En 1960, Jack Kerouac publicó un libro donde se recopilaba una serie de artículos que daban cuenta de su pasión nómade y de alguna manera concluía una suerte de balance de los beatniks, de lo que había sido de ellos, incluyendo a Gregory Corso y Allen Ginsberg, entre otros. Viajero solitario se publica ahora en la Argentina (Caja Negra) después de una edición de Losada en los años ’60. Aquí se presentan fragmentos de uno de los textos en el que Kerouac hace una vital semblanza de una Nueva York plagada de jukeboxes y hot dogs, donde acaba de morir Lester Young, pero todavía se puede escuchar a John Coltrane, aburrirse con programas de Doris Day, comer comida étnica y vivir la vida nocturna en todo su esplendor extravagante.
› Por Jack Kerouac
Mi madre vivía sola en un departamentito en Jamaica, Long Island; trabajaba en una fábrica de zapatos y esperaba que yo volviera a casa para hacerle compañía e ir con ella al Radio City una vez al mes. Siempre tenía listo para mí un minúsculo dormitorio: ropa limpia en el armario, sábanas limpias en la cama. Era un alivio después de tantas bolsas de dormir, literas y tierras del ferrocarril. Y era también una oportunidad de quedarme en casa y escribir.
Yo siempre le daba a mi madre el dinero que me sobraba del sueldo. Entonces me instalaba, dormía mucho, meditaba todo el día en casa, escribía y daba largas caminatas por la amada Manhattan, que estaba a media hora de subte. Vagaba por las calles, los puentes, Time Square, las cafeterías, el puerto... Me juntaba con mis amigos, los poetas beatniks, y caminábamos juntos. Tenía romances con chicas que conocía en el Village. Todo lo hacía con esa alegría loca, algo delirante, que uno siente cuando vuelve a Nueva York.
En Nueva York, mis amigos y yo teníamos una estrategia especial para pasarla bien sin gastar mucho y, lo más importante, sin que nos molestaran algunos personajes con sus tediosos compromisos como, digamos, un baile en la casa del alcalde. No nos hace falta andar dando la mano como diplomáticos, no necesitamos citas de ningún tipo y nos sentimos muy bien. Damos vueltas por las calles como chicos. Vamos a las fiestas, contamos lo que hicimos y la gente cree que es pura jactancia. Dicen: “¡Los beatniks, los beatniks...!”.
Pensemos, por ejemplo, en una noche típica. Al salir del subte de la Séptima Avenida en la Calle 42, se pasa delante del baño de hombres, el baño más castigado de Nueva York –nunca se sabe si está abierto o no; por lo general hay una gruesa cadena con un cartel que dice “Clausurado”; otras veces se ve salir algún monstruo decadente de cabello blanco; es un baño por el que pasaron los 7 millones de habitantes de Nueva York–, se deja atrás el local nuevo de hamburguesas al carbón, los vendedores de Biblias, los jukeboxes, un puesto de revistas y libros usados pegado al negocio de maníes que les da su olor característico a las galerías del subterráneo –ahí se puede encontrar algún ejemplar usado de Plotino contrabandeado entre libros de textos de colegios secundarios alemanes–, se venden también hot dogs de aspecto dudoso (no, mentira, en realidad son excelentes, sobre todo si no se tienen los quince centavos que cuestan y se consigue alguien que los preste en la cafetería de Bickford).
En la tabaquería, con cantidad de teléfonos públicos, de la 42 y la Séptima, pueden hacerse innumerables llamadas mientras se mira el movimiento de la calle y uno se siente protegido ahí dentro cuando llueve y entonces la conversación se prolonga. ¿Y qué se ve? ¿Equipos de básquet? ¿Entrenadores de básquet? ¿Toda esa gente que anda en patines? ¿Muchachos del Bronx que buscan acción, un romance? ¿Extrañas parejas de chicas que salen de los cines porno? ¿Las viste? O más bien hombres de negocios un poco borrachos, con el sombrero ladeado en la cabeza encanecida, que miran las carteleras en el edificio del Times, frases sobre Khrushchev, el crecimiento demográfico en Asia, y siempre quinientos puntos después de cada oración. Hasta que aparece un policía patológicamente preocupado y les ordena a todos que se vayan. Este es el centro de la ciudad más grande que el mundo ha conocido jamás y esto es lo que los beatniks hacen aquí. “Quedarse parado en una esquina sin esperar a nadie, eso es el Poder”, dijo el poeta Gregory Corso.
