La novela del holandés Gerbrand Bakker es una notable indagación acerca de la naturaleza silenciosa y, a la vez, terriblemente explosiva del deseo. Con ella logró ganar el Impac, uno de los más originales premios europeos.
› Por Juan Pablo Bertazza
Casi al final del libro, en el discurso de agradecimiento al premio Impac 2010 que, en un gesto muy original, incorpora la edición de Todo está tranquilo arriba, Gerbrand Bakker revela: “Soy de Frisia occidental, una región en los Países Bajos donde los granjeros lloran cuando se muere una vaca, pero no mueven un músculo cuando entierran a sus madres”.
El premio Impac merece un párrafo aparte: además de su jugosa recompensa de 100.000 euros, debe su prestigio al largo y complejo proceso de selección que garantiza, a su vez, la participación de escritores de todo el mundo y cierta independencia con respecto a los intereses editoriales. El engranaje de este galardón que premió, entre otros, a Houellebecq, Pamuk, Herta Müller, Javier Marías y Colm Tóibín, es el siguiente: primero, directores de bibliotecas públicas de todo el mundo se ponen a buscar la mejor novela publicada en los últimos dos años. Luego, un jurado internacional se encarga de achicar la extensa lista de nominados y, finalmente, críticos y escritores de muchas nacionalidades eligen la obra ganadora.
Gerbrand Bakker –escritor que, además de llorar a las vacas, es instructor de patinaje sobre hielo, jardinero de profesión y un profundo conocedor de la etimología de su idioma– fue el primer holandés en ganarlo gracias a Todo está tranquilo arriba, que hasta el momento recibió quince premios internacionales, se tradujo a veinte idiomas y ya tiene en marcha su película. Ambientada en una granja al norte de Holanda, es de esas novelas marcadamente autobiográficas que muestran, no obstante, que lo autobiográfico sólo termina siendo relevante porque fue tratado de una forma exquisitamente literaria.
Helmer van Wonderen es un hombre maduro, taciturno y solitario que hace comenzar el libro cuando decide hacer refacciones en su casa, sobre todo intercambiar su habitación con la de su padre, un viejo mañoso que presenta una conducta bastante parecida a la de los múltiples animales que conviven con ellos dos en la granja. Tres décadas atrás, dos muertes se encargaron de noquear a una familia que quedó literalmente partida al medio: la de su madre y la de su hermano gemelo, el preferido de su padre y, por ende, el heredero en que la familia entera había depositado toda esperanza de continuidad.
Por eso, Helmer debe abandonar definitivamente su afición a la literatura y sus estudios en la ciudad de Amsterdam para dedicarse a las tareas de la granja, al mismo tiempo que se pone al hombro la presión de ser el último exponente de la dinastía Van Wonderen, una familia al borde de la extinción. Y la animalización no es caprichosa: a lo largo de las exquisitas páginas de esta novela quirúrgica late –a veces como un símbolo y a veces como una amenaza– la presencia de animales.
A medida que suceden los acontecimientos –y, entre ellos, la llegada de misteriosas cartas que, en cierta forma, lo obligan a Helmer a volver a enfrentarse con lo que significó la muerte de su hermano gemelo–, vacas, burros, corderos, ovejas, aves, perros y gatos desfilan por estas páginas casi como insinuaciones de lo que el autor sugiere con maestría y nunca termina de explicitar: la homosexualidad velada del protagonista, la incapacidad para tomar las riendas de su propia vida por tener las manos ocupadas en sostener los deseos de otros.
Animales salvajes que, acaso, resultan entrañables; gatos que pierden su naturaleza doméstica y, por las noches, llevan el terror a la granja; ovejas que deprimen a Helmer desde la pintura de un cuadro que su padre adora; animales africanos estampados en un edredón a estrenar que animan y animalizan el deseo sexual.
Los animales funcionan en Todo está tranquilo arriba a múltiples niveles: son metáfora, materia prima y molde del tremendo silencio de Helmer a lo largo de toda la novela. Teniendo en cuenta la notable coincidencia que marca el idioma francés entre decir y desear, y la permanente dualidad que la novela desarrolla desde el título hasta el final –un arriba y un abajo, un mundo humano y un mundo animal, dos hermanos gemelos–, el ámbito de los animales constituye algo así como la calma que antecede al huracán. El grito inhumano que viene a suplir, de una vez y para siempre, la falta de palabra.
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