Dom 26.08.2012
libros

El niño dickensiano

Armonía Somers fue sin lugar a dudas una de las escritoras radicalmente más singulares de América latina. En el contexto de su obra, Un retrato para Dickens, destaca aun más, si es posible, por su extrañeza. Obra que nace a partir de la foto de una niña huérfana, que rápidamente le hizo recordar a la autora a Oliver Twist, el gran personaje de Dickens, tuvo numerosas derivas tanto en el texto como en la vida real.

› Por Juan Pablo Bertazza

Un retrato para Dickens es de esos libros extrañamente singulares que parecen no haber sufrido ningún tipo de corrección, a tal punto que, a diferencia de otras obras, no contempla siquiera la posibilidad de esconder otras versiones posibles; uno de esos libros malditos, realizados en un único y definitivo aliento que, acaso, rememore el viejo y tan denostado concepto de inspiración. Quizá por eso mismo es también fundamental la relación que establece esta novela, y sobre todo su génesis, con la obra y la excéntrica naturaleza de su autora, la uruguaya Armonía Somers, de cuya vida se han desprendido diversas leyendas que van desde distintas fechas de nacimiento (entre 1914 y 1930) hasta el significado de ese seudónimo (su nombre real es aun más extraño que su seudónimo: Armonía Liropeya Etchepare Locino), elegido por ella para preservarse, quizá, de las previsibles consecuencias que podía tener en el conservador mundo literario uruguayo La mujer desnuda (1950), su notable novela erótica de altísimo voltaje.

Muchos pensaron, en su momento, que el seudónimo Armonía Somers podía remitir a un autor hombre o incluso a un grupo de escritores vanguardistas. Ese travestismo –que es una clave constante en la obra de Somers– brilla también en el origen de Un retrato para Dickens, que surgió a partir de un retrato, una fotografía que le llegó a la autora de una niña huérfana de diez años, a la que le encontró un gran parecido a Oliver Twist, protagonista no sólo de la segunda novela de Charles Dickens sino también primer protagonista infantil de la literatura inglesa. A ver: no sólo la nena se transformó en niño dickensiano sino que, además, esa misma mutación originó que esa foto deviniera en nouvelle, una de las obras más radicales de Armonía Somers, que según se dijo sufrió una especie de “maldición faraónica”, ya que la escritora enfermó gravemente -de quilotórax, derrame de líquido lechoso en la cavidad pleural, padecimiento tan infrecuente como asociado al mundo masculino–, mientras que la niña retratada murió poco después de la publicación del libro.

Un retrato para Dickens. Armonía Somers El Cuenco de Plata 122 páginas

Y a propósito del universo médico, hay algo de Frankenstein literario en Un retrato para Dickens, una especie de ensalada de injertos entrecomillados, ya que la novela se caracteriza, sobre todo, por un notable entrecruzamiento de géneros tan diversos como el relato bíblico -a partir del Libro de Tobías, cuya canonización, a su vez, ha sido impugnada a través de siglos por algunos grupos dentro del cristianismo, con lo cual se trata de un libro semiapócrifo–; el discurso gastronómico a partir de los Fragmentos del Manual del Pastelero y Confitero Universal de un tal F. Figueredo, libro capital de comienzos del siglo XX que ofrece variaciones de recetas sobre bizcochuelo y, sobre todo, el registro típico de las novelas decimonónicas incorporado por la voz, justamente, de la niña huérfana de la foto, quien es adoptada junto a un hermanastro negro y termina declarando en una comisaría tras un frustrado intento de suicidio. La niña llega a semejante decisión como consecuencia de continuos y dickensianos sufrimientos que incluyen un intento de violación, explotación infantil y una pobreza extrema.

Pero, como si todo esto fuera poco, Somers suma a Un retrato para Dickens -nouvelle astillada, omnívora y fascinante–la retumbante voz de un loro más emblemático aun que el de Flaubert, que indaga y reproduce a manera de perpetuo grabador todo lo que ocurre en el interior de una comunidad decadente. En las entrelíneas del texto, hay también lugar para otra mirada, la del “Dueño del Ojo”, una especie de precursor de Gran Hermano que viene a competir y contrastar con el del Antiguo Testamento, presente en el Libro de Tobías.

Cada uno de esos discursos y registros tan heterogéneos se mantiene, al principio de la obra, incólume, autónomo y casi refractario. Sin embargo, con el correr de las páginas se van fundiendo de una manera tan natural como atractiva -a través de la gradual reiteración y reproducción de nombres, paisajes, atmósferas y episodios– en una voz única, acaso la menos pensada, acaso la más reiterativa, que termina generando ecos que trascienden cada una de las líneas argumentales que propone la obra.

Promediando el libro, uno de los personajes lanza: “No entiendo nada de lo que decís, pero seguí contando que me encanta”. Lo notable de esa frase es que puede aplicarse a varios momentos de Un retrato para Dickens, inconmensurable ensalada de significaciones que, hacia las últimas páginas, encuentra la cúspide del sabor.

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