Celebrada e idolatrada en los últimos años hasta el exceso, la canadiense Alice Munro es sin dudas una notable escritora que quizás empiece a necesitar un poco de lectura silenciosa alrededor. En los cuentos de Mi vida querida diseña las marcas de una sutil y entrañable despedida, volviendo a ser la que fue. Paradójicamente, la última Munro es la nueva Munro.
› Por Rodrigo Fresán
Para sus cada vez más numerosos seguidores, la canadiense y duquesa de Ontario en el Reino de Redonda, Alice Munro (Wingham, 1931), es como Billy Wilder o Bruce Springsteen. Nada de lo que haga estará mal y todo lo que hizo (aun en horas bajas o momentos irregulares) siempre será, como mínimo, algo rozado por la genialidad. Pero, se sabe, ningún genio es genial todo el tiempo. Lo que no ha impedido –como ya ocurrió en inglés– que la catorceava colección de sus cuentos, Mi vida querida, sea recibida con fuegos artificiales, aleluyas sinfónicos y corales, el infaltable “Chejov con faldas”, histeria cuasi religiosa, etcétera. Incluso Jonathan Franzen se permitió años atrás –en un ensayo incluido ahora en su Más afuera (Salamandra)– exagerar a su favor la condición “de culto” de la gran maestra para así, con su característica humildad (Franzen es el Cristiano Ronaldo de las letras Made in USA; el espectro de David Foster Wallace vendría a ser Messi), casi atribuirse su descubrimiento más allá de que, de un tiempo largo a esta parte, Munro aparezca, octubre tras octubre, en las quinielas del Nobel.
¿Y festejo merecido? Sí. ¿Un tanto exagerado? También.
Porque Mi vida querida no es Las lunas de Júpiter o Amistad de juventud o Secretos a voces u Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, del mismo modo que Buddy Buddy no es Sunset Boulevard y Human Touch no es Born to Run. Y digámoslo también: el mejor relato jamás escrito por Munro no sólo no alcanza las alturas de “Adiós, hermano mío” o “El marido rural” de John Cheever sino que, además, su corona es disputada. Para muchos, por el irlandés William Trevor (otro dedicado narrador de su patria chica). Para algunos, entre los que me cuento, por Mavis Gallant: otra anciana dama canadiense cuya megaantología de relatos (también en Lumen, en el 2009) pasó incomprensible e injustamente sin pena ni gloria entre nosotros.
Pero las loas reflejas y automáticas (que la han ascendido, cortesía escritores en nuestro idioma, al mismo sitial que alguna vez ocuparon Charles Bukowski o Raymond Carver como virus de alto contagio) resultan en árboles que no dejan ver el bosque de algo mucho más interesante y poco común: el raro e infrecuente paisaje de una escritura y escritora rehaciéndose mientras se deshace. Me explico: Munro, octogenaria, ya había avisado de su retiro en el 2006 con la publicación de esa magnífica y fragmentaria autobiografía inventada que fue La vista desde Castle Rock. Entonces –lo afirmó en entrevistas– se cerraba el círculo regresando a las historias de sus antepasados entretejiéndolas con la propia historia. Y adiós a todo eso. Pero no. Munro siguió escribiendo y así llegaron en el 2009 Demasiada felicidad y ahora Mi vida querida, ambos con títulos que parecen retratar tanto a alguien que dice gracias como a quien se aferra con uñas y dientes al borde de un precipicio. Y parece que esta vez va en serio. Según sus palabras a The New Yorker –su alma mater– Munro, menos histriónica que Philip Roth a la hora de la retirada, dice que hasta aquí llegó: “Ahora es verdad. Ya tengo ochenta y un años. Se me olvidan con cada vez más frecuencia nombres y palabras, así que...”. Y no cuesta nada creerle. Porque en Demasiada felicidad y Mi vida querida –el síntoma y la fuga ya comenzaban a detectarse e insinuarse en Escapada (2004)– algo ha cambiado para siempre. Algo que ya no podrá volver a cambiar porque no queda demasiado. Ya no parece haber espacio o tiempo para esas historias de prosa serpenteante que parecían abrirse ante nosotros, con modales de origami, como novelas comprimidas, abarcando años. Ahora es un mismo tono, un mismo lenguaje, las palabras justas. Ahora son apenas escenas, momentos, sensaciones que se revelan como polaroids lentas y breves. Despedidas, sí. Lo único abrupto son ciertas acciones, más incoherentes que inesperadas, marcadas como por el ritmo de eficientes corazones artificiales. Algunos personajes hacen cosas raras sin explicación ni motivo. Algunos desenlaces suceden páginas antes de acabar y lo que sigue es como una suerte de coda en susurros. Y si en Demasiada felicidad destacaba esa inesperada rareza –el cuento que daba nombre al libro; en el que la Munro revisitaba la historia verdadera de la matemática y novelista rusa de finales del XIX Sofía Kovalevski– en Mi vida querida todo parece especialmente diseñado y ubicado para no molestar; para provocar en el fiel lector esa ambigua sensación de déjà vu que lo hace sentirse feliz, experto y especialista e iniciado en el misterio.
La otra cara de este efecto es que aquí –en relatos medulares desde señas como “Orgullo” o “Tren” o “Amundsen” o “Voces” o “Corrie” o “Dorrie” o “Noche” o “El ojo”– Munro ya no tiene nada nuevo ni nada más que contar pero, paradoja de paradojas, termina contándonos, magistralmente, exactamente eso. Y lo hace en cuatro textos de cierre donde se nos ofrecen “las primeras y las últimas –y las más íntimas– cosas que tengo que decir sobre mi propia vida”. Y, allí, también nos advierte de que “no son cuentos exactamente”. Son y es, a su manera, una nueva Munro. Es la última Munro. Es la Munro que ya no es la que fue pero que nos recuerda cómo era. Una Munro que –como aquella sentimental súper computadora HAL 9000 de 2001: Una odisea espacial– lo siente todo y siente tanto el disolverse de su memoria. Una Munro recordando frente a nosotros –astronautas impiadosos e insensibles pero admirados– mientras la oímos cantar una inolvidable y vieja y querida y definitiva canción.
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