Dom 02.09.2012
libros

De padres a hijos

Hasta ahora, Pedro Lipcovich se había destacado en el relato breve, del que dio cuenta en varios libros como Muñecos chicos y Unas polillas. En Desnichadores, su primera novela, revela un interesante y complejo trabajo con el linaje literario, de Lugones a Macedonio Fernández, sin dejar de lado la extrañeza como la marca central de su literatura.

› Por Luciana De Mello

Podría pensarse que la condena de todo hijo es editar la obra del padre. Revisarla, entenderla y anotarla, volver de alguna manera a contar su historia, leyendo celosamente ese lenguaje al que es imposible acercarse y salir ileso hasta que el hijo se convierta, inadvertidamente, en su íntimo traductor. Cuando el padre es escritor, la imagen se vuelve literal. En 1966 Leopoldo Lugones (hijo) cumplía con el rito cuando, en su edición anotada de La guerra gaucha, se detuvo ante la palabra desnichador, apuntando a pie de página que este término había sido inventado por su padre. En la novela de Pedro Lipcovich, el significado oculto de esta palabra en el recuerdo de un niño, Leopoldo Benavídez, hace que la historia comience a desarrollarse como tirada de múltiples puntas de lo que podría ser un solo ovillo, o en todo caso un nido. Porque ciertamente, dice Lugones –el de la picana– que su padre tomó la palabra del francés dénicheur: desanidar. Reflexiona entonces, ahora Leopoldo Benavídez, que “un desnichador debería ser algo así como un desenterrador, alguien que retira los cadáveres de los nichos”. Ya desde el título, Desnichadores plantea el desentierro de un muerto, una lectura de la lectura, un significado perdido que se convierte, sin embargo, en el motor de las múltiples historias que se van a contar.

Lipcovich construyó una novela cifrada, con varias entradas de lectura, sobre una escritura fragmentaria que problematiza el paso del tiempo y donde el absurdo es la lógica que rige el devenir de la mitad de la novela. Hay dos historias simultáneas que cuenta la novela, una es la que se lee desde las cartas que Leopoldo Benavídez le escribe a su madre, quien yace en el lecho de muerte y que supuestamente fuera la amante de Leopoldo Lugones hijo. Esta premisa que plantea Leopoldo Benavídez en sus primeras cartas se basa en un recuerdo de la niñez, en el que un hombre acostado en la cama de su madre lo llama “desnichador”, no para trasmitirle el significado de la palabra, sino para jugar con la ignorancia del niño sobre ese significado. Ya adulto, Leopoldo se pregunta entonces “¿Quién fue el hombre que profirió desde tu cama la palabra? ¿El padre? ¿El hijo? ¿Importa esto?”. La imposibilidad de probar su filiación lo hace recurrir a la búsqueda de una religión que no desentierre los cuerpos, que no los mueva de su tumba. Tras infructuosas operaciones narrativas en las que ningún rabino le cree el relato de su linaje, termina por recurrir a un cirujano que lo circuncide. Para pagar su judaísmo de clínica, le roba a la madre y abandona la casa.

A esta marcación del origen en el primer relato se le suma la segunda historia que compone la novela: el periplo de un anarquista que, escapando de Buenos Aires unos días después del fusilamiento de Di Giovanni y Scarfó, llega hasta Misiones, donde por las causas más descabelladas deviene líder de una especie de revolución que acaba con el orden anterior del yerbatal, instaurando un desgobierno donde las mujeres son liberadas de la prostitución que se les obligaba a ejercer. En este escenario a cielo abierto –en claro contraste con el departamento sin ventanas donde Leopoldo Benavídez apila las cartas a la madre sobre una mesita de luz artificial– es que surge espontáneamente la religión de la madera dentro de esta nueva ciudadela bautizada con el nombre de Ciudad del Taubicí.

Desnichadores. Pedro Lipcovich El cuenco de plata 179 páginas

Las dos historias que se narran en paralelo tienen sin embargo un efecto de lectura contaminante, a tal punto que por momentos cierta información o reflexión relatada en una historia pareciera pasar a la otra, haciendo que la identidad de los narradores y de los personajes no sean ya sólo un parte de la trama sino también una forma narrativa. La novela entonces visibiliza el problema del narrador borroneando sus límites: ¿Quién cuenta la historia del supuesto anarquista en Misiones? ¿Quién es ese hombre al que sólo se lo denomina con el pronombre él o, en su defecto, por momentos, como El taubicí? La confusión se transforma así en material narrativo que afecta a los personajes, a la trama y al lector.

Otro de los temas que se convierte en llave de entrada a la novela es el tema del plagio. Un militar que demanda sin razón a otro acusándolo de plagio, a expensas de saber que la demanda le costará el pase a retiro. ¿La causa de semejante accionar? Deslegitimar el libro de guerra acusado, para que el enemigo al leerlo no crea en las estrategias allí reveladas. El lenguaje, entonces, como enigma a descifrar, donde lo que importa ya no es la respuesta correcta sino los relatos que del propio enigma se desprenden.

Desnichadores plantea el misterio desde el título, y para redoblar la apuesta lo multiplica en su forma plural. No hay sólo un desnichador, ni un solo gran escritor en referencia a esta novela. Lugones es el nombre revelado, el que inventó la palabra que servirá como gesto para desnichar a otro contemporáneo suyo, al mítico padre de la novela argentina que le otorga linaje literario a esta primera novela de Lipcovich. El tema del no-sujeto, el plagio, la lógica del absurdo y la escritura fragmentada para “lectores de lectura salteada” hacen de Desnichadores una novela en clave de homenaje a Macedonio Fernández. La ciudad del Taubicí, diseñada por una geometría imaginaria y situada en la provincia de Misiones –donde Macedonio no sólo ofició como juez de paz en Posadas, sino que el recuerdo de este paisaje a la hora de la siesta pasó a formar parte de sus construcciones místicas y míticas del pensarescribiendo– remite a la sociedad utópica que Macedonio intentó fundar alguna vez cerca de la frontera con Paraguay. Quizá por eso Leopoldo Benavídez, supuesto descendiente del escritor argentino modernista por excelencia, en su penúltima carta lo hace explícito, y se excusa ante su madre casi muerta. “Disculpame, es que estoy escribiendo todo lo que pienso, quiero decir, no estoy pensando, estoy logrando no pensar por fuera de lo que escribo, porque escribir reduce la posibilidad de pensar...”. El legado de Macedonio lo ha alcanzado a él también.

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