierto desde ahí al mundo es casi un milagro en la literatura-puerto.
Hay que agradecerle ese milagro. Pocos de nosotros habríamos estado dispuestos a semejante sacrificio.
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