Dom 07.04.2013
libros

Sobresaliente

Además de ser considerado uno de los grandes novelistas del siglo XX, Vladimir Nabokov sobrevivió durante años en ese refugio privilegiado del sistema norteamericano: el cargo de profesor de Literatura. De ese paso por las aulas, después se recopilaron tres libros imperdibles para cualquiera que quiera iniciarse en sus temas: Curso de literatura rusa, Curso sobre El Quijote y Curso de literatura europea. La semana pasada, un ex alumno suyo en la Universidad de Cornell publicó un inesperado texto que muestra el otro lado de aquellas clases: cómo evaluaba, cómo desconocía el nombre de sus alumnos y cómo elegía a sus favoritos.

› Por Edward Jay Epstein

Entré en Literatura 311 al comienzo de mi segundo año en Cornell, en septiembre de 1954. No es que me interesara la literatura europea, o cualquier literatura en general. Sólo estaba buscando algún curso los lunes, miércoles y viernes por la mañana para no tener que ir a clase los sábados, y “Literatura”, además, era requerimiento para graduarse. Oficialmente la materia se llamaba “Literatura europea del siglo XIX”, pero en el Cornell Daily Sun le decían “Literatura sucia” porque trataba el tema del adulterio en Ana Karenina y Madame Bovary.

El profesor era Vladimir Nabokov, un émigré de la Rusia zarista. Con su metro ochenta, su cabeza parcialmente calva, se paraba, con lo que a mi entender era un porte aristocrático, en el estrado del auditorio de doscientos cincuenta asientos de Goldwin Smith. Junto a él en el estrado estaba su esposa de cabello blanco, Vera, a quien él presentó como “mi ayudante de curso”. Desde la primera clase dejó en claro que no tenía ningún interés en fraternizar con los alumnos, que no eran llamados por el nombre sino por el número de asiento. El mío era el 121. Dijo que su única regla era que no podíamos abandonar la clase, ni siquiera para ir al baño, sin un justificante firmado.

Después enumeró los requisitos para leer los libros asignados. Dijo que no necesitábamos saber nada sobre su contexto histórico, y que bajo ninguna circunstancia nos identificáramos con los personajes, pues las novelas son producto de la pura invención. Los autores, siguió, tenían un único propósito: encantar al lector. De manera que lo único que necesitábamos para apreciar las obras, además de un diccionario de bolsillo y buena memoria, era nuestra propia columna. Nos aseguró que los autores que había seleccionado –León Tolstoi, Nikolai Gogol, Marcel Proust, James Joyce, Jane Austen, Franz Kafka, Gustave Flaubert y Robert Louis Stevenson– nos producirían un cosquilleo en la columna.

Así comenzó el curso. Desafortunadamente, distraído con los valles, lagos, cines, citas de pasillo y otros atractivos locales de Ithaca, no había llegado a abrir Ana Karenina cuando Nabokov nos tomó un examen sorpresa. La consigna era: “Describa la estación de tren en la que Ana y Vronsky se ven por primera vez”.

Al principio estaba bloqueado porque, como no había leído el libro, no sabía cómo Tolstoi había narrado la estación. Pero sí recordaba la estación de la película de 1948 protagonizada por Vivien Leigh. Tengo una memoria más bien fotográfica, por lo que pude visualizar a una Leigh de aspecto vulnerable, con su vestido negro, deambulando por la estación; así describí en gran detalle todo lo que se muestra en la película, desde el señor barbudo que vende té en un rechoncho samovar de cobre hasta las dos palomas blancas que anidan en lo alto. Después supe que muchos de los detalles de la película que había mencionado en el examen no aparecían en el libro. Evidentemente, el director, Julien Duvivier, había tenido ideas propias. Entonces, cuando Nabokov pidió al “asiento 121” que se presentara en su oficina después de clase, estaba convencido de que iba a aplazarme, o incluso echarme de “Literatura sucia”.

Lo que no había tenido en cuenta era la teoría de Nabokov de que los grandes novelistas crean imágenes en la mente de sus lectores que trascienden lo escrito en los libros. Como sea, ya que parecía ser el único que, al describir lo que no aparecía en el libro, aplicaba su teoría en el examen, y como aparentemente él no conocía la película de Duvivier, no sólo me dio un puntaje equivalente a un Sobresaliente sino que me ofreció ser su “auxiliar de ayudante de curso”. Me pagarían diez dólares a la semana. Curiosamente, el trabajo también involucraba películas. Todos los miércoles renovaban la cartelera de los cuatro cines del centro de Ithaca, que Nabokov llamaba “el cerca cerca”, “el cerca lejos”, “el lejos cerca” y “el lejos lejos”. Mi tarea, que consumía la mayor parte de la paga semanal, consistía en ver los cuatro estrenos los miércoles y jueves, y después comentárselos a Nabokov los viernes por la mañana. El decía que como sólo tenía tiempo para una película por semana, mis informes lo ayudarían a elegir cuál, si es que decidía ver alguna. Para mí era un trabajo perfecto: me pagaban por ver películas.

Todo fue bien durante los meses posteriores. Me había puesto al día con las lecturas y disfrutaba mucho las charlas con Nabokov los viernes por la mañana en la oficina del segundo piso de Goldwin Smith. Aunque rara vez duraban más de cinco minutos, me convertían en la envidia de otros alumnos de “Literatura sucia”. Vera solía estar sentada en el escritorio enfrente de él, y me hacía sentir que interrumpía sus prolongadas reuniones de estudio. Mi ruina llegó justo después de la clase sobre Almas muertas, de Gogol.

El día anterior había visto La Reina de Picas, una película británica de 1949 basada en el cuento de Alexander Pushkin de 1833. Trataba sobre un oficial ruso que, en su desesperación por ganar un partido de cartas, asesinaba a una anciana condesa rusa mientras intentaba aprender su método secreto para escoger las cartas en el Faro. No parecía interesado en que le relatara el argumento, que debía conocer muy bien, pero cuando concluí que me recordaba a Almas muertas, levantó la cabeza. Vera también se volvió y me clavó los ojos. Mirándome con atención, Nabokov me preguntó: “¿Por qué piensa eso?”.

Inmediatamente supuse que mi comentario empalmaba con alguna idea que tenía o estaba desarrollando respecto de estos dos escritores rusos. En ese momento tendría que haber abandonado la oficina, excusándome con que necesitaba pensarlo mejor. En lugar de eso respondí penosamente: “Los dos son rusos”.

Bajó la cabeza, y Vera giró la suya para mirarlo. Seguí trabajando para él algunas semanas más, pero ya no fue lo mismo.

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