> NUESTRO ESCRITOR LATINOAMERICANO
› Por Susana Cella
En 1932, el ensayista peruano Luis Alberto Sánchez publicó, entre sus muchas obras, una, cuyo título, América, novela sin novelistas deparó tanto controversias como preguntas acerca de las posibilidades abiertas para el narrador latinoamericano en un subcontinente donde empresas de conquista, aventuras, proyectos delirantes, surgimiento de estados nacionales, guerras de liberación, tiranos, invasiones y heroicas resistencias, acaecen en un territorio que va sumando al paso del tiempo una enorme diversidad cultural en inédita mixtura. Desde antes de la llegada de los europeos en adelante, una nutrida cantidad de hechos y leyendas transcurrían por la variada geografía, como si se tratase de una novela enorme y total, cuyos episodios particulares merecían ser contados con la potencia de significación que ofrece la literatura. Narrar la historia de la propia tierra, la que se conoce por haber nacido y vivido en ella, y por tanto sin una mirada exótica ante lo “otro”, sino desde la pertenencia a ella, auspiciaba ni más ni menos que consolidar una literatura con características definidas, con sus lenguas y símbolos, con sus inherentes temporalidades, con su relieves precisos y nítidos, con la imagen de una población múltiple y en transformación. Una literatura no dependiente sino autónoma.
La novela latinoamericana ha tenido quien le escriba, entre ellos, un argentino que hizo de su localidad de Yala (Jujuy) el núcleo de su escritura: Héctor Tizón. En sus propias palabras: “Un escritor debe escribir sobre el lugar y la gente que conoce, tratando en lo posible de que no se note y lo pueda leer todo el mundo”, se puede cifrar su poética: emplazar un paisaje –que no es mero telón de fondo– entramado con quienes lo habitan, pero al mismo tiempo la idea de que “no se note” lleva a eludir el llamado “color local” para, en cambio, situarse en el interior y desde ahí narrar. Que lo pueda leer todo el mundo significaría, en este aspecto, no una escritura chata y sin complejidades, sino activar un dispositivo de procedimientos capaces de transmitir lo singular del ámbito sin “explicaciones” o glosarios, sino integrando términos locales, voces de otras lenguas, creencias y rasgos del entorno, en la unidad de la obra.
Las comarcas literarias comenzaron a proliferar en los relatos que, a la vez que no soslayaban los aportes renovadores de otras literaturas, en particular las de Europa Occidental, anclaban en el espacio conocido y elegido como centro y razón de ser del oficio de escritor latinoamericano. Los territorios podían tener o no una localización en los mapas. Así, lugares forjados por la ficción en algunos casos, como el Macondo de García Márquez, la Comala de Rulfo, la Santa María de Onetti, la Nueva Córdoba de Alejo Carpentier o concretas localidades (México, el Caribe, la zona andina, el sertón brasileño, el Alto Paraná, la Patagonia), con el común denominador de que unos y otros han sido imprescindible referencia a partir de la cual configurar las narraciones y revelar complejos mundos. Y hacerlo sin que lo que prevaleciera fuera una visión pintoresquista o más o menos idealizada y menos todavía chauvinista y refractaria a lo llamado foráneo desde una concepción de lo “nacional” a medida de “los dueños de la tierra”, ante lo cual estas novelas parecen justamente enfrentar tal cosa para poner en entredicho el relato nacional hegemónico.
Así, el realismo aparece como una matriz fundamental, desde luego con las modulaciones propias de cada autor y diferenciado de la vieja escuela realista del siglo XIX por la incorporación de otras técnicas narrativas, que se usan según las exigencias del relato, las voces que en él resuenan, el ámbito que se delinea. Asimismo, en este interés de contar está la iniciativa de dejar registro de un origen y de un devenir, de ahí la atención al pasado, a lo que fue y que desde luego se relaciona con el presente, por lo cual el relato histórico es otra de las claves de estas novelas y cuentos como memoria de América latina. Estos rasgos están presentes en la extensa obra novelística y narrativa de Tizón, reafirmando su pertenencia a ese conjunto de escritores que diseñaron para las “letras del continente mestizo” nuevos y consistentes rumbos. Pero cabe preguntar por qué, lejos del afán totalizador del Canto General nerudiano, la elección de acotar un espacio literario –preferentemente no urbano– parece enfatizar el carácter de escritor latinoamericano, habida cuenta de los terruños, las patrias chicas y la Patria Grande.
En las aldeas, poblados y vastedades llanas o montañosas, con grandes ríos o persistente sequía, parecería haber una mayor pervivencia de lo autóctono en la cercanía a la naturaleza, en relatos y cantos populares, en pobladores que mantienen vivo el legado de sus antecesores, es decir, reservorios de la tradición que los procesos de homogeneización y dominación cultural habrían ocluido en las metrópolis. Quizá por eso cuando se habla de “lo latinoamericano” se ponga el acento en los ámbitos no “cosmopolitas”. Asociada la ciudad a una mirada menos atenta al “interior” que al exterior, se contrapondría al regionalismo. Este término ha servido para caratular obras tan dispares como aquellas donde se encuentran personajes más o menos típicos o más bien estereotipados, una óptica costumbrista, contraposición entre lo virtuoso del pago frente a la pecaminosa ciudad; junto a las que se construyen a partir de la relación íntima entre el letrado y el ámbito natural y cultural en que se ubican las historias, dando cuenta de su peculiar modo de ser, pero rebasando los límites más o menos folklorizantes o arcaizantes para, a partir de ese espacio, alcanzar una dimensión que, por decirlo así, reivindica para la región y sus habitantes el estatuto de universalidad, en cuanto a que alude a los problemas y dilemas que enfrentan los seres humanos, todos y cada uno.
En este sentido se ha hablado de una “superación” del regionalismo para aludir a textos que cuentan la región en base al sustrato –en sentido físico y cultural– y a los intercambios dinámicos que han conectado e interpenetrado tradiciones locales y extranjeras. De ahí que se haga más visible la dimensión de Tizón como escritor latinoamericano. Al igual que Rulfo, a quien conoció durante su estadía en México como agregado cultural, Tizón logra transmutar el habla de una zona en lengua literaria. Precisamente en ese país publica en 1969 los relatos A un costado de los rieles. Le sigue Fuego en Casabindo, primera novela que da cuenta del pasado de la región, tan fundamental para sondearla en todos sus rincones, el antes atado al presente y viceversa.
Contracara del arraigo es el exilio (situación que aunque no exclusiva ha sido más que recurrente entre los escritores de América latina, al punto de existir una colección de textos latinoamericanos denominada “Letras del Exilio”). Tizón también lo vivió durante la dictadura militar. Por eso sus historias de viajeros, de regresos, de extranjeros. El desarraigo, sin embargo, propicia la querencia, esa tierra propia, omnipresente y testificada en el último texto de Tizón significativamente titulado Memorial de la Puna.
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