Dom 18.08.2013
libros

Por la vuelta

La vuelta de Ricardo Piglia tiene varios frentes y resonancias: su regreso a la publicación con una novela, El camino de Ida, que transcurre en los Estados Unidos, recoge su experiencia universitaria en Princeton y repercute en una mirada sobre la literatura y la sociedad argentinas, a partir de una historia de crimen en un campus de apariencia idílica. Reinstalado en nuestro país, Piglia repasa en esta entrevista su periplo como novelista (de Respiración artificial, La ciudad ausente, Plata quemada y Blanco nocturno a esta nueva entrega) y discute abiertamente sobre el papel actual de los intelectuales, el pensamiento oculto de la derecha sobre el voto calificado, los usos de Borges y el rol de la izquierda.

› Por Fernando Bogado

Un punto de contraposición posible entre Blanco nocturno y El camino de Ida es el de la locación: el campo en la primera se convierte en el campus de la segunda. ¿Qué importancia tiene la elección del espacio geográfico en la construcción de las novelas? Una respuesta de Ricardo Piglia: “Escribo sobre lugares en donde he vivido, por lo tanto, tengo una relación espacial con algunas historias que se ve en la manera en que sitúo ciertas historias: siempre en lugares que conozco, en lugares donde no estoy pasando sino en lugares donde tengo que haber vivido un poco. Cosa rara, eso me da un sentido de realidad”.

Sobre el “campo” y el “campus” (académico) señala: “No soy un tipo que describa mucho, sino que aparece como una forma de situar el relato. En el caso del campo en Blanco nocturno, yo tenía la historia sobre mi primo y la fábrica, pero como eso había sucedido realmente y yo estaba muy atento a la crisis del campo y toda esa situación, la novela se armó por ahí. En cambio, a la experiencia de Estados Unidos, a partir del diario que vengo llevando desde hace ya bastante tiempo, me interesaba ver si era posible hacerla novela. Mi idea era recuperar la sensación que te da cuando estás trabajando en un lugar de esas características, donde no estás exiliado, no tenés nostalgia en el sentido clásico del término. Yo venía acá y ya está. No es que estaba con la idea de algo que había perdido: yo tenía un grupo de gente ahí, trataba de vivir, pero lo que sí percibía era esa sensación de que siempre sos un extranjero, una sensación que es muy extraña, es como demasiado detallada, una especie de mirada particular, como si tuvieras que entender más de lo que tenés que entender en lugares donde el sobreentendido está implícito”.

Como muchos de tus trabajos, El camino de Ida no llega a ser un relato detectivesco, pero recurre a muchas claves del género. ¿Cómo ves esa relación con el policial?

–Yo estoy metido con la novela policial desde los años ’60. Primero, considero que la sociedad es criminal. Si uno tiene que decir cómo es esta sociedad, la respuesta se manifiesta en el crimen. Cuando no escribimos novelas policiales es porque nos estamos desviando de la lógica de las relaciones que hay en el mundo. El género policial habla muy bien de lo que es el capitalismo. Es un gran género anticapitalista, como lo es la ciencia ficción. El policial, sin dar nombres propios, está siempre diciendo que lo que hay es corrupción, horror, asesinato, no hay moral. Los relatos de ciencia ficción siempre están diciendo que estamos rodeados de objetos que no sirven para nada. Por ahí los escritores notables de estos géneros escuchan lo que digo y piensan para sí: “mirá lo que dice este tipo”, pero yo creo que son dos grandes géneros sociales. También me interesa por la estructura del relato. Pero yo no escribo novelas policiales. El único relato policial que yo escribí es “La loca y el relato del crimen”. Todo lo demás son mix.

En El camino de Ida, aparece siempre la temática del “regreso a la naturaleza”. ¿Qué buscabas abordando ese tópico?