Crucemos la calle para ir a lo de Grant, nuestro restaurante preferido. Por sesenta y cinco centavos ofrecen un enorme plato de almejas, papas fritas, una porción de ensalada de coliflor, salsa tártara, salsa para el pescado, una rodaja de limón, dos rebanadas de pan de centeno fresco, manteca y, por otros diez centavos, un vaso de rara cerveza de abedul. ¡Qué fiesta es comer ahí! Españoles que mastican hot dogs, de pie, un poco inclinados hacia los tarros de mostaza. Diez mostradores diferentes con diez especialidades distintas. Sandwiches de queso de diez centavos, dos bares apocalípticos de licores y mozos indiferentes. Y policías que comen gratis en la trastienda, saxofonistas borrachos, linyeras solitarios de la Calle Hudson que toman la sopa sin hablar con nadie. Veinte mil clientes diarios, cincuenta mil los días de lluvia, cien mil cuando nieva. Abierto las veinticuatro horas. Privacidad suprema al amparo de la luz roja que alumbra la conversación. Toulouse-Lautrec, deforme y con bastón, dibuja en un rincón. Uno puede engullir la comida en cinco minutos o demorarse cuatro horas en delirantes conversaciones filosóficas con los amigos. ¡Comamos un hot dog antes de ir al cine! Pero estamos fumados y no nos movemos de ahí porque es más divertido que un programa de televisión sobre Doris Day y sus vacaciones en el Caribe.
Hay en Times Square una considerable población flotante que convirtió a Bickford en su cuartel general, de día y de noche. En los viejos tiempos de la beat generation, algunos poetas se reunían ahí para encontrarse con Hunkey, personaje famoso que iba y venía con impermeable negro y boquilla a la caza de alguien que le diera un recibo de empeño –máquina de escribir Remington, radio portátil, impermeable negro– a cambio de una tostada (o dinero) para ir a los suburbios a enredarse en una pelea con la policía. También iban gangsters tarados de la Octava Avenida –y acaso vayan todavía–, aunque casi todos los de la primera época deben estar en la cárcel o muertos. Ahora los poetas van a fumar una pipa de la paz, persiguen el fantasma de Hunkey y sueñan delante de una taza de té.
Los beatniks aseguran que si uno va ahí noche tras noche, todas las noches, se puede empezar una temporada dostoievskiana en Times Square y se puede hablar con los canillitas sobre el trabajo, las familias y las penas, fanáticos religiosos que podrían llevarte a sus casas y, en la mesa de la cocina, darte un larguísimo sermón acerca del “nuevo Apocalipsis” e ideas semejantes: “Mi pastor bautista de Winston-Salem me dijo que la razón por la que Dios inventó la televisión fue porque cuando Cristo vuelva a la Tierra lo crucificarán aquí, en las calles de Babilonia, y tendrá las cámaras apuntándole a Él y todos verán la sangre que correrá por las calles”.
Si uno se quedó con hambre, puede ir a la Cafetería Oriental, también “lugar de elección para la cena” con vida nocturna –barato– en el sótano que hay enfrente de la terminal de ómnibus de la Calle 40, y comer por noventa centavos cabezas de cordero con arroz a la griega. Y escuchar melodías orientales en el jukebox.
Todo depende de lo fumado que uno esté, suponiendo que se haya optado por alguna de las esquinas, por ejemplo, la de la Calle 42 y la Octava, cerca de la gran farmacia de Whelan: hay allí otro lugar solitario apropiado para observar gente, prostitutas negras, damas que se quiebran por la psicosis de la benzedrina. Enfrente se puede ver el principio de las ruinas de Nueva York –el Hotel Globe ya demolido, un agujero en la Calle 44– y el edificio verde de McGraw-Hill que se eleva hacia el cielo, mucho más alto de lo que podría siquiera imaginarse, solitario, en las inmediaciones del río Hudson, donde los cargueros esperan bajo la lluvia la piedra caliza que llega de Montevideo.
