Domingo, 24 de marzo de 2013 | Hoy
> LA PRIMERA FERIA DEL LIBRO DE ANGELA PRADELLI
Al preguntarle por su propia experiencia fundante de lectura, Pradelli recuerda esta escena: “Estaba en primer grado y un viernes de octubre la maestra avisó que al día siguiente se haría una Feria del Libro en la escuela. Yo no sabía qué era pero quise ir. Aunque insistí, no pude convencer a ninguna de mis amigas para que fuéramos juntas. Sin compañía, ese sábado por la mañana le pedí a mi madre que por la tarde me llevara a la Feria del Libro. Mi madre estaba desenredándome los nudos del pelo, que era una empresa con la que luchábamos cada mañana. ‘¿No sos muy chica para ir a una feria?’, me preguntó mientras seguía desanudando. Un poco antes de las dos de la tarde nos subimos a la coupé Fiat blanca de mi madre. Ninguna de las madres de mis compañeras manejaba, pero ella sí, y aquel sábado fuimos hasta la escuela con los vidrios bajos, a esa altura del año la tibieza de la primavera ya se hacía sentir. Mi madre estacionó la coupé Fiat en la puerta de la escuela, pero no apagó el motor. ¿Me quedaría sola durante toda la tarde con desconocidos? Ella me dijo que volvería para la hora de cierre y que la esperara en la puerta. Antes de bajarme, tomó su monedero negro tejido al croché y lo abrió sobre sus piernas. Era un monedero grande forrado con una tafeta suave y brillosa. Ella escarbó en su interior y rescató algo de dinero. ‘Esto es para que te compres un libro’, me dijo y enrolló unos billetes que puso entre mis manos. Traspasé el umbral del portón de entrada y oí que la coupé se alejaba. En el hall principal había ocho o diez puestos de libros que todavía estaban terminando de armarse. Esa feria era para mí una inmensidad, sin embargo la recorrí una y otra vez, y otra y otra. La tarde entera yendo de un puesto a otro. Todas caras desconocidas que me miraban y hasta podía adivinar lo que estarían pensando. En cada puesto, me detenía a leer, miraba los precios, hacía cuentas. Los vendedores se acercaban, me saludaban, me sonreían y me volvían a saludar en la siguiente vuelta. Mientras tanto yo iba haciendo mi selección. Cuando los puestos empezaban a desarmarse, fui por mi libro. Una novela cuyo autor olvidé, pero de la que recuerdo su título, Mi hermano y yo, y su tapa dura ilustrada con la figura de sus dos protagonistas. Cuando salí de la feria mi madre estaba esperándome en la coupé y se sonrió cuando me vio subir con el libro. Mientras regresábamos, leí en voz alta las primeras páginas. Esa noche me quedé leyendo hasta tarde. Leí y releí muchas veces ese libro en aquel tiempo de infancia, pero un día lo perdí, o lo presté, o alguien se lo llevó, no sé. Cada tanto, entro a alguna librería y lo pido. El libro nunca apareció, pero queda el recuerdo de aquel día en el que se inició una búsqueda con un par de billetes que sobraban en el fondo de un monedero negro y que alcanzó para comprar un universo entero. Y queda también, para siempre, la certeza de que si leemos, podemos ir y estar en todos los lugares, podemos hacer cualquier recorrido, abordar los desciframientos y construir todos los sentidos”.
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