–Mi actitud espontánea y mi experiencia son urbanas, siempre he estado completamente ajeno de cualquier fantasía de vivir de la naturaleza. En el caso de la otra novela, Blanco nocturno, es una naturaleza más hostil, más ligada a ciertos ritmos. En el caso de ésta, era la trama de la novela la que me llevaba por ahí, yo tenía que tratar de entender a un tipo que efectivamente había hecho eso, regresar a la naturaleza. Tenía que entender a tipos que habían tomado decisiones por el estilo en Estados Unidos, y eso me llevaba a Tolstoi, a Hudson, que es un escritor que yo admiro. Siempre me intrigan esas decisiones, como la de Tolstoi, tipos que eligen vivir como un campesino. Pero son tipos tan inteligentes que uno dice que algo de verdad hay en esas decisiones, la reacción anticapitalista de ese gesto, eso me parecía lo importante, como si no hubiera ningún futuro, como si hubiera que volver a un mundo campesino agrario, previo. Hay mucho de eso en la discusión en Estados Unidos, algo que viene ya desde la Beat Generation, del entorno de ciertos anarquistas. Ese lugar es desde donde parte Munk, el personaje de la novela, alguien que pensaba así su enfrentamiento a la sociedad capitalista, alguien que vivió veinte años como un campesino solitario. Me interesaba mostrar cómo el tipo pudo soportar esa situación y como esa situación le saca de encima la sensación de que está viviendo una vida criminal o estúpida. En lo que a mí respecta, yo no podría estar ni quince días en esa situación.

En varias entrevistas aseguraste que buscás que cada libro sea diferente del otro. ¿Qué encontrás de diferente en esta nueva novela?

–Me parece que en esta novela el tono es más parejo. Me pasa siempre en las novelas que he escrito, que resultan muy digresivas. Podría decir que vengo de la tradición de Mansilla, pero no es eso. Acá quería contar mi experiencia en Estados Unidos, esa sensación de tener una mirada un poco excesiva, pensaba en el mundo académico y en una mujer del mundo académico que pensara como una argentina. Renzi ve a Ida como si fuera una argentina. Y después me encontré con la historia del Unabomber, porque yo estaba allí cuando pasó. Y ahí empezaron a aparecer las posibilidades de revisar el mundo de los norteamericanos que se sacan, que se van de la sociedad. Paralelamente, yo estaba tomando notas sobre Tolstoi y sobre Hudson para un proyecto, y la novela es ese género que te permite meter diferentes tipos de situaciones y permite que se encarrilen. A mí me pasa eso, y cuando me pasa eso, me pongo contento, porque siento que no estoy en mundos divorciados. Lo mismo me pasó con Respiración artificial: si uno lo lee atentamente, va a notar que Tardewski tarda en aparecer y la historia de Hitler y Kafka toma la primera parte y es algo que apareció después. Cuando me pasa eso, no modifico la novela.

Escribiste Respiración artificial estando acá, en la época en que varios se iban, pero te fuiste cuando todos se quedaban. ¿Qué tipo de lectura hacés de esa decisión?

–La idea de cómo era la dictadura es una idea que está tan clara, ¿no?, pero nosotros, la gente con la que me veía en esa época, con la que hacía Punto de vista, no éramos visibles, nos quedábamos porque sabíamos que el panorama político era muy complicado. Había gente que pensaba que los militares se iban a quedar todo el tiempo, como Franco, y otro grupo, el nuestro, que creía que la Argentina era muy complicada y que no se podía gobernar con la pura coerción. Por lo tanto, pensábamos que en algún momento tenían que hacer política, buscar consenso, que iban a durar cuatro, cinco años. Lo cual era una locura, porque si lo de las Malvinas les salía bien, si no estaban las Madres de Plaza de Mayo, por ahí hacían como Franco. Por eso yo creo que se dividió el mundo, en el exilio y acá, entre los que pensaban “bueno, se van a quedar treinta años, entonces tomo algunas decisiones”, y un grupo de gente bastante amplio, nuestros amigos, que consideraban que estos tipos no podían quedarse eternamente matando gente, que éste es un país muy complejo, van a tener que hacer política. Esa fue la idea que estaba atrás de la revista que hicimos, Punto de vista, porque nuestra idea era crear algo que pudiera servir como referencia para juntar a un montón de gente. Yo no hubiera escrito Respiración artificial si no hubiera estado acá: es la novela que escribí más ligada a la acción que estaba contando. En esa novela estaba escribiendo cosas que estaban sucediendo mientras yo las contaba. Otra cosa que tenemos que discutir es cómo periodizamos: lo hacemos muy pegados al canon, digo, esto de dividir las producciones cada diez años es una especie de historicismo idiota. Algo que viene de Estados Unidos, por otro lado. También es un tipo de periodización que politiza de una manera muy directa la cultura, como si cada época pudiera explicarse por una situación política particular. Pero yo sí, a veces, veo los libros como respuestas imaginarias a situaciones políticas determinadas: Respiración artificial a la dictadura; la transición democrática, una época que viví muy mal, con La ciudad ausente; el menemismo con Plata quemada (el peronismo, el delito); el campo con Blanco nocturno... Y con El camino de Ida discutir con esa idea de que la izquierda tiene la culpa de todo. Los de la derecha y los antiguos miembros de la izquierda, cuando quieren encontrar la razón de por qué a la Argentina no le va bien, le echan la culpa a la izquierda actual. La gente liberal, ex marxistas o no, no hacen lo que hacen los buenos liberales, que es ver qué piensa o pensó la derecha para ver si alguno la entiende, sino que están todo el tiempo buscando la responsabilidad de la izquierda, desde las Madres a los ’70. El discurso cultural básico de análisis es ése: qué hizo la izquierda.

