Jon McGregor es el escritor inglés más joven en ser candidateado al premio Booker. En Ni siquiera los perros, su tercera novela, clásica, pero en la que también ostenta una impronta experimental, reconstruye la biografía de un hombre desde la aparición de su cadáver hasta el momento de su cremación.
› Por Juan Pablo Bertazza
En los últimos años, Salamandra ganó considerable terreno como una editorial capaz de saciar cierta sed coleccionista, alimentar esa obsesiva inclinación por las figuritas raras o difíciles. Con la publicación de escritores provenientes de lugares de los que no nos llega mucha literatura, como es el caso de Dinamarca a través de Carsten Jensen, o de Rumania de la mano de Rolf Bauerdick, fue confeccionando un catálogo tan singular como compacto. La publicación de la última novela de Jon McGregor podría considerarse una confirmación de eso pero, en rigor, se trata de otra cosa. Nacido en las Islas Bermudas, Jon McGregor es inglés por adopción, y ostenta el privilegio de ser el escritor más joven en haber sido candidateado al premio Booker. Pero más que un rara avis, McGregor es una especie de “promesa de culto”, un nombre literario que empieza a sonar cada vez con mayor fuerza, incluso entre los escritores. Acaso la combinación de buenos libros con lindos títulos –Si nadie habla de las cosas que importan, que escribió durante los ratos libres que le propiciaba su trabajo en un restaurante vegetariano, y Tantas maneras de empezar– hacen de McGregor una apuesta bastante segura.
Ni siquiera los perros transcurre entre el momento (poco después de Navidad) en que encuentran el cadáver casi en descomposición de Robert Radcliffe en la cocina de su propia casa, y la cremación de sus restos en hornos de alta potencia. En el medio, la investigación policial tratará de revelar las circunstancias y razones de su deceso mientras su círculo de familiares y amigos va ofreciendo también algunas pistas acerca de su relación con el difunto y, sobre todo, del fracaso de sus propias vidas. La adicción de su hija Laura, por ejemplo, quien repite en su conducta el alcoholismo de su padre (un alcoholismo a base de sidra), o el triste destino de uno de los amigos de Robert, quien poco antes de encontrarlo muerto, había intentado una reconciliación familiar en una frustrada cena navideña. La de McGregor es una literatura equilibrada: clásica, pero teñida de una fuerte impronta personal, como sucede por ejemplo con esa recurrencia estilística de dejar frases incompletas, a veces sin signos de puntuación. Y su tercera novela, interesante obra con mucho de carruaje mortuorio, persigue, en realidad, la construcción de una biografía del hombre muerto y la redacción de la autopsia de quienes quedaron vivos.
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