Cosmopolitismo, globalización, exotismo, nomadismo: distintas formas de enunciar el viaje como núcleo narrativo se despliegan en las novelas de algunos de los escritores latinoamericanos más recientes. Entre ellos se destaca el colombiano Santiago Gamboa. Autor de libros que suelen transportar al lector a destinos remotos y en apariencia muy ajenos, también se permite en Plegarias nocturnas, su última obra, un repliegue hacia el corazón de la Colombia signada por el gobierno de Alvaro Uribe. Dos hermanos, un cónsul y un relato donde partir y llegar son caras de una misma búsqueda de identidad.
› Por Juan Pablo Bertazza
Como un proyectil disparado con silenciador. De manera gradual, sorda, disimulada y hasta algo contradictoria, acaso como otra reacción frente a la tremenda sonoridad del boom, volvió a aparecer, en los últimos años, una lámina de notables coincidencias literarias entre los países de la región. Una conexión distinta y, sobre todo, menos anunciada cuya clave parece ser el concepto de viaje en toda su profundidad. No el viaje como consumación de una experiencia acotada entre aeropuertos y valijas. El viaje como un desgarro inicial entre una identidad primigenia, casi siempre perdida, y un deseo inconstante de algún punto de llegada que, como Aquiles y la tortuga, siempre se va difiriendo, desplazando. En nuestro país, uno de los que vienen trabajando desde hace mucho este tema es Andrés Neuman; en Brasil, el gran representante es Joâo Gilberto Noll, acaso la figura más descollante de este grupo poco definido de escritores clásicos con afán moderno, escritores modernos que no carecen de tradiciones, influencias ni padres literarios, autores experimentales que, al mismo tiempo, saben ser legibles. En Colombia, el gran exponente es Santiago Gamboa. Aunque, en este caso, el viaje no es un tópico recurrente sino parte constitutiva de su literatura: desde algunos de sus títulos (Tragedia del hombre que amaba en los aeropuertos, Octubre en Pekín, Hotel Pekin) hasta honrosas distinciones a mejor novela extranjera que obtuvo tanto en Francia como en Portugal. Pero, además, Gamboa ostenta el extraño y cosmopolita privilegio de haber estudiado literatura cubana en La Sorbona y, para llegar casi al colmo del viajero, reside actualmente en Nueva Delhi. Más que un cúmulo de características y experiencias, la materia prima de su literatura se parece al nacimiento de una nación signada por la mezcla. En sus novelas, cada viaje, cada traslado constituye una especie de señal que anuncia un movimiento importante para la trama; como las líneas itinerantes de los aviones a la noche, su literatura está hecha de movimientos y cruces.
Plegarias nocturnas, su última novela, no es la excepción: el cónsul de Colombia en Nueva Delhi, claro alter ego de Gamboa, se entera de la desesperada situación de Manuel Manrique, un estudiante colombiano de filosofía que fue detenido en Bangkok por posesión de una bolsa repleta de droga, en una búsqueda frenética para dar con el paradero de Juana, su hermana desaparecida, de la que nada sabe desde hace tres años, la única persona en el mundo con la que mantiene un cable de afecto. Así, el cónsul decide poner en funcionamiento el libro, es decir, emprende un viaje a Tailandia para destrabar la situación del joven cuyo horizonte más esperanzador es declararse culpable, pasar treinta años en prisión y aguardar la clemencia del rey de Tailandia.
Entre Bogotá, Bangkok, Tokio y Buenos Aires, Plegarias nocturnas va desplegando una historia propia, una historia casera de la educación sentimental propia de los años signados por el gobierno de Alvaro Uribe, que podrían resumirse con la condecoración que le otorgara George W. Bush en enero del 2009: la Medalla de la Libertad por su “contribución especialmente meritoria a la seguridad y los intereses nacionales de los Estados Unidos”.
Mientras los dos hermanos –Juana y Manuel– consolidan su relación desde la infancia hasta la adolescencia, una relación fraternal sin intereses contaminados por ningún atisbo de incesto, oponiéndose a dos padres que no aceptan ninguna crítica sobre su presidente Uribe, relampaguean como sonido de fondo los disparos de los discursos vacuos del presidente, los atentados de las FARC, el empobrecimiento y la degradación de una sociedad que no puede mirar más allá de lo estrictamente económico y varias desapariciones que se van concatenando bajo el signo del horror. Las plegarias nocturnas del título se alzan, susurrando, precisamente contra todo eso. Configuran una constelación que persigue la búsqueda del amor puro como antídoto contra todos los males de ese mundo neoliberal. Así lo define el propio cónsul: “Plegarias nocturnas. Las que no se dijeron y ahora piensan y que en sus mentes son desgarrados alaridos, gritos de ansiedad y amor. Dos letanías silenciosas, y yo en medio de esa extraña tormenta, cerca de un planeta creado por ellos que jamás habitaron. Dos seres frágiles que añoran estar juntos y ser olvidados, y la vida, como un muro interponiéndose”.
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