Mejor volverse a casa. Se está haciendo tarde. O: “Vayamos al Village o a Lower East Side y escuchemos en la radio a Symphony Sid –o pongamos nuestros discos indios– y comamos bifes puertorriqueños –o bofe–, o veamos si Bruno anduvo rompiendo coches en Brooklyn; aunque Bruno se volvió afable, así que por ahí escribió algún poema nuevo”.
O miremos televisión. Programa de la noche: Oscar Levant habla sobre su melancolía en el show de Jack Paar.
El Five Spot, en la Calle 5 y Bowery, tiene al pianista Thelonious Monk y hay que ir. Si uno conoce al dueño, puede sentarse gratis en una mesa y tomar una cerveza; si no, no queda más remedio que colarse, quedarse parado al lado del ventilador y escuchar. El lugar está repleto los fines de semana. Monk medita en una fulminante abstracción, clonc, el pie gigantesco marca delicadamente el tempo en el suelo, la cabeza gira hacia un lado para escuchar y parece meterse en el piano.
Lester Young tocó ahí antes de morir, entre entrada y entrada; le gustaba sentarse en la cocina. Mi amigo el poeta Allen Ginsberg fue una vez a verlo, se arrodilló delante de él y le preguntó qué haría si cayera una bomba atómica en Nueva York. Lester le dijo que iría corriendo a romper la vidriera de Tiffany’s para llevarse algunas joyas. También preguntó: “¿Qué hace de rodillas?”. No se daba cuenta de que era el gran héroe de la generación beat y que conservamos ahora su memoria como una reliquia. El Five Spot está mal iluminado, tiene mozos extravagantes, siempre buena música; a veces John “Train” Coltrane inunda el recinto con el sonido erizado de su saxo tenor. Los fines de semana, la gente del suburbio organiza fiestas; no le importan a nadie.
O, durante un par de horas, en los Jardines Egipcios del West Side Chelsea, el distrito de los restaurantes griegos. Vasos de ouzo, licor griego y mujeres hermosas que bailan la danza del vientre con trajes de lentejuelas; Zara, la incomparable, sigue con su cuerpo en la pista los misterios de la flauta y el ritmo griego: cuando no baila, se sienta entre los músicos de la orquesta y toca el tambor contra su vientre; ojos soñadores. Multitudes de parejas de los suburbios aplauden sentados a sus mesas al ritmo oriental. Si uno llega tarde, tiene que quedarse de pie, cerca de la pared.
¿Ganas de bailar? El Garden Bar en la Tercera Avenida. Se arman ahí fantásticos bailes a la media luz del salón del jukebox, en el fondo; es barato y los mozos no molestan.
¿Ganas de conversar? El Cedar Bar de University Place, punto de encuentro de todos los pintores y el lugar en el que un muchacho de dieciséis años estuvo toda una tarde tratando de que un chorro de vino tinto saliera de una bota española y cayera en las bocas de sus amigos, y no lo logró...
Los boliches de Greenwich Village, el Half Note, el Village Vanguard, el Café Bohemia y el Village Gate también programan jazz (Lee Konitz, J. J. Johnson, Miles Davis), pero son muy caros, aunque lo peor no es que haya que pagar mucho sino que la atmósfera comercial está matando al jazz y el jazz se está matando a sí mismo, porque el jazz pertenece a locales alegres donde la cerveza vale diez centavos, como era al principio.
