Despedidas> Susana Zanetti murió el pasado martes, a los 80 años. Ensayista, crítica y docente, editora de Eudeba y el Centro Editor, autora del libro La dorada garra de la lectura y admiradora sin reservas de Rubén Darío, fue probablemente la escritora que más sabía entre nosotros de literatura latinoamericana. Su muerte desató, además de la lógica tristeza, el profundo agradecimiento de quienes fueron sus alumnos, discípulos y compañeros.
› Por Susana Cella
Iniciada la democracia se reanimaron los concursos docentes en las universidades. Susana Zanetti, con una disertación sobre El primero sueño de Sor Juana, ganó un cargo y, como otros profesores en exilios internos o externos, retornaba a la Facultad, de la que conoció varias sedes, y adonde en algún tiempo había llegado en tranvía. También ocupó su cátedra y la jefatura del Departamento de Letras en La Plata, lugar que, repetía, le agradaba más que la UBA, aun cuando aquí también fue jefa del Departamento, directora del Instituto de Literatura Hispanoamericana y profesora titular después de un largo camino recorrido por la literatura latinoamericana. Más de una vez sostuve que Susana conocía a cuanto latinoamericano había agarrado una máquina de escribir, y creo que de algún modo Beatriz Sarlo (a quien ella quería como una hermanita según inferí por las anécdotas que me contó) convalidó esta idea: “Susana es la persona de este país que más sabe de literatura latinoamericana”, me dijo una noche.
Circulando en esa vastedad de textos se remontó a tiempos precolombinos para leer a poetas mexicanos como Nezahualcóyotl, o poesía quechua. Pero además tenía un amor particular: Rubén Darío. Alguna vez, en polémicas que armábamos, yo defendía la primacía de Martí y ella la de Darío. Sin embargo, sólo era cuestión de matiz, ambos nunca ausentes de sus afanes. Cuando el Centenario Martiano en 1985, íbamos en la guagua a Dos Ríos y yo me quejaba del traqueteo y del calor, retrucó: “Pensá que Martí andaba por acá a caballo”, elogio al que sumó otros en sus incansables comentarios durante ese viaje por el país que admiraba, porque “con dos cañas de merda resiste a los yanquis”. Poco después le rendía homenaje al compilar Legados de José Martí en la crítica latinoamericana. Se empeñó en buscar las crónicas que ambos publicaron en La Nación de Buenos Aires, y no dejaba de comentar que Bartolo no era ningún zonzo, porque tenía semejantes colaboradores.
Pero además del legado de sus clases y conferencias (en instituciones nacionales e internacionales) y de todo lo que transmitió para concitar el interés por las letras del continente mestizo, llevó a cabo una importante tarea como editora.
Por los años de la gran Eudeba de Boris Spivacow, trabajó en un ámbito, donde, contaba, había podido “aprender” por tener la suerte de estar en contacto –afirmaba con excesiva modestia– con muchos intelectuales (entre ellos el bibliófilo Horacio Achával, que fuera su pareja) y de escuchar interesantes conversaciones o alguna curiosa deriva: cierta vez alguien afirmó que los sonetos podían cantarse como tangos, y tarareó el de Lope de Vega, “No me mueve mi Dios para quererte, el cielo que me tienes prometido/ ni me mueve el infierno tan temido...” Lo que, según me dijo, supo aprovechar Juan Carlos Onetti, que por allí andaba. También quiso saber, dado su gusto por las plantas y animales, de dónde había sacado Onetti el color que adjudicó a unos agapantos. Y no faltaban ocasiones en que, como si tomara examen, requería que se le dijera el nombre de algún árbol y hasta preguntar a un chico (en este caso uno de mis hijos), para que razonara, qué clase de leche podía dar una vaca si se comía los duros pastos de la Patagonia, y como la respuesta fue “leche cortada”, muy contrariada lo retó.
Cuando, luego de la Noche de los Bastones Largos, Spivacow formó el Centro Editor de América Latina, Zanetti continuó el trabajo editorial con ediciones y asesoramientos, que prosiguió luego en la colección de literatura de Hyspamérica. La inmensa cantidad de lecturas acopiadas le permitía moverse fluidamente por países y épocas, armar bibliotecas y también armar lectores, de ahí que estén hoy circulando los agradecimientos. Que efectivamente se ganó por incitar al saber, por fomentar la precisión e inteligencia. Observaba sin concesiones un escrito o una hipótesis y mucho le enojaba que alguien hablara de tal o cual teoría sin sustento literario. Por ejemplo, opinar sobre el realismo sin tener un Balzac o un Stendhal incorporados, o hacer menciones de intertextualidad en Darío sin conocer a Paul Verlaine.
Era exigente, casi en exceso, no sólo con los demás sino sobre todo consigo misma. No fue hasta 2002 y luego de pedir a algunas personas –entre las que me honró incluyéndome– una lectura de los originales, que decidió publicar La dorada garra de la lectura. Lectoras y lectores de novela en América Latina, el libro donde se aventuró a narrar y constituir nítidamente algunos personajes como el de Juan María Gutiérrez.
Dijo Mr. Chips (el profesor de la película interpretada por Peter O’Toole) que había sido necesario que se declarara una guerra mundial para que él fuera director del colegio. Similar mirada sobre sí parecía sostener Susana respecto de su lugar como directora de la segunda edición de Capítulo Argentino en el Centro Editor: “Era la única que podía tener una cara visible en ese tiempo” (el de la última dictadura). Difícil, decía Susana, con poca gente disponible y llamadas telefónicas amenazantes. Sin embargo, pudo llegar esa colección hasta autores como Juan José Saer. Contaba justamente él que ella se había empeñado en que le consiguiera en París el libro de Jean Pierrot L’imaginaire décadent. Mucho tenía que ver este interés con todo aquello que Zanetti exploró del Modernismo Hispanoamericano, sin dejar de leer a los posteriores y admirar incondicionalmente a algunos, como Juan Rulfo o Vallejo.
Su biblioteca, enorme y prolijamente ordenada en los estantes de una madera cuyo nombre no recuerdo ahora (me habría tratado de ignorante por este olvido), reunía a los más variados autores de América latina, junto con clásicos universales, fuera poesía, narrativa o ensayo. Y la biblioteca estaba generosamente abierta para quienes desearan acercarse a ediciones que, como ese imaginario decadente, eran poco accesibles. Su mesa de algarrobo podía cubrirse de libros y cafés o de una comida casera, entretanto se hablaba de literatura y de la vida, porque también había, aun en su gesto adusto, sensibilidad en cuanto a cuestiones personales. Discreto su modo de ejercer el cariño, hasta el borde de la timidez y fragilidad que disimulaba con la expresión seria que soltaba admoniciones ante lo que no aprobaba. Podía calificar a algunas personas con anacronismos como “tirifilos” o “Catita”. Este último se lo había ganado Elbia Rosbaco, vestida toda de rosa, según la recordaba, muy lejos de la Elbiamor de Marechal. Y el primero, aquellos cuyas conductas juzgaba presuntuosas, frívolas o superficiales.
Al evocarla, me llegan en torbellino episodios compartidos junto con una gran cantidad de libros e imágenes de escritores, sobre todo Darío joven con barba y bigotes alzados, en blanco y negro, tal la foto que atesoraba. Que, me pregunto, adónde irá a parar ahora que ella se ausentó.
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