Domingo, 25 de agosto de 2013 | Hoy
En 1980, Julio Cortázar dio un curso de dos meses en Estados Unidos, en la Universidad de Berkeley, California. Muy lejos de su costumbre dar clases, por supuesto, se trató de una serie de exposiciones nada metódicas, horizontales y amistosas. La publicación de Clases de literatura es una buena ocasión para revisitar la faceta de profesor y maestro de Cortázar, que quedaría oculta detrás del gran narrador, y también, para rastrear la omisión de la poesía en sus exposiciones.
Por Luciana De Mello
Nadie como Cortázar para entender que una vez tirada la piedra no hay manera de esconder la mano: hay que seguir a los saltos, hacer equilibro, recoger la piedra, llevarla con nosotros como amuleto, o acaso como brújula para luego volver a lanzarla, se llegue a donde se llegue. Cortázar tira la piedra, pero no sin antes mandarnos la advertencia: “Discurso del no método, método del no discurso, y así vamos. Lo mejor: no empezar, arrimarse por donde se pueda. Ninguna cronología, baraja tan mezclada que no vale la pena”. Ya esta primera página de Salvo el crepúsculo (ese ninguneado libro de poemas que Cortázar no llegó a ver publicado y que sus amigos, otra vez, llamaban de suicidio literario) encierra esa misma advertencia-guía con la que comienza Rayuela, marcando en el (des) orden de los poemas que le siguen algo así como un recorrido de vida. Este arrimarse sin comenzar fue la manera en la que Cortázar se paró frente a sus alumnos en un aula de la universidad de Berkeley, cuando eligió hablar en su primera clase sobre “Los caminos de un escritor”. Allí prevenía y al mismo tiempo exhortaba a sus alumnos a salirse del lugar al que normalmente estaban asignados. “Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico.” El profesor busca la pregunta, digamos que la exalta por sobre la respuesta, provoca el cuestionamiento y agradece cuando llega una objeción que abre la polémica. El profesor abre paréntesis que convocan al jazz, al cine, a su obsesión por la criminología, se despide aclarando que no tiene el sentimiento de irse. “Quiero decirles que les agradezco profundamente la fidelidad y la atención con que han seguido esto que no era un curso, que era algo más creo yo: un diálogo, un contacto. Creo que somos todos muy amigos. Yo los quiero mucho y les doy las gracias. Y ahora sí, y ahora ya.”
Queda claro que el Cortázar profesor nunca fue tenido en cuenta hasta ahora, y no es una dimensión menor en el camino del escritor que ha sido. Sin embargo, su docencia quedó siempre atrapada en el dato biográfico y cronológico que tanto choca con su manera de existir. Así que no se puede más que celebrar esta edición de las clases de literatura que dictó en la Universidad de Berkeley durante ocho encuentros en 1980, cuatro años antes de su muerte.
En 1939, después de recibirse de profesor en Letras, Cortázar publica en la Revista Argentina un artículo titulado “Esencia y misión del maestro” en el que prevalece una voluntad educativa –más que pedagógica– y que pone el eje no sólo en una exhaustiva formación del maestro sino en la necesidad imperiosa de que éste lleve consigo “un anhelo metafísico, un sentido religioso, una amplia visión de la realidad”. Cortázar entiende que el maestro primario “fracasa tornándose rutinario, abandonándose a lo cotidiano, enseñando lo que los programas exigen y nada más, rindiendo rigurosa cuenta de la conducta y disciplina de sus alumnos. Fracasa convirtiéndose en lo que se suele denominar ‘un maestro correcto’. Un mecanismo de relojería, limpio y brillante, pero sometido a la servil condición de toda máquina”. No es de extrañar que también en el claustro docente Cortázar causara incomodidades para las mentes obtusas de quienes él consideraba los tartufos de la docencia. Agotado de las rencillas académicas en la Universidad de Cuyo y de la persecución sufrida por su antiperonismo, en una carta a su amiga Mercedes Arias Cortázar repasa su derrotero como docente. Allí le comenta que después de haber abandonado Chivilcoy bajo sospechas de comunismo, anarquismo y trotskismo, en Mendoza acaban de calificarlo de fascista, nazi, rosista y falangista. Antes de tener que ir contra sus ideas prefiere volverse a Buenos Aires y abandonar la docencia. Luego de haber tomado la facultad durante casi una semana junto a otros cinco profesores y cincuenta estudiantes (fueron desalojados con gases y llevados en micros a la comisaría, donde estuvieron presos un par de días) Cortázar ya no volverá a pisar un aula como docente hasta 1980, cuando luego de varias negativas acepta viajar a los Estados Unidos y dictar esas clases en Berkeley.