Hay una gran fiesta en el departamento de cierto pintor; el flamenco suena fortísimo en el fonógrafo; de pronto, las chicas son puras caderas y puros talones y el resto trata de bailar entre el revoleo de las cabelleras. Los hombres se enloquecen y empieza la pelea: vuelan objetos de una punta a otra de la habitación, algunos agarran a otros de las pantorrillas y los levantan un metro del suelo, pero nadie sale lastimado. Las chicas se sientan en las rodillas de los hombres, se les levantan las polleras y quedan a la vista los encajes sobre el muslo. Por fin todos se visten y se vuelven a casa y el anfitrión dice, perplejo: “Parecen todos tan respetables”.
O alguien tiene un estreno de algo, o hay una lectura de poesía en el Living Theater, o en el Gaslight Coffee, o en la Seven Arts Coffee Gallery, a la vuelta de Times Square (un lugar increíble, en la Novena Avenida y la Calle 43) (empieza los viernes a la medianoche), desde donde todos van después a algún barcito. O puede ser también una fiesta en la casa de Leroi Jones. Leroi tiene un nuevo número de la Yugen Magazine, que imprime él mismo en una máquina con manijas y palancas y que publica poemas de todo el mundo, de San Francisco a Gloucester, Mass, y cuesta nada más que cincuenta centavos. Editor histórico y hipster secreto del comercio, a Leroi lo cansan un poco las fiestas; muchos se sacan la camisa y bailan; tres chicas sentimentales canturrean algo encima del poeta Raymond Bremser; Gregory Corso, mi amigo, discute con un periodista del New York Post y le dice: “¡Usted no entiende el llanto del canguro! ¡Cambie de rubro! ¡Váyase a las islas Enchenedias!”.
Salgamos de ahí; es demasiado literario. Vamos a emborracharnos al Bowery o a comer esos fideos larguísimos y tomar té en vaso de vidrio en el Hong at de Chinatown. ¿Por qué estamos siempre comiendo? Caminemos por el Puente de Brooklyn para abrir el apetito. ¿Y qué te parece en Sands Street?
Sombras de Hart Crane.
Pero volvamos al Village y quedémonos en la esquina de la Calle Ocho y la Sexta Avenida y miremos pasar a los intelectuales. Periodistas de AP que vuelven agitados a sus casas de los sótanos de Washington Square; las editorialistas que pasean con enormes perros de policía atados con cadena; anónimos expertos en Sherlock Holmes de uñas azuladas corren a sus habitaciones a tomar escopolamina; un joven musculoso en un traje gris barato de corte alemán le explica algo intrincado a la gordita que lo acompaña; importantes periodistas se inclinan educadamente para retirar la edición matutina del Times que acaban de comprar; robustos operarios de empresas de mudanza salidos de una película de Charlie Chaplin de 1910 vuelven a sus casas con bolsas llenas de chop suey (para alimentar a toda la familia); el arlequín melancólico de Picasso, que es ahora dueño de una imprenta y un taller de marcos, piensa en su esposa y en su hijo recién nacido mientras para un taxi; rollizos ingenieros de grabación circulan con sombreros de piel; artistas mujeres de Columbia con problemas típicos de D.H. Lawrence buscan algún viejo de cincuenta años; otros viejos metidos en otros problemas; y en el espectro melancólico de la cárcel de mujeres de Nueva York, que resplandece en la altura y se pliega al silencio de la noche –las ventanas parecen naranjas en el ocaso–, el poeta e.e. cummings compra pastillas para la tos a la sombra de esa monstruosidad. Si llueve, uno puede quedarse debajo del toldo del Howard Johnson y contemplar la calle desde la vereda de enfrente.
En el supermercado, que está cinco puertas más allá, el ángel beatnik Peter Orlovsky compra bizcochos Uneeda (el viernes pasado a la noche), helado, caviar, jamón, pretzels, gaseosas, TV Guide, vaselina, tres cepillos de dientes, leche chocolatada (sueños de un lechón asado), papas de Idaho, pan de pasas, repollo –aunque por error– y tomates frescos y estampillas violetas. Después se vuelve a casa sin un peso, pone todo sobre la mesa, saca un libro muy grueso con los poemas de Mayakovski, pone una película de terror en el televisor de 1949 y se va a dormir.
Y ésta es la vida nocturna beat en Nueva York.
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