A seis años de la edición de Borges, el monumental libro en que registró los encuentros casi diarios con su amigo, y cuya repercusión en la literatura argentina y en su propia imagen como autor no es todavía clara, Emecé emprendió la edición de su obra completa con una yapa inesperada: bocetos y resúmenes de muchos de sus grandes relatos (incluido “Los novios en tarjetas postales”, un cuento breve que anticipa la idea de La invención de Morel) así como críticas y notas no compiladas (entre ellas, la reseña publicada en Sur sobre El jardín de senderos que se bifurcan). Esther Cross, que lo conoció y lo entrevistó en un excelente libro de conversaciones, encuentra en esta edición el comienzo de una nueva vida para Adolfo Bioy Casares.
› Por Esther Cross
Hablaba con admiración de la literatura, que “expresa los sentimientos, las imaginaciones, los dolores, las esperanzas, las frustraciones de los hombres”. También hablaba del placer de escribir, y los problemas que planteaba la escritura lo ocupaban sin desalentarlo. Ese placer tenía, además, un efecto secundario, benéfico para alguien que, como él, valoraba el hecho de estar vivo: escribir era “agregarle un cuarto a la casa de la vida”, “duplicarla del mejor modo”. Justificaba su empeño de vivir alegando que la vida es más divertida que la muerte y dejaba que otras razones, de mayor peso, hablaran solas en sus libros. Escribió historias de inventores profesionales o aficionados que encuentran la inmortalidad por amor a la vida, la ciencia, una hija o una mujer. Escribió sobre gente que no puede cambiar la realidad pero la edita. En una cruza de ambas ideas, un hombre, al enamorarse, se supera (puede creerse invencible por una sola vez, hasta encontrarle sentido heroico a la muerte) y descubre la verdad porque el amor ilumina a los amantes con sus misterios. A la hora de traspasar el futuro y pensar su inmortalidad personal, incluía en el cuadro otra de sus pasiones, el cine, y entonces se imaginaba viendo la película inagotable de la vida. Con el primer tomo de su Obra completa, empieza la función de su escritura en continuado, la proyección de su biografía duplicada, la película del cuarto agregado de su vida.
Pero ese cuarto está en su mundo, con sus claves. En la vida de los hombres –esos “animales gregarios que no saben vivir en sociedad”– intuía algo que pocos podían ver. Decir que escribió historias fantásticas es cierto pero injusto: en base a su concepto de la realidad, podría hasta decirse que era realista. “La realidad es fantástica en cualquier momento. En los sueños, en una enfermedad. O usted está caminando de noche por un corredor de su casa, la luz se apaga y usted de pronto está perdido. Ahí tiene un simulacro de algo fantástico. De vez en cuando la vida nos da una visión momentánea de algo que quiebra el orden de la realidad.” En ese quiebre del orden, operado por una visión, un pálpito o el impacto del amor, se disparan sus historias. Ahí conversan el profesor y los muchachos, se gesta un crimen, el peluquero atiende al héroe, el fugitivo se declara a una gigante que no lo ve porque vive en otro plano. En ese quiebre los lugares de siempre tienen algo distinto. La ciudad se vuelve fantasmagórica por culpa del cansancio. Una partida de snobs baila “Té para dos” en la isla desierta. ABC no son las iniciales de Adolfo Bioy Casares sino de Alfonso Berger Cárdenas. Las personas pueden ser como lugares cuando el orden se altera: el dolor hermético de un padre trabajaba, en el fondo, una venganza. La extrañeza que todos sentimos en algunos momentos –nostalgia previa, celos locos, descubrir que apenas contamos con una versión del otro– reciben explicaciones asombrosas y fundadas. Una persona es muchas al mismo tiempo, en un instante coexisten distintos mundos casi iguales que a veces se entrecruzan. La lealtad puede convertirse en traición y el plagio en sacrificio. Como el pasado en uno de sus cuentos, las páginas se alejan con inexorable rapidez mientras el lector avanza en esta sucesión maravillosa de historias. Y al vértigo paradójico de que no querer que llegue el final le corresponde el alivio de contar lo que queda por leer o releer porque Bioy Casares era un escritor prolífico.
Decía que un libro es una máquina compuesta de papel impreso y de un lector. En este primer tomo de sus obras, él también aparece, y en tres dimensiones: el escritor de novelas y cuentos; el que escribe prólogos, comentarios, traducciones, y finalmente, nadando por debajo, el que ensaya en apuntes y borradores. No es de extrañar: una vez dijo que su forma de pensar era escribir. En esos planes para los cuentos del futuro hay variaciones importantes o accidentales –Paulina alguna vez se llamó Luisa, por María Luisa Bombal; Montero se llamaba Drucker en las notas, por ejemplo–. A veces el borrador es una sinopsis, o el plan queda y el final toma un desvío, pero hay elementos que no ceden: el hombrecito ínfimo y de carácter, la mujer fotografiada, las focas superiores, sus obsesiones.
Como él hubiera querido, no quedan huellas de sus primeros libros, que calificaba de fracasos. Las obras completas son una biografía bibliográfica y su Obra completa comienza cuando ya está en funciones, “in medias res”, como él mismo aconsejaba para empezar a contar una historia, porque hay que arrancar en lo mejor. La colección de historias empieza con el primer libro que reconocía: La invención de Morel, de 1940. Después de seis intentos fallidos que prefería olvidar, se le había ocurrido esta historia y decidió evitar errores, “tomar todos los recaudos de seguridad”. En ese momento, a conciencia, dejó de escribir para que lo admiraran y empezó a escribir para que entendieran lo que decía. Tenía que escribir con franqueza, hablar claro, exponer tramas complejas, mostrar gente haciendo equilibrio, amaneceres de esplendor, resacas mortales, miserias y alturas de las relaciones. Sabía que el lenguaje tiene sus dobleces y una vida propia; lo dejó ser sin forzarlo. Renunció a pensar en la historia de la literatura para pensar en la historia que contaba. Se propuso olvidar cualquier pretensión ajena a la escritura. Los textos escritos por un autor con el fin expreso de lucirse le daban vergüenza ajena y se salvó de ese monstruo en cuanto pudo detectarlo. Armó un plan y lo cumplió. Esta edición es, entonces, el primer tomo de la Obra completa de Bioy Casares, escritor intencional, escritor con un plan, escritor a lo grande. Daniel Martino, a cargo de la edición, comete una desobediencia que se agradece: a modo de backstage, en los apéndices está “Los novios en tarjetas postales”, que dio pie a La invención de Morel, aunque forme parte de uno de esos libros que Bioy prefería olvidar.
Estaba convencido de que un argentino tiene que escribir como un argentino –y fue lo que hizo–. Podía meterse en un hotel de Chubut, en una casa de fortuna, en la cabeza de una mujer, un taller mecánico y un rancho de suburbio. El salvoconducto era la mirada discreta y aguda, el lenguaje directo, justo, en dominio. Escribió historias inolvidables con toda la naturalidad del mundo, como si fuera fácil. Esa ilusión de facilidad ponía en marcha la máquina de papel impreso y lector que llamaba libro. Llegó a ser el campeón del desprendimiento en un país exagerado. Fue perfeccionándose con los años. Se volvió original de tan austero y despojado. Nadie lo hizo tan bien. La serenidad de su escritura está sostenida con una determinación y un rigor notables. Alguien, al ver su foto de joven –la misma de la portada de esta edición– dijo una vez que se parecía al protagonista de La Rosa Púrpura del Cairo. Pero él no cruzó la pantalla. Se quedó, tímidamente joven e inmortal, escribiendo con placer del otro lado de la página.
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