Escritor viajero, crítico de literatura, arte y variedades de la vida, Geoff Dyer nunca sale sin traer un libro diverso y vital de regreso. Y también ha escrito novelas donde los viajes tienen su influencia narrativa. Tailandia, Francia, Libia, Holanda, Camboya, Italia y hasta Estados Unidos desfilan en Yoga para los que pasan del yoga bajo el prisma de una mirada diferente y original, la de alguien que viaja hasta llegar al fondo del viaje: una zona en la que ya no hay nada turístico que experimentar.
› Por Rodrigo Fresán
Viaje y escritura van juntos desde el principio de los tiempos. Peregrinos de la Antigua Grecia, el poco confiable Marco Polo, los casi alucinados cronistas de Indias, el joven Herman Melville y el maduro Joseph Conrad en cubierta, Ernest Hemingway con los toros corneándole los talones, y los beatniks siempre en el camino. Se sale para mirar y volver y ponerlo por escrito. Escribir durante es más complicado. Porque todo se mueve. Y porque en más de una ocasión –como teorizaba tanto aquel personaje de Anne Tyler en El turista accidental o como se lamentaba Cesare Pavese–: “Los viajes son una brutalidad”.
En este marco de cosas, el gran flâneur Geoff Dyer vendría a ser –como bien lo definió The New York Times– un “contraturista”: alguien que, en la práctica, no puede quedarse quieto mientras sueña con la teoría de una calma absoluta y reflexiva donde, alcanzado ese nirvana, qué sentido tiene escribir.
Geoff Dyer (Inglaterra, 1958) ha recibido numerosos premios de no-ficción –en el 2009, la revista GQ lo nombró Escritor del Año– sin por eso privarse de incursionar en la ficción con similar talento y vocación experimentadora. Comprobarlo en esa muy personal travel-novel que es Amor en Venecia, muerte en Benarés (también Mondadori). Entre sus fans se cuentan William Boyd, Bryan Ferry, Keith Jarret, Jonathan Lethem, David Mitchell, Joyce Carol Oates, Michael Ondaatje, Zadie Smith y James Wood. Y, seguro, también tiene sus enemigos: Dyer es, también, un tan sensible como implacable crítico literario (comprobarlo en sus antologías Anglo-English Attitudes o Working the Room) y su última “turbulencia”: destrozar con gracia e inteligencia la galardonada con el último Booker El sentido de un final, de Julian Barnes. Y no hace mucho, aniquiló al Punto Omega de Don DeLillo. Pero lo que se impone –como en el caso de Nicholson Baker, otro macro-obsesivo de lo micro-decisivo– es su mirada. Y –rasgo suyo y nada más que suyo– su dejarse estar para ver qué pasa, para ver si sucede algo. Y algo siempre le ocurre y se le ocurre a Dyer.
Así, tanto sus varios/ muchos proyectos naufragados por una pereza oblomoviana como todos y cada uno de sus libros de no-ficción que llegaron a buen puerto (y que, en realidad, están más allá de todo género y etiqueta) parecen alimentados por el incombustible combustible del estático movimiento perpetuo. No importan sus temas o premisas. Ya sean un análisis a fondo de la obra de John Berger, el ponerle letras al jazz, la imposibilidad de escribir una biografía de D. H. Lawrence, un retorno a las trincheras de la Primera Guerra Mundial, el intento de atrapar el efímero click donde la fotografía eterniza un instante, o el obsesivo recuento escena a escena del film Stalker de Andrei Tarkovsky: para Dyer, en la superficie y al fondo siempre está presente el motivo de la Odisea.
Y Yoga para los que pasan del yoga es –de lejos y de cerca– su título con más sellos en el pasaporte y pegatinas en la maleta. Y es la opción ideal para los que se disponen a partir de vacaciones y, también, para los que se disponen a no salir de vacaciones. Así, bienvenidos a Tailandia, Francia, Libia, Holanda, Camboya, Estados Unidos o Italia –como nunca las vieron o se las contaron– mientras Dyer va sintiendo que “cada vez había menos que hacer, lo cual me parecía bien porque cada vez tenían menos energía para hacer cualquier cosa”. O que “Estaba hecho pedazos, roto. No podía concentrarme. Cada día se partía en mil pedazos. Un día no constaba de veinticuatro horas sino de 86.400 segundos, y éstos no se sucedían en orden –no formaban palabras y frases como hacen las letras– y, en consecuencia, no tenía tiempo de hacer nada. Mis días se componían de impulsos que nunca devenían actos. Diez horas no bastaban para hacer nada porque en realidad no eran diez horas, eran solamente miles de millones de trocitos de tiempo, cada uno demasiado pequeño para hacer algo con él”. O –como aclaró en una conversación con Ron Birnbaum– “Las personas todavía sienten la necesidad de ir de un sitio a otro. Y suelen sentirse decepcionadas al llegar. Pero hay ocasiones en las que todas nuestras expectativas se cumplen. Y es un momento maravilloso: la certeza de que estamos donde tenemos que estar. De algún modo es como, por fin, estar en casa, pero muy lejos de casa”.
Así, pensar en Dyer como en un Paul Theroux en cámara lenta. En cámara lentísima.
Lo que no impide –comprobarlo en la ya mencionada Amor en Venecia, muerte en Benarés o en Paris Trance– el que Dyer sea, seguro, uno de los más energéticos e inventivos descriptores del acto sexual en actividad. Y una de las firmas más graciosas en todo el sentido de la palabra: uno de esos compañeros de viaje que nos arrancan primero una carcajada de admiración o la más cómplice de las sonrisas.
Y –cuando todo parece perdido y después de haber acumulado tantas millas de viajero frecuente y de “estar de vacaciones 365 días y de trabajar sin pausa durante 365 días”– Dyer conoce el reposo del guerrero for export. Y arriba a lo que denomina “La Zona”: el vacío absoluto donde ya no hay nada que ver o experimentar. Allí –en Black Rock, en un pliegue del desierto de Nevada, durante el festival del Burning Man– Dyer comprende que lleva dentro suyo “un libro sobre lugares donde ocurrieron y no ocurrieron cosas y que, finalmente, acaban siendo el mismo paisaje. Porque la persona a la que le pasaron o no le pasaron todas esas cosas era siempre la misma que, a su vez, es la suma de todas esas cosas que le pasaron o no en todos esos lugares”.
El problema, claro, es que ahora hay que sentarse a escribir ese libro que se llamará Yoga para los que pasan del yoga. Libro que, por suerte, Geoff Dyer empezó y terminó y aquí viene, aquí llega, puntual, justo a tiempo.
Todos a bordo.
Pero sin apuro.
Hay tiempo.
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