Más allá de la curiosidad por entender la aceptación de esta propuesta en la que Cortázar vuelve a pararse como profesor frente a un aula –se puede pensar en un ajuste de cuentas, acaso doloroso, ya que en ese año él estaba prohibido en su propio país y la libertad con la que habló en Berkeley hubiese sido otra vez imposible en estas latitudes–, lo más notable de la lectura de estos encuentros aparte de la magia de su oralidad, su carisma y su humanidad gigantes, más allá de los temas, los enfoques y de la mirada que expresa de sí mismo en este recorrido que él comienza por llamar los caminos del escritor; lo más notable es de lo que no habla, los silencios frente a esa parte constitutiva de su obra-vida que son la docencia y la poesía. Sin embargo, como él mismo anotó alguna vez comentando su lectura de Freud: las reiteraciones no son más que la expresión de lo negado. Su clase inaugural en la Universidad de Cuyo en el año ’43 comienza con un homenaje al poeta Paul Verlaine, donde el joven profesor deja a colegas y estudiantes atónitos al afirmar la “imposibilidad de comunicar las características esenciales de una poesía, por cuanto sus esencias son de orden personal y en modo alguno comunicables con otro lenguaje que no sea el de la poesía misma”.
Casi cuarenta años más tarde, en su clase inaugural de Berkeley, Cortázar comenzará problematizando el concepto de definición –al hablar del cuento– y para eso irá directo al problema de la poesía, hablará sobre Dalton, Vallejo y otros amigos poetas, le dedicará una clase entera al tema de la música y el ritmo en su prosa. Y sin embargo ni una palabra de su obra poética. Toda una paradoja que nunca viera publicado su libro de poemas que de manera emotivamente aleatoria compila un recorrido de cuatro décadas en su camino de escritor.
Durante las ocho clases, que se dividen en dos partes, una más de exposición y la otra de preguntas, el profesor expone su discurso del no método que abarcará los diferentes componentes del cuento fantástico, el cuento realista, la musicalidad, el humor y lo lúdico en su escritura, el porqué de Rayuela y del Libro de Manuel, la respuesta a Fantomas y en el último encuentro, a punto de perder el vuelo, confiesa viajar como los cronopios, aunque eso no le impedirá tocar un tema que considera tabú en Latinoamérica: el erotismo en la literatura. El compromiso de ser un latinoamericano-escritor, el debate ideológico alrededor del binomio arte-vida están presentes durante cada una de las clases en las que el profesor recibirá cartas de sus alumnos que le muestran sus ficciones y le preguntan siempre más. Cartas que el profesor agradecerá sinceramente ya que es devoto de la correspondencia. Y qué mejor respuesta a una obra no atendida, que cerca del centenario de su nacimiento tenga el profesor Cortázar una reparación histórica que salga de acá, de su Argentina, una lectura profunda de su obra poética por más que él continúe sosteniendo lo contrario: “El poeta no necesita héroes/ El poeta no necesita poetas/ Como siempre, querellas de palabras:/ Héroe y poeta son lo mismo, el Che o Rimbaud,/ Su tarea es la ola de la vida en el instante/ En que rompe contra el dique del tiempo/ Y lo destroza”.
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