No ficción> En La poesía del pensamiento, George Steiner recorre los puntos de enlace entre el lenguaje entendido como la cadencia de una escritura que aspira a superar la mera función comunicacional y la filosofía como una forma de abstracción que encuentre su vínculo con la armonía, la música y la sonoridad. Un viaje en el tiempo que une a Sócrates y Platón con Heidegger y Celan, y que asume las explosiones vanguardistas y discordantes del siglo XX, donde poetas y pensadores parecen haber perdido de vista al sujeto.
› Por Alejandra Varela
Como una caja de música incandescente en las manos del lector, George Steiner encuentra en la sonoridad, en la cadencia de la palabra escrita, el atajo para entrar en el terreno inalcanzable de la abstracción y trasformarla en la bella y reconocible experiencia de dejarse cautivar por una melodía amada. Existe una voluntad de ir más allá del lenguaje para descubrir una poesía que ponga en crisis la idea misma de comprensión. El pensamiento filosófico construye su fortaleza en una trama de ficciones. La metáfora se convierte en un elemento de síntesis crucial porque en ella se enhebra la capacidad del filósofo de construir imágenes que se alejan de la explicación para explotar en un mundo de numerosas reverberaciones. Steiner propone en La poesía del pensamiento un ejercicio de lectura que funciona como una intervención sobre la crítica. Lo que se escribe sobre el hecho estético elude la trampa del sentido. La sonoridad será un elemento estructurante.
Si poco antes de morir Sócrates canta, su voz funcionará como un oleaje que interne al lector en la época clásica. Los filósofos del “milagro griego” entraban a la prosa con el desalineo de la oralidad. Su virtuosismo se medía en el ejercicio del diálogo, del debate político donde la rapidez y la posible refutación permitían “avivar la indagación intelectual”. La palabra escrita tenía el peso de la autoridad y la conclusión, insuficientes ante las intenciones pedagógicas que buscaban el entusiasta ejercicio de la memoria.
La transmisión de conocimientos se realizaba a partir de cantos y poemas: Platón era un gran creador de mitos, Heráclito sostenía su estrategia en la contundencia de una frase, en el hábil golpe de efecto. La extensión funcionaba como un dato central. Aristóteles se preocupaba en su Poética de señalar que el drama griego debía ser capturado en su totalidad por el espectador, sin digresiones y con una duración que le permitiera recordar la historia. Este movimiento donde la palabra se separa de la escritura, donde los apuntes de una clase de Aristóteles o de una disertación de Sócrates son apenas restos a reconstruir, encuentra su punto de tensión con el soliloquio que en el siglo XX se desata como una de las formas que inunda el papel.
Entre el fluir de la conciencia y el automatismo dislocado del personaje de Lucky en Esperando a Godot, la escritura empieza a hablar de un sujeto que ha perdido interlocutores. La Grecia clásica con sus banquetes, con sus escenificaciones, con esa estética platónica donde el entorno y las acotaciones daban cuenta de las líneas de tensión, deviene réplica en solitario, en la voz interior que se traga todas las voces, que dialoga en la cabeza del protagonista. Steiner propone una exposición que cruza las épocas sin reparos, que pone a prueba los reflejos del lector.
Si la escritura opera como autoridad (tema que desentrañara el propio Claude Levi-Strauss) será en lo fragmentado, en lo inconcluso, en la ausencia, en los espacios en blanco entre las palabras, donde se sostenga la densidad de lo dicho. Es en aquellos recursos que superan los límites de la racionalidad donde Steiner ilumina la capacidad del estilo para crear cierta corporalidad de la palabra, emancipándola de su rol comunicacional. Como si se animara a andar sola, disparando rayos y oráculos pero negándose permanentemente a dar nombres que etiqueten y sellen identidades. Las ambigüedades semánticas permiten disociaciones, una nueva verdad que nace del desgarramiento entre las palabras y las cosas.
La puntuación que desaparece en James Joyce o en Samuel Beckett tiene algo del descenso al caos primitivo que proponía Heráclito. Si el ritmo marca una suerte de composición, el lienzo de una frase que se dibuja en el modo de distribuir los puntos y las comas, la ausencia total de signos permite materializar lo abstracto. ¿Cómo hacer palpable el ejercicio del pensamiento abstracto sin simplificarlo en una esquema que permita su fácil aprehensión? ¿Cómo forzar al lector a la dificultad a partir de una experiencia que sea fascinante en sus posibilidades sensoriales?
Steiner propone un protocolo de lectura que devele el texto escondido, como si hundiera la mano en el libro y extirpara su sombra.
Pero Platón, que compone escenas dramáticas memorables, se ensaña con la mágica intuición de Homero que escribe sobre batallas y navegación sin conocerlas. Platón no quiere un arte que compita con la vida porque la mayor obra teatral es la que los sujetos construyen al volverse protagonistas de la política.
Steiner invoca en su mosaico de autores a Descartes al recordar que en El discurso del método resplandece la posibilidad de que esa realidad pueda ser totalmente falsa, el invento de un genio maligno, y es justamente Descartes quien articula en el monólogo, en el protagonismo del yo, el conflicto psicológico del drama de la escritura, donde narrar implica el imperativo de poner todo en crisis, de desarmar la realidad para construir un modo asombrado de pensamiento.
En ese campo de posiciones donde distribuye a sus autores, Steiner construye su crítica –abierta a los lugares en que el lector decida ubicarse– y opina con la maniobra escondida de propiciar una batalla entre escritores que conviven en el tiempo de su pluma.
Romper con la monotonía, con la tentación de dejarse llevar por el discurso mediático, es tal vez uno de los grandes propósitos performáticos de este libro. Especialmente cuando la humanidad atraviesa experiencias sobre las que resulta muy difícil poder hablar. Es allí donde Hegel aparece como un anticipador del hermetismo de Benjamin y Adorno. Tal vez no se sepa exactamente de qué se está hablando o no sea necesario comprenderlo, como propone Steiner, pero el espectáculo de la muerte a gran escala, los holocaustos que fabrican montañas de cadáveres, hieren de manera agónica a la palabra. No poder hablar de la Shoá, que El Mal abandone la idea de sentido, no exhala la posibilidad de la metáfora sino que provoca un derrumbe en la idea misma de pensamiento. El silencio se convierte en la trama externa del soliloquio donde los personajes se repliegan ante un entorno que no puede comprenderlos y construyen diálogos dislocados e interminables mientras permanecen en su cuarto convertidos en enormes insectos o caminan por las calles de Dublín. Un proscrito sin ciudad, un vagabundo como Paul Celan perdido en el virtuosismo de su media docena de lenguas.
El libro entraña hacia el final un atentado contra sí mismo. El autor que escapó de las explicaciones y de la búsqueda resignada de sentido reconoce que esos balbuceos entrecortados no son la manifestación incipiente de una música desconocida, sino que presentan un problema irrefrenable cuando lo que no se puede decir es el horror.
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