¿Cuál es tu lectura del panorama político actual?

–Lo que piensan muchos es que tendría que haber voto calificado, pero no se animan a decirlo. Lo usan a Borges para decir eso. Piensan que Pino Solanas vale más que alguien que vive en la villa, pero no se animan a decirlo. Entonces ¿qué dicen? Que la izquierda tiene la culpa. La discusión intelectual está muy empobrecida, no la hay, porque nadie discute en serio las cosas. Nadie dice “Miren, che, acá hay un problema, si las masas deciden las elecciones, es un problema”. ¿Qué es lo que dicen? Que es populismo, algo que implica que acá no hay un partido de derecha que pueda ganar las elecciones. Yo tengo amigos muy queridos, con los que ya no me veo, que un día me dijeron que el problema era que Yrigoyen ganó las elecciones: eso había impedido que algún partido conservador hubiera podido desarrollar una base de masas fuerte como para que por fin el mundo republicano que añoran existiera. Pero para que exista ese mundo republicano que ellos añoran, la derecha tendría que tener una representación electoral lo suficientemente fuerte como para darse cuenta de que cuando votan a otro no es porque son todos demagogos idiotas o porque la gente es una idiota crédula que vota, sino porque está pasando otra cosa. Entonces, ¿por qué no dicen que quieren el voto calificado?

¿Y cómo ves a la intelectualidad argentina en este panorama?

–Una de las desgracias de la Argentina es que la función de los intelectuales la están cumpliendo los periodistas. Con un lenguaje estereotipado, idiota (si me disculpan), las grandes autoridades intelectuales en la Argentina son esos periodistas que tienen un estilo pésimo, que son bastante analfabetos, que hacen de todo una especie de parodia, que transforman todo en una pelea personal. Muchos intelectuales hacen de periodistas, como si con eso los fueran a escuchar más. Después está el carnaval intelectual, como Lilita Carrió, a la que le falta de tal manera legitimidad intelectual que cuando funda un instituto le pone Hannah Arendt. ¿Hay algo más kitsch que ponerle Hannah Arendt? Eso significa que está buscando una legitimidad intelectual que no tiene. Es como si Rodríguez Larreta hiciera un instituto y le pusiera Max Weber. Esta señora, que pasa por ser una lumbrera argentina, le pone Hannah Arendt para ver si alguno se imagina que ella tiene algo que ver con Hannah Arendt. Está así el debate intelectual. En definitiva, el problema es quién cumple la función intelectual, si no, terminan siendo todas opiniones. A mí me duele que intelectuales bien formados se sometan a ese régimen estilístico que es deplorable. La literatura puede hablar de esas cosas, de la época, de lo político, de otra manera y en otros registros. Por otro lado, yo creo que el compromiso de un intelectual, la politización, tiene que empezar por lo propio, si no todos hablamos en abstracto. Vos te podés politizar a partir del periodismo, de la universidad, de las cosas con las que estás viviendo: son esas cosas a partir de las cuales vos vas a tomar posiciones políticas en ese campo para ampliarlo y cada vez vas a poder hablar de manera más certera de lo que sabés, pero no vas a conseguir nada si empezás al revés. En ese sentido, valoro mucho a Horacio González, aunque nunca fui peronista: él mantiene un estilo propio para escribir, no hace ninguna concesión al estilo fácil que se ha impuesto, es un estilo complejo, muy refinado, y es un intento de mantener la función intelectual en cualquier contexto en el que él se encuentre. Por mi parte, trato de intervenir a partir de lo mío, llevando ahí la discusión.

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